Si aún se puede hablar de derecha e izquierda vale este título. Algo que antes era un insulto y pocos se animaban a asumir, ahora es una identidad llevada con orgullo. Incluso ya tienen sus portales como “La Derecha diario” o “Viva la derecha fest”, que reúne a los máximos exponentes de la “batalla cultural”.
Si es poco
deseable devolver la rebeldía a una izquierda que tiene poco de
transgresión y mucho de integración a la sociedad capitalista, menos
deseable es apostar por una forma liberal y posmoderna de observar el
mundo.
La grieta permite una fácil ubicación. Cada elector supone que del otro lado se encuentran los malos y que está junto a los buenos.
Pero la realidad no es así de binaria. Cuando todo se presenta tan
simple y resuelto es preciso dudar. Especialmente si nos encontramos
frente a sucesos que son percibidos sin matices, de manera que es
posible mantenerse intocable frente a los mismos.
La política actual requiere de la polarización discursiva para lograr una alternancia en el gobierno.
Para la opinión pública, poco importa que los relatos no se
correspondan con los hechos. Y menos importa por cuáles motivos
económicos existe cada uno de los dos sectores, qué intereses
representan y por qué cada cual tiene su turno para administrar la
nación.
La reflexión está fuera de juego. Masivamente indignan los males mediocres y superficiales.
Frente a los problemas estructurales, si es que llegan a advertirse,
reina la desatención o la resignación. La indignación es completamente
selectiva, como la memoria. Según a qué lado de la grieta suceda, el
mismo hecho puede preocupar o pasar inadvertido, así como ser denunciado
con la misma vehemencia con la que puede ser justificado.
Aunque las
opiniones, emociones y decisiones se experimenten como una cuestión de
subjetividad simplemente individual, se trata de comportamientos
determinados socialmente. En Argentina, donde
desde hace años asistimos a una campaña electoral permanente, cada
irritación, cada denuncia, cada pataleo, tiene un trasfondo.
Usos de las emociones
Por el camino liberal,
las nuevas derechas llegaron tarde a la misma conclusión posmoderna a
la que ya habían arribado las nuevas izquierdas: que somos constituidos por discursos y que estos constituyen la realidad.
En verdad,
somos constituidos por las mismas relaciones sociales a las que damos
existencia, y en ese proceso también producimos discursos. Es la
sociedad que produce los discursos, no al revés.
Quienes se
alistan a la batalla proponen una estrategia centrada en la hegemonía
cultural. Enfocan sus esfuerzos en la educación y los medios de
comunicación. Su estudio de la historia o de la economía no es crítico,
sino que apunta a una suma de sucesos aislados, intenciones políticas,
nombres propios y voluntades personales.
Parten de la
premisa de que todo régimen de gobierno depende del dominio simbólico
para garantizar el funcionamiento económico. He aquí su punto central.
No es del todo falso, pero la dominación es económica y su discurso es un relato para explicarse a sí misma.
No hay primero un discurso y luego un modo de producción que venga a
justificarlo. Como decíamos cuando asumió Milei, si muchas personas
eligen “ser su propio jefe” no es porque el liberalismo convenza más que
el socialismo, sino al revés.
Desde el
progresismo dicen que el discurso de la derecha prende porque sintoniza
con los miedos y los deseos latentes en la sociedad. Y eso es cierto,
pero cabe recordar que esa estrategia no la inventaron ellos, de hecho
llegaron bastante tarde, y lo reconocen al querer “disputar el campo
simbólico a la izquierda”, etc., etc. Ya desde hace décadas la
publicidad, incluida la socialdemócrata, toma como punto de partida las
emociones y vende experiencias inmediatas. Como una bebida que ya no
calma la sed, ni hidrata o siquiera tiene buen sabor, sino que es
divertida, denota éxito o aventura. Así lo aprendieron populismos de
diferentes países que ganan elecciones presidenciales articulando un
discurso predominantemente emocional: esperanza, miedo y preferentemente
odio.
Usos de la historia
Cuando el último 24
de marzo el Estado argentino lanzó un video oficial con la premisa de
“Memoria completa” ‒hasta hace poco minoritaria y extremista‒ quedan en
claro varias cosas. La derecha retoma la pesada herencia democratista y
denuncia todo acto ilegal (ahora de los supuestos “dos bandos”), plantea la historia como un relato a interpretar libremente
e insiste en que quienes no vivieron los 70 tienen menos derecho a
opinar que quienes sí. Si así fuese el estudio de la la historia, no
podríamos conocer ni la revolución francesa, ni la liberación de Haití,
ni la Antigua Grecia. ¿Pero qué nos quieren decir con esto? Que la
historia no se trata de hechos sociales y objetivos sino de experiencias
subjetivas e individuales, y las emociones que puede suscitar. Una
genealogía para unos, un cúmulo de anécdotas inconexas para los otros,
explicaciones por ninguna parte.
Mención
aparte para un amargo hito nacional. En 2025 es la primera vez que el
Estado argentino denuncia abiertamente a la Triple A como anticipación
democrática de las torturas y desapariciones que luego generalizaría la
última dictadura cívico-militar. Pero lo hace a través del nefasto de
Agustín Laje, que de acuerdo a los intereses que representa no está
interesado en estudiar la Historia sino de aislar sucesos y darle una
utilidad como arma antiperonista en la batalla cultural, denunciando las
matanzas en democracia bajo el gobierno de Cámpora, Perón y Martínez de
Perón. Así como anteriormente otro personal estatal hizo de la memoria una mercancía a emplear y sacar provecho.
Si otra vez
vuelve el debate sobre el número de desaparecidos es para proponer dos
lados y cuantificar el horror: 8.000 vs. 30.000. El propio Estado
desapareció y asesinó a miles de personas, y aún lo hace. Y cuando el
asesino actúa como juez, investigando y castigando a sus propios
miembros, lo hace en función de la estabilidad en la gestión del propio
Estado y los intereses políticos particulares de cada gobierno.
Evidentemente, si no podemos saber cuántos son los desaparecidos es
gracias al alto personal estatal, el democrático y el de facto. La única
cifra relativamente oficial proviene de unos archivos desclasificados
en 2006 de Estados Unidos donde refieren a 22.000 entre muertos y
desaparecidos entre los años 1975 y 1978, un número más cercano a los
30.000 (si además sumamos las cifras desde el 73) que las 8.961 del
informe de la CONADEP que reivindica la derecha argentina omitiendo las
circunstancias de su realización.
Pero el
debate parece una distracción, en un 24 que es un feriado donde la
pregunta por cómo cambiar la vida y transformar el mundo es dejada de
lado y la movilización se ha transformado en una larga marcha en favor
de la democracia capitalista y, en gran medida, de la oposición al
gobierno actual. Una curiosa política de la memoria también selectiva,
que para señalar que en el gobierno están los mismos “liberales” y
“antiderechos” de los 70, olvidan los atropellos estatales anteriores a
esa década y principalmente los de las últimas décadas.
Fuera y contra sus batallas
Como decíamos al comienzo, si
cada relato está determinado por la forma de acumulación capitalista en
Argentina no vale la pena proponer una nueva batalla cultural ni mucho
menos transformarla “desde adentro”. En
distintos períodos históricos la dinámica de acumulación adquiere
características específicas. Por acumulación nos referimos a explotación
de una clase por otra, al proceso de transformación de plusvalor en
capital adicional o plus capital. Suena raro, suena difícil, y no es
para menos, exige un esfuerzo. Si en el pensamiento abandonamos el
terreno de la lucha de clases por el de la opinión, el relativismo y la
rivalidad política nos condenamos a un presente perpetuo.
Cada período
de la acumulación de capital en este país implica una forma ideológica
particular. La expansión y contracción económica tienen sus propios
relatos, pero es preciso desertar de las batallas culturales para
advertirlo.
Por lo tanto, no estamos oponiendo economía a cultura o borrando la política con economía, sino que se trata de entender su relación. Porque no buscamos hacer economía sino crítica de la economía.
No se trata de reducir la realidad a los datos que estudia la
disciplina económica, así como tampoco a las listas de nombres y
vínculos entre poderosos, simplificando la realidad y borrando la noción
de modo de producción. De este modo, “el capitalismo”, cuando es
nombrado, es reducido a noticias, a empresarios corruptos, a aspectos de
la sociedad más desagradables que otros. Es reducido a una acumulación
que simplemente parece ser acumulación de cosas, estáticas, una
acumulación sin dinámica social, que es la que estamos tratando de
señalar.
En nuestro libro Contra el liberalismo y sus falsos críticos
indagamos brevemente en algunas especificidades de la acumulación de
capital en la Argentina de las últimas décadas, como su inserción en el
mercado mundial a partir de la producción de commodities,
un complejo industrial poco competitivo en términos internacionales y
orientado en gran medida al mercado interno, y el impacto local de la
última reestructuración global del modo de producción capitalista, en
particular sobre las condiciones de trabajo. Las expresiones ideológicas
y organizativas del proletariado, así como de la burguesía que actúa en
la región, y por lo tanto los distintos gobiernos y sus políticas, no
pueden comprenderse sin atender a la forma en que se reproduce el
Capital. Consideramos necesario profundizar colectivamente en este
sentido.
La reproducción del capital determina cómo se reproduce la fuerza de trabajo a través de la relación que los une: la explotación.
Y ese vínculo es posible porque todos somos propietarios privados de
mercancías: la mayoría únicamente posee fuerza de trabajo para vender y
una minoría posee los medios de producción y la capacidad de comprar
fuerza de trabajo para ponerlos en movimiento. La lucha de clases es
fundamentalmente la disputa por el precio de esa mercancía. La
superación del modo de producción capitalista no significa simplemente
terminar con la explotación sino con la mercancía como forma de la
producción y como relación social, que nos imprime una forma de
conciencia donde nos suponemos dueños absolutos de nuestra voluntad,
mientras en verdad estamos sometidos a los designios del Capital. Allí
reside la separación entre política y economía, somos ciudadanos libres
determinados por el Capital, nos domina una potencia ajena creada por
nosotros mismos.
Por ello decimos que tampoco existe una verdadera grieta entre proletariado y burguesía, porque no se trata de una guerra de dos bandos sino de una relación social. Por eso no proponemos ganar una guerra donde “la tortilla se vuelva” sino una crítica total al modo de producción capitalista.
En la batalla
ideológica, por el contrario, se busca transmitir una verdad a la
audiencia con las armas de la persuasión, la seducción y la
simplificación. Cada coartada del líder izquierdista está justificada de
la misma manera: “es para que la gente entienda”. La derecha lo hace ya
sin la justificación paternalista. En esta guerra de todos contra todos
buscan convencernos de que quien no acepte su verdad revelada será
aplastado por la mano invisible del mercado o la mano dura de la
represión.
Pero si no
concedemos a los relatos y los discursos el privilegio de definir el
sentido de la historia, si no queremos ser publicistas ni influencers,
si no queremos ser políticos, ¿qué nos queda? Como punto de partida, no
entrar al territorio que domina el enemigo, ¿para qué empantanarnos en
discusiones sin fin que no arriban a nada más que definir los dos
bandos?
Si nos alistamos en la batalla cultural bajo el dictado de la ideología burguesa es la burguesía quien gana. Somos
derrotados desde el momento que aceptamos su modelo de batalla que
incluye su modelo de victoria, eficacia, chicaneo, pérdida de tiempo y
desgaste.
¿Por qué hoy
las nuevas derechas parecen triunfar en el terreno de las ideas? Porque
lo que dicen se conecta directamente con cómo vivimos, su apología de la
guerra de todos contra todos no está alejada de la realidad. Sí, tienen
más medios y más dinero pero la vida cotidiana capitalista está de su
lado. Parten de la realidad. En ese sentido y a pesar suyo son materialistas.
La izquierda
sufre de optimismo pedagógico, frente al pizarrón o la webcam ubica sus
mejores cuadros. El educador se dirige al educando o la audiencia, en
cualquier caso a aquellos que consideran ignorantes. Esta dura educación
de manual puede incluir las emociones como coartada para “colocar”
mejor el mensaje en las conciencias.
Pero de lo
que se trata si queremos transformar la realidad y superar el
capitalismo, es de señalar sus límites, sus determinaciones, sus
contradicciones y partir de cuestiones existentes. Del fondo de la
cuestión y no de los sucesos que se encuentran en la superficie, la
nostalgia, en el entretenimiento político, la indignación selectiva y
los partidismos.
Incluso
cuando la izquierda o el progresismo parece más profundo, apunta a los
“excesos” sin comprensión de su contexto. Un cuestionamiento
dificilmente posibilite un cambio si no advierte las implicaciones, los
por qué. No es suficiente con agregar la palabra “capitalismo” al
abracadabra panfletario.
Si remitimos a
la vulneración de derechos, la corrupción, al “extractivismo”, al
“gatillo fácil”, al Fondo Monetario Internacional, pero no al fondo de
la cuestión, no veremos las causas de los problemas en el Estado que
quieren dirigir ni en la economía capitalista que desean administrar.
La misión de
la izquierda ha sido y es estabilizar la acumulación de capital y evitar
o suavizar sus crisis. Incluidas las “crisis” con insurrecciones
proletarias que vienen “suavizando” históricamente por todos los medios
necesarios. La derecha lo hace por medios más hostiles y
desenmascarados.
¿Qué tenemos
que hacer entonces los anticapitalistas? ¿Hacer una economía crítica o
crítica de la economía? ¿Hacer política crítica o crítica de la
política? ¿Sumarnos a la batalla cultural con nuestras críticas y
reservas, o desertar? Preferimos abandonar la marcha de este carro
fúnebre y proponer una ruptura.