viernes, 26 de abril de 2013

ESPECIAL ESPECIAL: 1° DE MAYO

EL TRABAJO NO DIGNIFICA

Mientras las mayorías festejan el «día del trabajador» o peor aún el «día del trabajo», algunos seguimos convencidos de la necesidad de librarnos de este. Es decir, de liberarnos de la forma que ha adquirido la actividad humana bajo el capitalismo. Esta forma, que no quiere ni podría garantizar las más mínimas necesidades, vuelve al hombre mercancía y lo obliga a relacionarse con el resto de las personas y las cosas a través de mercancías, persiguiendo no la satisfacción de las necesidades y deseos humanos, sino las necesidades del Capital.

No estamos diciendo nada nuevo. La crítica del trabajo, en actos como en palabras, es vieja como el trabajo mismo. Cuando expresamos todo esto, lo hacemos desde una visión global de la sociedad, porque son condiciones globales las que permiten este sistema de explotación, por más que cada uno lo experimente de manera particular con su patrón individual. Y esas condiciones globales son las de una sociedad separada en clases, en íntima relación con la propiedad privada y con un Estado guardián de las condiciones dominantes.

Es desde el Capital que se busca reforzar la idea de los hechos aislados sin aparente relación, y con ello la idea del individuo libre con posibilidades de ascender socialmente, haciéndonos trabajar más y más duro. Las respuestas más frecuentes a la crítica del trabajo parten, justamente, desde esas condiciones: «pero si yo trabajo sin patrón», «yo disfruto mi trabajo», «mi patrón es bueno y hace las cosas bien», «mi sindicato me defiende», «mi trabajo me permite ayudar a la gente», etc, etc.
La verdad es que se escapa del trabajo como de la peste, y pocos pueden ocultar la expresión de su cara a la salida del yugo. Excepto algunas excepciones donde la alienación social es tan fuerte que se prefiere el trabajo al resto de la poca vida que queda —situación también generada por este mundo basado en el trabajo— la realidad es la miseria en la que vivimos la mayoría de los proletarios del mundo, empleados o no. Miseria material, pero también moral, afectiva, social. La realidad son las terribles condiciones de trabajo, las tareas sumamente alienantes, asquerosas y repetitivas que nos vemos obligados a realizar. La realidad es que no decidimos que producir, ni disponemos de lo que producimos. Sean gigantescas empresas públicas o privadas, o pequeños productores, siempre se trata de unidades de producción aisladas, unidas únicamente por el intercambio mercantil, basándose en la obtención de la mayor ganancia posible.

Como vemos, el trabajo tiene un lugar central en la sociedad capitalista. Es central para el Capital porque de él depende su desarrollo, a la vez que es central para el proletariado porque de él depende nuestra supervivencia. He aquí donde surge todo el dilema en torno al trabajo. El Capital hará todo lo posible por defenderlo y el proletariado se encuentra acorralado: lo que le permite a duras penas sobrevivir niega a la vez su plenitud, niega una verdadera actividad humana ligada a sus necesidades y las de los otros, niega la revolución, niega la comunidad humana.

La defensa más común del trabajo asalariado como la mejor forma alcanzada por el hombre de organizar la producción, es la exacerbación progresista de las «virtudes» del capitalismo moderno. Pero se oculta, por ignorancia o por conveniencia, que el supuesto bienestar de una porción de seres humanos existe a condición de que la gran mayoría no puede acceder ni a soñar con ese paraíso artificial que nos muestran como la meta de nuestras vidas. Países «desarrollados» que aún viven de sus colonias, tecnología de punta basada en el trabajo infantil y la muerte en el Congo, autos último modelo corriendo con combustible manchado con sangre, y otros preciosos ejemplos de la democracia occidental.

Mientras quieren convencernos de las virtudes del trabajo asalariado y que si trabajamos duro podremos disfrutarlas, parecieran olvidar las incesantes guerras, la contaminación, los accidentes laborales, los suicidios, los problemas psíquicos y físicos, la explotación infantil y un largo etcétera. Se dirá que todos estos son «detalles» a eliminar, sin embargo son parte constitutiva del mundo del trabajo asalariado, de su normalidad, y sin estos elementos no sería lo que es.

La defensa del trabajo no tiene fronteras ideológicas, sutil como el orgullo de ser trabajador o extrema como un campo de trabajo nazi o estalinista, se adapta, según sea más conveniente, a las necesidades de cada tiempo y lugar para mantener funcionando la maquinaria capitalista. «El corazón a Dios, las manos al trabajo» nos dirán los curas prometiendo salvación a cambio del sacrificio asalariado, «el trabajo dignifica» nos dirán los sindicalistas y políticos de izquierda a derecha apelando a la asquerosa moral burguesa. Que quienes viven de nuestro sudor sean los portavoces del Capital no nos sorprende, pero que en muchos casos sean los mismos proletarios quienes lo defienden es lo que nos demuestra la debilidad de nuestra clase. Por eso insistimos que toda lucha que no busque criticar nuestro lugar como trabajadores contiene el peligro de defenderlo, siendo el sindicalismo uno de nuestros peores enemigos. Cuando nos dicen que nos atengamos a lo «que es posible conseguir ahora», que aceptemos «los acuerdos que logramos alcanzar», en realidad nos están diciendo que aceptemos la ideología dominante, que no vayamos a la raíz de nuestros problemas, que sigamos buscando parches.

En este sentido, desde los inicios de las luchas revolucionarias —que necesariamente debían llegar a posicionarse contra el trabajo asalariado— los políticos y sindicalistas se esforzaron por imponer a los proletarios más decididos el programa de las reformas, de canalizar las reivindicaciones obreras hacia las vías capitalistas, prometiendo una «revolución» basada en la suma de meras reformas y luchas parciales. Así, las instituciones siempre enemigas del proletariado comenzaron a ser «propias», surgiendo sindicatos denominados «clasistas» o «revolucionarios», gobiernos y estados «obreros» y demás trampas burguesas. Fracaso tras fracaso, cediendo cada vez más terreno, terminaron en vergonzosos politiqueos, apoyando crítica o acríticamente a los políticos y sindicatos más progresistas, implementando la receta democrática del mal menor. De una forma u otra, para explotadores y opresores, nunca es momento de enfrentar al trabajo, a los sindicatos, al Estado, a la propiedad privada... Luchando siempre contra los efectos, las reformas son meros paliativos que no curan la enfermedad capitalista ni llevan en su germen la cura de ninguna enfermedad.

Es necesario comprender entonces, que las consignas como «derecho al trabajo» o «pleno empleo» son reaccionarias y utópicas. Hay que comprender la exigencia de un empleo como la exigencia de la necesidad de alimentarnos, de vestirnos, de reproducirnos... pero reivindicar «trabajo para todos», en el seno del sistema capitalista, es hacer creer que eso es posible, es ilusionar con un absurdo y es negar el carácter catastrófico del capitalismo, su descontrol sobre el movimiento que él mismo engendra.

Por estas y tantas razones es necesario seguir afirmando la lucha contra el trabajo. Porque si el trabajo fuese algo bueno los ricos se lo hubiesen guardado para ellos y no pagarían para que lo hagamos.

¡Por un 1° de mayo internacionalista, anti-capitalista y revolucionario!

Sin partidos ni sindicatos: ¡Lucha de clases sin intermediarios!

¡Por una revolución que destruya el trabajo que nos reduce a simples mercancías!

¡Por el comunismo en anarquía, siempre!

8 HORAS

Los «mártires» de Chicago no murieron simplemente por las 8 horas. Cuando se referían a ocho horas de trabajo, ocho horas de sueño y ocho de recreación no se referían a sentarse frente al televisor, la computadora, ir a pasear al supermercado, drogarse o ir a la cancha. Esas ocho horas eran necesarias para la agitación proletaria, para la instrucción revolucionaria, para crear lazos de afinidad y socializar con sus pares.
Hoy el llamado tiempo libre, es justamente libre de todo aquello. Cuando no es un ocio consumista y alienado, es un modo de descansar del fatídico trabajo o de reponerse para volver a él. Y cuando se está desocupado, se tiene todo ese tiempo libre para venderse «libremente», la diferencia es que nadie paga esa agobiante búsqueda de comprador de nuestra fuerza de trabajo.
Nos cuesta oponer trabajo a ocio ya que los sentimos complementarios. A esta separación deberíamos oponer una actividad vital de realización de nuestra humanidad fuera y contra el sistema capitalista, plena en la revolución social y saboreada en la lucha por ella.

¿POR QUÉ INTERNACIONALISTAS?

La ideología dominante mediante sus instituciones, las costumbres, los medios de comunicación o «la opinión pública» nos han inculcado (y nos inculcan) un sentimiento patriótico, para que llegada la hora odiemos al trabajador inmigrante que supuestamente viene a robarnos el trabajo, y no al patrón que nos roba nuestro tiempo y nuestra vitalidad. Para que seamos también carne para sus guerras, para ir o quedarse a defender el Capital y el territorio que no nos pertenece. El patriotismo sirve a la clase dominante para ocultar el antagonismo social en el que vivimos, sirve para sentirnos más cercanos al jugador de fútbol estrella, al milico o al patrón que nació en esto que han dado en llamar país, que al hermano explotado que nos dicen es extranjero.

Pero no hablamos aquí de anti-imperialismo, ya que este es la renuncia a una lucha real contra el capitalismo y quienes lo sostienen, que justifica el capitalismo de los países menos desarrollados y comprende al internacionalismo como una suma de nacionalismos particulares.

En Estados Unidos, en Cuba, en Argentina, en Suecia, en Venezuela o en Irak, hay explotadores y hay explotados, hay dominadores y hay dominados. Nuestra clase es una clase mundial, por lo tanto las condiciones de su opresión son tan mundiales como la necesidad de destruirlas. Debemos asumir esa lucha internacionalista, no tan solo solidarizándonos con los oprimidos de otros países sino asumiendo que su lucha es la nuestra, luchando en «nuestro» país, contra «nuestro» Estado, contra «nuestra» burguesía.

Ya lo han dicho antes que nosotros: «El proletariado no tiene patria» y nunca tuvo patria. La patria es la excusa para separarnos como dominados, para que no logremos una comunidad de intereses, de deseos, una comunicación plena en unas relaciones humanas sanas. ¿Por qué? Porque eso nos hace peligrosos, porque nosotros fuimos, somos y seremos muchos más, y el capitalismo hace todo lo posible para que no nos enteremos.

MEMORIA: VIVA EL 1° DE MAYO

El Estado Capitalista, además de las guerras, la policía, y la rutinaria y asfixiante vida en las ciudades tiene otro arma para destruirnos: la historia oficial, difundida por sus museos, bibliotecas, escuelas y universidades, sus manuales y enciclopedias, su televisión y su «sentido común».

El Estado posee un discurso histórico que legitima su opresión sobre nuestras vidas. Un discurso que proyecta hacia el pasado sus necesidades de poder actuales y sus ya conocidas miserias. Entonces, la vida y la muerte de miles de personas, sus luchas, sus lágrimas y sus deseos se convierten en patrimonio de la nación, a la vez que inertes y sin importancia. La apropiación de la historia suele ser más tolerante e inclusiva en gobiernos progresistas que la culturalizan para mostrar una cara amable del enemigo. En Rosario los socialistas pueden abrir en sus museos salas con «el pasado libertario de la ciudad», mientras mandan gendarmería para desalojar a palazos y gas lacrimógeno barrios enteros para darlos a empresarios que construyan casinos y hoteles; así como los peronistas pueden hacer un documental sobre el movimiento obrero anarquista del siglo pasado y agudizar la opresión a la vez que afinan los aparatos de punteros para canalizar toda necesidad impostergable.

Colocando las luchas proletarias del pasado en un museo, el Estado las vacía de contenido para llenarlas con un discurso que no moleste en el presente. Así, las luchas revolucionarias que se dieron en esta región a fines del siglo XIX y en las tres primeras décadas del siglo XX hoy son consideradas «precursoras» del conformismo obrerista que vino después: nacionalista y reaccionario, al que llamar reformista sería sobreestimarlo. A esos trabajadores y trabajadoras revolucionarios se los tilda de románticos, idealistas, cuando no «infantiles» y aún incluso se los elogia con un dejo de sorna por la «utopía» que perseguían dando todo por la libertad (?). Los museos son depósitos de trofeos de guerra de la burguesía, donde buscan sepultar los intentos del proletariado de destruir la sociedad de clases, de arrasar vivamente las cadenas del trabajo y la alienación para elevarse a nuevos caminos, fraternos, comunitarios, humanos.

En este 1º de mayo, una vez más es necesario recordar a los que en 1890 conmemoraron por primera vez a sus hermanos de Chicago aquí en Rosario. Para quitar el polvo y la mugre con que el Poder cubre las luchas que nos preceden y hacerlas nuestras.
El acto se congregó a las 11hs en la Plaza López, entre las columnas no se encontraba el trapo celeste y blanco, sino banderas negras y rojas, donde se recordará una con el lema «1º de mayo – Fraternidad Obrera Universal». Son unas 1000 personas que marchan desde la Plaza López tomando por la calle Comercio (hoy Laprida) hasta Mendoza, luego por Buenos Aires hasta la plaza frente de la Municipalidad para rodearla y finalmente volver a reunirse en las esquinas de Entre Ríos y Urquiza.
Simultáneamente hubo marchas y actos en Buenos Aires, Chivilcoy y Bahia Blanca.

El 1º de mayo constituía un día de ataque a la normalidad del Capital. Los patrones y políticos optaban por no salir a la calle enviando a las fuerzas del orden a reprimir de manera extrema los actos conmemorativos.

Recordemos el 1º de mayo en la Plaza Lorea en Buenos Aires en 1909, donde la carga del comisario Ramón Falcón contra las 1500 personas que habían concurrido derivó en un enfrentamiento a tiro limpio donde murieron 11 trabajadores y 80 quedaron heridos. No contentos con esto, al otro día son atacados locales gremiales y se encarcela a militantes. La respuesta no se hizo esperar y la FORA convoca a una huelga general y a una manifestación frente a la Casa Rosada. El 4 de mayo alrededor de 60.000 personas acompañan el sepelio de sus compañeros. Estos días se conocerán como «La Semana Roja». El 4 de noviembre de ese mismo año Falcón muere por la noble venganza del joven Simón Radowitzky, al arrojar una bomba a su carruaje.

También traigamos del olvido el 1° de mayo de 1921 en Gualeguaychú (Entre Ríos) donde la sangre volvió a correr. Dos actos había esa vez, el de los proletarios en la plaza de la localidad honrando la lucha de sus compañeros de Chicago y por las 8 horas, y el otro, el de la Liga Patriótica Argentina, conmemorando un levantamiento de Urquiza en un predio cercano. Ahí se ven los niños bien, regalando asado y alcohol a sus peones, y disfrazándose de gauchos, esperando el momento de reprimir. Pasado el mediodía empieza a correr el rumor de que los trabajadores reemplazaran la bandera argentina por la bandera roja. Y allá van, alcoholizados y a caballo hacia la plaza. El primer tiro, sin embargo, saldrá desde el campanario de la Iglesia. 17 obreros mueren ese 1º de mayo en Gualeguaychú.

Las luchas del 1° de mayo en esta región no pertenecen a la historia argentina ni a las gestiones culturales del político de turno, esas luchas del pasado son del proletariado insumiso de todo el mundo, son la energía que nos impulsan a seguir luchando hoy. Algunas cosas han cambiado, obviamente, pero la miseria y la alienación del Capital continúan y así, muchos continuaremos luchando.

¡Salud, Pasión y Revolución Social!
¡Viva el 1º de Mayo!