La absoluta politización de la opinión pública con fines electorales tiene una indignación selectiva. No importa la corrupción o las mentiras, sino quién las ejerza, quién tiene el poder. Generalmente indignan los males superficiales frente a los estructurales, o simplemente las novedades o los excesos.
La corrupción puede definirse como todo abuso del poder público con el objeto de obtener gratificaciones de índole privado o beneficios políticos. Y así funciona la democracia. La corrupción es un problema que el buen ciudadano sitúa entre la Moral y el Derecho.
El actual presidente triunfó machacando con la corrupción del gobierno anterior y afirmando que «Argentina se hunde porque destruyó los valores morales» y que «con los delincuentes no se negocia». La oposición a comienzos de este año erigió la “cripto-estafa” con esperanzas de helicóptero. Ya fantaseaban con la dimisión del presidente o al menos un debilitamiento de su figura. Las esperanzas renacieron con “las coimas del 3% de Karina”. Pero la corrupción es una constante, su denuncia, el fingido asombro, sirve solamente para hacer carrera política o mantenerse en ella. Es el síndrome de Lilita Carrió, quien denuncia la corrupción del oficialismo, más allá de quien gobierne, alimentando el relato político y reaccionario de una democracia capitalista donde explotadores y explotados podrían convivir en armonía en una nación que avanza hacia el progreso. Pero la democracia es corrupción, explotación y conciliación de clase.
Cuando una parte de la población se indigna selectivamente con las actuaciones del poder judicial, cabe recordarnos que la Justicia existe para reproducir un orden social injusto, y persigue a quienes lo enfrentan, gobierne quien gobierne. También se entromete en las disputas interburguesas, favoreciendo capitalistas y sectores políticos, perjudicando a otros. El kirchnerismo utiliza la difusa noción de “poder real” para referirse a un sector intocable de la burguesía local alineada con el capital financiero y extranjero, a quienes sus políticas habrían perjudicado por lo que codifica la condena de Cristina Fernández de Kirchner como un castigo impulsado por dicho sector a través de una Justicia adicta. Resulta curioso cómo el kirchnerismo gobernó casi dos décadas sin tener el “poder real”. Es necesario un análisis más serio del Estado, su vinculación con los distintos sectores de la clase capitalista en Argentina y, fundamentalmente, de la relación de todos ellos con el proletariado, es decir, de la lucha de clases.
La respuesta de por qué esto le ocurre al kirchnerismo desde hace varios años y se consumó meses atrás con la condena, hay que buscarla en su agotamiento como representante del conjunto de la reproducción del Capital en Argentina. Parecemos asistir al final de un ciclo que surgió luego de la crisis de la convertibilidad para restaurar el orden y recomponer la acumulación sobre bases menos rígidas, que a la vez contuvieron e institucionalizaron las luchas. Esto significó sostener aspectos esenciales de la reestructuración de los 90 como la flexibilización y precarización del trabajo, a la vez que rehabilitar, con el viento de cola del precio internacional de los granos y salarios destruidos, el desarrollo de capitales improductivos mercadointernistas cuya reproducción es, como ya vemos, insostenible a largo plazo. El discurso peronista sobre la redistribución de la riqueza, el fifty-fifty, su enfrentamiento al “poder real”, al “poder económico concentrado” no es más que la envoltura ideológica de una forma específica de acumulación del capital en Argentina y de su inserción al mercado mundial, que es al mismo tiempo una forma específica de la explotación de la fuerza de trabajo.
Cuando otra parte de la población se indigna selectivamente porque Milei prometió poner fin a la corrupción y no solo no lo hace sino que la ejerce, cabe preguntarse: a estás alturas del siglo XXI, ¿quién puede creer en los discursos de los gobernantes o aspirantes a serlo? La misión de Milei es administrar una economía en crisis, recortar, ajustar, reprimir, dar esperanza: mantener el orden capitalista, frente a una población desorientada que vota como castigo a los políticos, por bronca, o ya ni se preocupa por ir a votar.
La corrupción es inherente a la propiedad privada y su oportuna denuncia sirve al Capital para cambiar el rumbo de la administración del Estado cuando lo requiere, cambiando algunas figuras, amenazando con hacerlo, buscando afectar lo menos posible la estabilidad de su propia reproducción. Por esto último, las condenas por causas de corrupción a altos mandos del Estado difícilmente llegan cuando están en funciones. A pesar de todo, los políticos y burgueses preservan algunos códigos, ya que para “afanarse el choreo” es necesario preservar la sociedad que posibilita la existencia del choreo. Recordemos que toda ganancia, legal o ilegal, privada o estatal, descansa en última instancia en la extracción de plusvalor, la apropiación de trabajo ajeno.
Fuera y contra la batalla cultural y las campañas electorales intentamos comprender nuestra realidad para transformarla: por un mundo más allá de las mezquindades de quienes gobiernan y quienes aspiran a hacerlo. Para luchar por un mundo más allá de la privación y la explotación.
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