domingo, 7 de diciembre de 2025

LA PATOLOGIZACIÓN DEL ENEMIGO

Dar carácter de patología al otro, de acuerdo a la distinción amigo-enemigo, es un mecanismo que consiste en clasificar como enfermedad o desviación médica comportamientos, conductas o identidades. Se señala lo que sale de la norma, las propias creencias o simplemente lo que disgusta o enfada. Claro que nos enojamos e insultamos, a veces de formas poco correctas e indecorosas. Ese no es el problema, o en todo caso es otro problema, lo que queremos pensar es cómo se hace del insulto una práctica y del rechazo un modo de analizar la realidad.

En nuestra sociedad, la disciplina, el control y la represión también se ejercen a través de técnicas de normalización y regulación sobre la vida misma. Se trata de la necesaria violencia extraeconómica que refiere a la coerción y la fuerza del Estado utilizada para reproducir el modo de producción capitalista. Esto fue necesario especialmente durante la denominada acumulación originaria pero podemos ver aún su persistencia. Esta violencia no se ejerce directamente en la relación económica entre capitalistas y trabajadores, sino que es ejecutada por medios políticos o militares, a fuerza de leyes, violencia física directa e imponiendo una noción de normalidad. Ya se trate de expropiar de sus tierras a indígenas o campesinos para proletarizarlos, ya de disciplinar a los proletarios imponiéndoles una conducta específica, la justificación empleada es religiosa y/o científica.

Ya no se trata de si los pobladores originarios de este continente tienen o no alma como discutían siglos atrás. La burguesía mediante sus instituciones y discursos científicos (como los de la medicina y la psiquiatría) define qué es lo normal y lo anormal, creando así categorías no solo de desviación sino de enfermedad. Una vez patologizado, un individuo, un grupo de individuos o una población, las instituciones no solo pueden sino que deben intervenir para “corregirle” o “curarle”. Si se le encierra, reprime, o tortura es considerado por su propio bien.

En política, y parece que en Argentina “todo es político”, los insultos y las estigmatizaciones se han vuelto moneda corriente en una época donde escasean la reflexión y los argumentos. “Comunistas degenerados”, “kukas enfermos”, “liberales psicópatas”. De este modo, el problema no es el Estado sino que “el presidente es un loquito”, el problema no son las relaciones de producción capitalistas sino la locura. Evidentemente nos quieren decir que puede haber un capitalismo razonable así como un Estado cuerdo y coherente. Es en lo único que pueden diferenciarse de cara a la constante campaña electoral, en lo discursivo, porque a fin de cuentas administran, o anhelan administrar, la explotación, la miseria, el hambre.

El electorado se debate entre la libertad de expresión, la acusación, la corrección política y la penalización; puede, democráticamente, elegir todo a la vez sin percibir el absurdo. Horrorizarse por los insultos del presidente (en el primer año de Milei de las 739.000 palabras pronunciadass 4.000 fueron insultos) y a la vez señalar que son obra de un enfermo.

Cuando Alicia, en A través del espejo, se pregunta «si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes», Humpty Dumpty le responde: «La cuestión es saber quién manda... eso es todo».

Si hasta hace décadas atrás la homosexualidad era delito, hoy en nuestra sociedad de la tolerancia discursiva lo susceptible de ser amonestado es la homofobia. Los reaccionarios no se sienten cómodos con esto y sacan a relucir las armas de su enemigo: la libertad de expresión. De paso afirman que la homosexualidad es una enfermedad y ante la crisis de género propiciada por el mismo modo de producción que defienden culpan de tal “degeneramiento” al marxismo cultural. Del otro lado, la obsesión con el discurso, con que si es fóbico u odiante.

Si es enfermedad se puede curar, si es discurso de odio se puede acusar punitivamente de delito. Patologizar o penalizar la disidencia, la cuestión es quién hace las leyes y en qué momento.

La derecha exige su derecho a discriminar y estigmatizar. Juran que el igualitarismo es obra del comunismo, pero la igualación que temen es resultado de la igualación democrática y mercantil. No existe igualación forzada por los socialistas o por el marxismo cultural, ni siquiera en los países que llaman o se llamaron a sí mismos comunistas. Se trata de la igualdad de los vendedores privados de fuerza de trabajo. Nada más ni nada menos que la igualdad propiciada por el modo de producción capitalista.

Nos dicen que “la grieta es cognitiva”, entre “quienes razonan y quienes no”, entre “quienes tienen empatía y quienes no”. Pero resulta que quien no piensa como el acusador es acusado de no pensar y quien no empatiza como gusta el interlocutor es acusado de no sentir. Indignación selectiva: el otro está equivocado, está enfermo.

La locura como categoría política

Compartimos a continuación extractos de un artículo de Darío Cavacini publicado en Topía (los destacados son nuestros).

Si bien es cierto que a la locura se la asocia inmediatamente con padecimiento mental, no es una definición científica utilizada en el campo de la psiquiatría. Es una denominación de signo ideológico que sirve para identificar, rotular, agrupar y segregar a toda persona o grupo que altere el cotidiano funcionamiento de las sociedades.

El término proviene del latín locus, que significa “El que está en un lugar determinado, que no es el lugar correcto”. Padecer locura, estar loco, no sólo se refiere a haber perdido el juicio, sino a ocupar un lugar de exclusión social. Esta utilización del lenguaje se vincula también con la construcción histórica que se tiene acerca de la locura como extranjería, como aquello que proviene de otro lugar y no es nosotros.

En ocasiones a lo largo de la historia, sectores que representan la voz de lo normativo en la sociedad han tomado los conocimientos teóricos-prácticos del campo de la salud mental para describir a su otro político. Definiciones como loco, enfermo mental, psicótico o degenerado son utilizadas con frecuencia en el ámbito de la política para ubicar a toda persona o colectivo que esté en las antípodas de la propia concepción del mundo.

Este hecho adquiere una magnitud mayor cuando estas caracterizaciones provienen de los sectores que detentan lugares de poder, estableciendo simbolizaciones que no admiten fisuras ni repreguntas. La instancia normativa se sirve del discurso de la ciencia porque sabe que éste goza de una aceptación social unánime.

La validación al saber científico es prácticamente absoluta, no suele ser cuestionado por las leyes ni por las rebeliones populares, lo que, paradójicamente, también caracteriza al despotismo en la vida política. La utilización de la nomenclatura psiquiátrica para definir a ese otro político es una de las maneras en las que se enmascara el autoritarismo.

Una de las características principales de la locura es la ausencia de matices que nos permitan repensar nuestras ideas más arraigadas y poner en duda la rigidez de nuestros enunciados. Esa certeza absoluta y sin fallas, propia de la psicosis en el ámbito de la psicopatología y de las prácticas totalitarias en la política, es la que debería ser objeto de discusión.

La búsqueda de anular al otro político a través del discurso de la ciencia, genera un efecto paradojal. La patologización de ese otro pone al diagnóstico en el centro de la escena, adjudicándole todas las responsabilidades; lo que termina invisibilizando el contenido de los conceptos que ese otro utiliza para las decisiones de gestión. El foco debería estar puesto en cómo la materialización de esas ideas repercute en un mejoramiento o empeoramiento en las condiciones de vida de la mayoría de la población y no en diagnósticos que, en principio, no son posibles de aseverar.

Para que exista la razón, debe anteponerse la locura y viceversa. Es importante entender la lógica de este juego dialéctico, y cómo de acuerdo a los discursos hegemónicos propios de cada época, los parámetros que determinan una y otra pueden volverse aún más rígidos y arbitrarios. Y sobre todo cómo pueden ser utilizados desde lo normativo como un intento –infructuoso, por cierto– de invalidar a toda persona, sector político o institución que se oponga al propio imperio ideológico.

Por ello, resulta necesario contextualizar las definiciones de locura y normalidad entendiéndolas como complementarias para existir, y también los elementos y las personas que las definen en cada período de la historia, los intereses en juego y las consecuencias que acarrean en la vida de los destinatarios de tales abstracciones.

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