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Pocos salarios en Argentina alcanzaron la inflación, siempre hablando de empleos registrados. Completamente por debajo se hallan los empleados informales o los planes y ayudas sociales. A esto debemos agregar el progresivo deterioro del salario sufrido desde hace varios años. De otro modo, y de cara a un año electoral, nos quedamos solo con la foto de 2022. Evidentemente, esta situación no afecta igual a todo el gran pueblo argentino. Porque no estamos “todos en el mismo barco” como gustan decir los dirigentes, ni somos todos iguales por más que nos pongamos la camiseta de la empresa como exigen los patrones.
En este contexto, es evidente que decenas de millones de habitantes del país “necesitan una alegría”, algo de eso significó la victoria en Qatar 2022 de la selección masculina de fútbol.
El fervor mundialista no fue una “vía de escape” frente al malestar social, es parte de este malestar. Tampoco es que el fútbol tape la miseria, es la miseria la que hace del fútbol un suceso tan determinante en la vida de las personas. Y por miseria no nos referimos solamente a la económica.
La puesta en cuestión de la realidad social no implica necesariamente sabotear “la alegría del pueblo”. Y, desde una perspectiva emancipatoria, sería iluso suponer que cada gol argentino desvía al proletariado de la revolución o lo vuelve más nacionalista.
Por otra parte, hay quienes podrán solicitar no racionalizar las emociones porque estas últimas estarían fuera del ámbito de lo racional. Pero las emociones y los sentimientos son un hecho tan construido como un estadio deportivo en Qatar, es decir, tienen su historia, su coyuntura y hasta sus muertos, con los cuales un puñado se llena de guita.
Sentir ira, alegría o tristeza porque gane o pierda un grupo de jugadores nacidos dentro de unas fronteras completamente arbitrarias no es un hecho natural, es un hecho construido en el patriotismo escolar, en la competencia deportiva, en la miseria sexual, en la distinción de género, en el vacío existencial de la sociedad capitalista de nuestro tiempo.
Buscamos comprender por qué ciertos aspectos culturales, religiosos o ideológicos, como puede ser la alegría por una camiseta, tienen tanta relevancia, cuál es su relación con este contexto.
Aunque nos sorprende la enorme falta de coherencia frente al fenómeno del mundial por parte de sectores contestatarios, en lo relativo al sexismo, el patriotismo, el Estado, la competencia, el sacrificio, etc.; no queremos hacer un simple llamado moralista a la conciencia.
Rechazamos la supuesta superioridad intelectual o moral al momento de criticar lo popular, del mismo modo que rechazamos el paternalismo populista que defiende la “alegría del pueblo” en tercera persona, dando cuenta no solo de su oportunismo sino de la construcción social que supone el pueblo a través de la política.
Desde una perspectiva revolucionaria queremos problematizar sobre la propia concepción de “pueblo”. Aun cuando somos considerados parte del pueblo, de lo popular, de lo argentino.
¿Qué pueblo?
No estamos exigiendo nada del “pueblo”, ni antes ni después de la victoria argentina en Qatar 2022. Estamos subrayando que el “pueblo” es un concepto que no distingue entre explotadores y explotados, que no es más que una construcción del Estado que constituye el orden dominante.
La población existe, sin embargo, la forma de categorizarla no es natural, la manera de designarla es política. No existe a la espera de ser reconocida y tener significado, es algo totalmente construido. Sin lo que “pasionalmente” conocemos como pueblo, la razón de Estado carecería de sentido. Los propios límites geográficos gracias a los cuales se puede definir “el pueblo argentino” se establecen a partir del Estado argentino. Primero el Estado después su pueblo, jamás al revés. Es de esta manera que decenas de poblaciones y comunidades quedan encerradas en las fronteras de la Argentina. En su acepción más corriente, para que exista un territorio determinado debe existir un Estado determinado.
“El pueblo” no es un dato de la naturaleza, ni una clase social, siquiera un grupo sociológico, hay que construirlo y representarlo. Acontecimientos como las guerras, los mundiales o ciertos sucesos culturales refuerzan el concepto y ayudan a experimentarlo como realidad. Porque no es que no exista, existe como fuerza social. La vieja consigna de «el proletariado no tiene patria», se trata de una perspectiva de lucha contra el nacionalismo, para evitar ser carne de cañón en las guerras, en las crisis, en la explotación cotidiana. Pero no podemos hacer como si no estuviésemos nacionalizados.
Desde el nacionalismo y el populismo se niega reconocer las contradicciones y escisiones de la sociedad y se acepta su pacificación en el Estado a través de la mediación del ciudadano. De este modo, la sociedad es una comunidad directamente asumida y representada como tal en el Estado. En su forma más desarrollada, el populismo busca ir más allá de las contradicciones sociales capitalistas, pensemos en los regímenes totalitarios. En su forma actual, al menos en países como el nuestro, se trata más bien de un interclasismo ciudadanista, buscando reforzar las instituciones democráticas del Estado, su legalidad, su papel preponderante en la garantía del orden.
En el libro Plomo y humo. El negocio del capital que publicamos recientemente reflexionábamos al respecto de las expresiones de lucha actuales: «No debe entenderse la crítica al interclasismo como un llamado al clasismo. Si el primero existe de manera generalizada en las luchas no es por la debilidad del segundo, sino que este se encuentra simplemente agotado. Producto de las transformaciones de la sociedad capitalista el proletariado no ha desaparecido ni mucho menos, pero las posibilidades de su lucha han cambiado drásticamente. Ya no existe la opción política, sindical o ideológica clasista que añora el obrerismo, ya no existen organizaciones de masas que busquen una afirmación del proletariado al interior de esta sociedad. Luchar como clase ahora solo puede implicar enfrentarnos a nuestra propia condición de seres humanos proletarizados. El interclasismo supone una situación de extrema ambigüedad, pero a la vez su superación solo aparece como una transformación radical de la sociedad contra el Capital y el Estado. De hecho, esta “propuesta” tiene más eco en el común de los manifestantes que cualquier nostálgica apelación a un gobierno obrero. Esa indeseable alternativa de gestión capitalista ya no es siquiera factible.»
En este marco de agotamiento del clasismo, y un interclasismo impotente para realizar cualquier transformación social pero efectivo en términos de integración y reproducción social capitalista, es que 5 millones de argentinos se movilizaron pacíficamente para expresar su alegría por los colores de la patria y algún tipo de éxito o conquista que se experimenta de cierto modo como propia.
Nacional y popular
Quizás tengamos la suerte de dejar de escuchar, al menos por un tiempo, la canción que apenas comenzada ya está hablando de «los pibes de Malvinas que jamás olvidaré». A 40 años del asesinato de jóvenes en esas frías islas el nacionalismo belicista agradece la “malvinización” que hubo con este Mundial.
Antes que finalice la tortuosa canción nos dicen «no te lo puedo explicar porque no vas a entender». Es parecido a cuando un supuesto sabelotodo en el acto de explicar sugiere que somos estúpidos. De todos modos, hay quienes preferimos entender e indagar sobre lo que nos implica, sobre el nacionalismo, lo popular, el deporte e incluso las pasiones que suelen presentarse a salvo de la reflexión.
El nacionalismo necesariamente se hizo presente durante el mundial de fútbol para machacar contra los ingleses y brasileros (sin distinción: explotadores y explotados), con las Malvinas, con una pizca de racismo, con un antieuropeísmo absurdo y un antiimperialismo cada vez más obtuso. Todo este conjunto de juicios es presentando como “popular” y cualquier cuestionamiento o incluso indiferencia puede ser tachada de antiargentino, mayor pecado en época mundialista o de contienda bélica.
La razón populista propone, e impone, que cualquier cosa que haga feliz al pueblo debería ser aprobada. En esta ocasión no hay mayor problema, pero dicha fórmula es riesgosa, especialmente cuando el pueblo se alegra con una guerra, con los pogroms, con un linchamiento, con el ascenso de un sanguinario dictador.
Además del fútbol, uno de los deportes preferidos del pueblo, no solo argentino, es la “caza de culpables”. La costumbre de no cuestionar la sociedad, considerada el pueblo mismo, sino de ir a la búsqueda de responsables a quien echar la culpa. Lo cual sin duda resulta más fácil y tranquilizador que subvertir la situación actual. Pero lo importante es que así no se resuelve el problema de fondo, y siempre estamos abordando los problemas superficiales y no los estructurales.
Los señalados responsables de los padecimientos pueden ir desde el vecino al extranjero, desde la patota de rugbiers asesinos de Fernando Baez Sosa hasta el FMI, del gobierno de turno a su oposición. Y en general no es que no tengan su gran responsabilidad personal, pero personalizar una cuestión social dificulta su comprensión, si no es que la evade completamente. Luego hay otros que proponen a los “yanquis”, los ingleses, los judíos o los inmigrantes de chivo expiatorio. El nacionalismo no puede ver cuestiones estructurales de la sociedad capitalista, no puede ver clases sociales antagónicas al interior de cada país.
Es absurdo defender a la nación y su pueblo para defender a la clase explotada. Sin embargo, el nacionalismo se impone de izquierda a derecha, coincidiendo en que las potencias extranjeras no dejan desarrollar a “nuestro” país. Luego cada sector añade su estilo propio: que el FMI saquea a la Argentina o que los inmigrantes nos vienen a robar el trabajo.
Nosotros proponemos no colocar el relato nacionalista como punto de partida natural. ¿Qué importa el origen geográfico del capitalista que nos explota? ¿Y qué importa dónde nacieron el resto de las personas explotadas?
Ante la desintegración de los lazos sociales tradicionales, la popularidad del fútbol radica en su capacidad de fortalecer una identidad común. Bien lo supieron los burgueses de aquel país “enemigo natural” del futbolero argentino. Durante la primera mitad del siglo XIX los primeros deportes que Inglaterra exportó fueron las carreras de caballos, la caza, o el remo, deportes representativos de la aristocracia, y quienes adoptaron estos juegos en los países destinatarios fueron las clases dominantes locales, que solían ser grandes admiradoras de la alta sociedad británica. En las demás naciones, los deportes fueron adoptados por una élite urbana fascinada por la imagen de modernidad que acompañaba lo inglés. Al principio, allí donde se establecían, los británicos solo jugaban entre sí. Cuando aceptaron a los demás pusieron como condición que el idioma de juego fuese siempre el inglés. De ahí que el término sport fuera adoptado en muchos países para designar las actividades deportivas. La lengua inglesa se impuso en el ámbito del deporte, como atestiguan los términos hockey, match, round, jockey, golf, record; al igual que vocablos relacionados directamente con el “football” como corner u offside, además de designar a los clubes con nombres anglófonos.
Las costumbres heredadas de Inglaterra son muchas, incluso el cacho de carne que cada vez cuesta más caro llamado bife no casualmente proviene de beef.
Mal que les duela a algunos, podría decirse ligeramente que Inglaterra es la “madre patria”. Si «en Argentina nací, tierra de Diego y Lionel» es porque existen países consolidados gracias a la división internacional del trabajo. El “modelo agroexportador” al cual refieren nacionalistas de todo el arco político requiere que esas grandes potencias “nos” compren.
Del mismo modo, y aunque les duela a otros, podríamos decir que Julio A. Roca es uno de los “padres de la patria” ya que, sin sus campañas en el sur, junto a las de Uriburu, Fontana y Obligado en el norte a fines del siglo XIX, no existiría Argentina tal como la conocemos. Como suele decirse: los padres no se eligen, y tampoco estamos obligados a sentir amor u orgullo por el país donde nacemos.
Las nacionalidades se establecen de manera arbitraria. En el caso de los "argentinos" esta arbitrariedad viene dada desde su designación misma. En el marco de la Conquista, desde comienzos del 1600 se comenzó a denominar Argentina y argentinos a la región y los habitantes de toda una enorme zona circundante al Río de la Plata. El primer término cayó en desuso, hasta 1860, cuando el presidente Santiago Derqui decrete como nombre oficial: República Argentina. En cambio, el gentilicio se continuó usando hasta hoy, atravesando el periodo del Virreinato y luego el de las Provincias Unidas, tras la independencia.
El primer registro de su uso se da en el poema histórico Argentina y Conquista del Río de la Plata, con otros acaecimientos de los Reinos del Perú, Tucumán y Estado del Brasil (1602) del extremeño Martin del Barco Centenera. Ya desde el título se habla de la zona rioplatense-paranense como Argentina y de sus habitantes: «Los argentinos mozos han probado / Allí su fuerza brava y rigurosa / Poblando con soberbia y fuerte mano / La propia tierra y sitio del pagano»
Obviamente ese “argentinos” no significa lo mismo que hoy. En ese pasaje se está refiriendo a la fundación de la ciudad de Santa Fe por parte del español de origen vasco Juan de Garay y los mestizos guaraníes nacidos en Asunción (actual Paraguay).
Es interesante saber cuál es el origen de esta denominación. El enorme estuario que se forma con las aguas del Paraná y el Uruguay antes de desembocar en el Atlántico fue llamado Río de la Plata por los conquistadores, en referencia a las legendarias minas de plata que se hallaban hacia el interior. Varias expediciones no encontraron nada, pero, como sabemos, toda leyenda tiene algo de verdad.
El cerro de Potosí (actual Bolivia) saldó con creces los anteriores fracasos, y el noble material, llamado en latín argentum, empezó a ser extraído de a toneladas, arrastrando consigo miles de vidas humanas, en uno de los peores horrores de la Conquista. La actual Sucre, desde donde se empezó a explotar el cerro, se llamaría también Civitas Argentina o en español Ciudad de La Plata.
Nuestro gentilicio se debe a una de las principales mercancías extraídas de la región, y transportadas en gran medida a través de la actual Argentina hasta el puerto de Buenos Aires. Bien podríamos llamarnos ahora “sojenses”. Con la plata extraída también se empezó a acuñar dinero como moneda. De ahí que, en el Cono Sur, llamemos a la moneda de circulación legal, coloquialmente, “plata”.
Es bueno remarcar que “argentino” tampoco fue un término de uso general, conviviendo con el genérico “criollo”, ampliamente usado además, en toda la América hispana. Mulatos, zambos, mestizos, cuarterones, chinos, etc., fueron denominaciones de casta también de uso muy común, de acuerdo a la mezcla de sangre. Los integrantes de las aristocracias locales, hayan nacido en este continente o la península ibérica, gustaban llamarse “españoles”.
Ser “argentino” no significó siempre lo mismo. Sucesión de guerras y despojos en el marco de la Conquista y luego en la creación del Estado moderno fueron delimitando y cambiando lo que hoy conocemos como Argentina y lo “argentino”.
Noción absurda y arbitraria como ya vimos, pero no azarosa si seguimos la ruta de las mercancías. La nacionalidad se acuña mientras se acuña dinero.
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