lunes, 16 de junio de 2025

PODER, CORRUPCIÓN Y MENTIRAS

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Cristina Fernández de Kirchner fue condenada por corrupción, la pena tiene obvio fines políticos. Si se trata de debilitar la oposición está por verse, porque quizás tenga el efecto contrario. Pero en última instancia ¿qué nos importa la interna burguesa? En esta como en otras ocasiones, los análisis implican política, democracia, incluso algunos hasta género, pero casi nadie parece advertir la existencia de propiedad privada que dan sentido a las anteriores categorías: a un lado a los dueños de los medios de producción y sus representantes y al otro, quienes cada día tenemos que vender nuestra fuerza de trabajo para sobrevivir. Es por estos motivos que usamos la categoría de “burgueses” y no como agravio a los ricos que nos caen mal.

La absoluta politización de la opinión pública con fines electorales tiene una indignación selectiva. No importa la corrupción o las mentiras sino quién las ejerza, quién tiene el poder. Masivamente indignan los males superficiales frente a los estructurales.

Cuando parte del proletariado indignado con los “excesos” de la democracia capitalista se lamenta que “se están afanando la guita de la gente”, están señalando que la obra pública, el transporte, los hospitales o el PAMI son financiados con el sudor de las masas trabajadoras, con su plusvalor podríamos precisar. La corrupción de los fondos que financian esos proyectos significan un empeoramiento directo en la vida cotidiana de la clase proletaria: accidentes letales evitables, mayor distancia o peor viaje hacia el trabajo, pobres sin acceso a la salud pública o servicios básicos, viejos muriéndose sin atención médica.

La corrupción se puede definir como todo abuso del poder público con el objeto de obtener gratificaciones de índole privado o beneficios políticos. Y así funciona la democracia. A comienzos de este año la “cripto-estafa” era la esperanza de la oposición. Ya fantaseaban con la dimisión del presidente o al menos un debilitamiento de su figura. Pero no ocurrió porque la corrupción es una constante, su denuncia sirve solamente para la carrera política. Es el síndrome de Lilita Carrió, quien siempre denuncia la corrupción del oficialismo de cada momento alimentando un relato político y reaccionario de una democracia mejor dónde explotadores y explotados podrían convivir en una nación que avanza hacia el progreso sin fricciones. Pero la democracia es corrupción, represión, conciliación de clase y explotación.

Y no es suficiente con ver quiénes dirigen y festejan la condena para ubicarse “del otro lado”, porque no hay dos lados, esto no es un partido de fútbol. Del mismo modo, cuando un hecho de corrupción o un asesinato es relativizado porque los demás gobernantes también lo hacen, por una parte se reconoce que eso es lo que hacen los gobernantes, todos, y por otro se comienza justificar los mismos hechos en las orgas, los sindicatos y grupúsculos. La falta de ética de arriba hacia abajo no puede ser una propuesta política, menos si se trata de una propuesta para la emancipación.

Cuando una parte de la población se indigna selectivamente con algunas actuaciones del poder Judicial, cabe recordarnos que la Justicia existe para reproducir un orden social injusto, y persigue a quienes lo enfrentan, gobierne quien gobierne. También se entromete en las disputas interburguesas como en este caso, favoreciendo capitalistas y sectores políticos, perjudicando a otros. El kirchnerismo utiliza la difusa noción de “poder real” para referirse a un sector intocable de la burguesía local alineada con el capital financiero y extranjero, a quienes sus políticas habrían perjudicado por lo que ahora devuelven el golpe a través de una Justicia adicta. Resulta curioso cómo gobernaron casi dos décadas sin tener el “poder real”. Es necesario un análisis más serio del Estado, su vinculación con los distintos sectores de la clase capitalista en Argentina y, fundamentalmente, de la relación de todos ellos con el proletariado, es decir, de la lucha de clases.

Quienes ven como una injusticia la condena de evidentes delitos que ya nadie se esfuerza en refutar asumen que el sistema político está podrido y que la política es corrupción, estamos de acuerdo. En lo que no acordamos es que consideren que la injusticia es que solo se condene a un sector de la política con el que se identifican.

La respuesta de por qué esto le ocurre al kirchnerismo desde hace varios años y se consuma en este momento, hay que buscarla en su agotamiento como representante del conjunto de la reproducción del Capital en Argentina. Parecemos asistir al final de un ciclo surgido luego de la crisis de la convertibilidad para restaurar el orden y recomponer la acumulación sobre bases menos rígidas que a la vez contuvieron e institucionalizaron las luchas. Esto significó sostener aspectos esenciales de la reestructuración de los 90 como la flexibilización y precarización del trabajo, a la vez que rehabilitar, con el viento de cola del precio internacional de los granos y salarios destruidos, el desarrollo de capitales improductivos mercadointernistas cuya reproducción es, como ya vemos, insostenible a largo plazo. El discurso peronista sobre la redistribución de la riqueza, el fifty-fifty, su enfrentamiento al “poder económico concentrado” no es más que la envoltura ideológica de una forma específica de acumulación del capital en Argentina y de su inserción al mercado mundial, que es al mismo tiempo una forma específica de la explotación de la fuerza de trabajo.

Fuera y contra la batalla cultural y las campañas electorales intentamos comprender nuestra realidad para transformarla: por un mundo más allá de las mezquindades de quienes gobiernan y quienes aspiran a hacerlo. Para luchar por un mundo más allá de la privación y la explotación.

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