viernes, 22 de septiembre de 2023

LA LIBERTAD DE AJUSTAR

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Las elecciones presidenciales 2023 parecen obturar cualquier capacidad reflexiva. Luego de las PASO, los candidatos del gobierno actual, sus cómplices y sus votantes nos dicen que los cambios se hacen en las urnas. En estos tiempos de visible abstención electoral nos dicen que votar no sería ya una obligación impuesta por el Estado sino un profundo deber cívico y ético.

El posicionamiento anti-Milei hace un llamado abierto a que prosiga el gobierno nacional actual. Es el acompañamiento al Ministro de economía de un país que tiene a la mitad de la población en la pobreza.

Claro que es sorprendente que un tercio de los votos vaya a la propuesta de La Libertad Avanza, pero no lo es menos el que otro tercio vaya a Massa y el otro a Bullrich.

Sin embargo, vale la pena relativizar. En realidad, en cada cifra estamos hablando de la mitad, ya que el 50% de la población obligada a votar decidió abstenerse, anular o votar en blanco. Por otra parte, el miedo ideológico y selectivo que hace temer por Milei, debe saber que Milei deberá “peronizarse” si quiere durar. Desde hace tiempo viene ablandando su discurso, y así pasó de la propuesta de quema del banco central a asegurar que no quitará las ayudas sociales. Incluso comienza a poner en duda algunos de sus caballitos de batalla como la dolarización.

Los 40 años de democracia se festejan a pura elección. En la mayoría de las provincias se realizan cuatro elecciones entre primarias y generales y, si hay balotaje, serán cinco. Millones de pesos gastados en impresión de boletas, publicidad, logística y quién sabe qué más. La fiesta de la democracia sale cara. En esta borrachera institucional donde la pasan bien unos pocos proponemos, a contracorriente, ir más allá de los discursos dominantes.

Para el fanatismo demócrata es más preocupante el discurso liberal que la realidad liberal de pobreza, ajuste y recortes. El desprecio por la realidad es tal que no importan las cifras o siquiera la percepción inmediata. Imaginemos por un momento que Massa dijese que hay que votarlo para mantener medio país en la pobreza, para que continúe el trabajo precario, para que la inflación se coma los salarios y ayudas sociales, para que sea cada vez más difícil alquilar una vivienda… sería el acabose. Pero como no dice eso y se lo asocia simbólicamente al progresismo, es lícito avalar todo su proceder llamando a votarlo, incluso con la nariz tapada “para que no gane la derecha”.

El día después de las PASO hubo un incremento del dólar oficial del 22%, llevando el precio del dólar de 285 a 350 pesos, con su correspondiente impacto inflacionario. Algo similar había ocurrido con la victoria aplastante de Fernández sobre Macri en las PASO de 2019 que auguraba no habría balotaje, y es de esperar otra escalada de ajuste durante esa zona gris de incertidumbre entre las próximas elecciones y la asunción del próximo presidente. Sean candidatos pro-mercado o pro-regulación, los “mercados” y los gobiernos continúan ajustando. Se echarán la culpa unos a otros para continuar haciendo creer que no es una cuestión de lucha de clases sino un problema político.

El fenómeno Milei

Javier Milei, por su parte, encarna la bronca pero también la esperanza. Es la nueva mercancía electoral por excelencia y está en boca de todos. Sus compradores afirman que está libre de culpas y se lo puede votar porque no es “casta”. Posteriormente podrán decir que no cumplió lo prometido, que no lo dejaron gobernar, o que no tuvo la posibilidad de ser presidente y cambiar el rumbo del país, etc., etc.: la historia del votante argentino promedio que es decepcionado una y otra vez, desde la urna hasta la tumba.

Pero no es solo eso: Milei dirige sus promesas y discursos a sus “bases” en un formato no convencional. Se refiere a necesidades inmediatas de la población: pobreza, inseguridad, imposibilidad de progresar. Luego tiene pobres argumentos como acabar con la emisión monetaria para acabar con la inflación, pedidos de mano dura u otros disparates como la venta de órganos o la libre portación de armas.

El progresismo repartido entre el gobierno oficial y la izquierda parlamentaria concluyó que, si Milei gana, es culpa de ellos. Las personas no tendrían voluntad propia. Por supuesto que todos los gobiernos son responsables, pero la autocrítica no suele referirse a lo que han hecho, sino a su capacidad de convencimiento. No por nada cala la idea de la “batalla cultural”. Si el vulgo elige bien o mal, es gracias a ellos. Un complejo de tutor que advirtió que las políticas identitarias, de género, etc. no dieron los resultados esperados.

Es cierto que los liberales tratan sobre demandas populares, y es por eso que inciden en parte de la población. Se hacen eco entre quienes no temen “perder derechos” porque no los tienen, porque trabajan en la informalidad, porque no tienen trabajo, porque alquilan sin contrato, porque habitan pensiones, porque toman tierras, porque sobreviven en los márgenes de la legalidad. A esa población se dirige el progresismo desde su frasco.

¿Cómo no va a votar a Milei una fracción de esta población golpeada por gobiernos oficialistas y opositores los últimos años? Las ofrendas ideológicas pueden servir a quien está demasiado convencido, para el resto no tienen sentido. Milei promete además que el ajuste debe hacerse sobre la “casta” política, a diferencia de los otros que siempre amenazan con ajustar los cinturones y salvar ricos, a defender burgueses y presidentes. Y los ingenuos seguidores de Milei creen que es el primer candidato que cumplirá sus promesas porque no proviene de la política.

De igual modo, promete cambios violentos, no transar con las otras fuerzas políticas, no comerciar con países “comunistas” como China, acabar con las instituciones fracasadas del Estado, con el banco central. Y, como broche de oro, asegura puede hacerse en base a las mismas recetas liberales que llevaron a la peor crisis económica de la historia reciente. Canaliza la bronca contra los políticos hacia los parlamentos y el descontento económico hacia la economía nacional. Una habilidad admirable para sus contrincantes que comienzan a tomar nota e imitar. Es suficiente con advertir que movió todos los debates hacia los temas que planteó, hacia el terreno de la teoría liberal e impuso, como dicen los periodistas, su “agenda política”.

Quienes están disconformes con la situación del país (y no es para menos) pueden fácilmente empatizar con un personaje mediático que tiene un discurso supuestamente disruptivo, inflexible, agresivo. Solo los conformistas amantes del gobierno, abiertamente adictos o acompañantes críticos no pueden entender la situación.

La rebeldía se volvió de derecha, ¿y?

Ya no quedan dudas de que gran parte del descontento social es canalizado por derecha; se trata de un fenómeno que sucede en varios países. Si la rebeldía es apropiada por la derecha, ¿eso significa que debería volver a la izquierda? ¿A una izquierda que en Argentina es simplemente un furgón de cola del kirchnerismo? ¿Una izquierda que propone exactamente lo mismo que el progresismo y que por eso no tiene más opción que plantearlo por la vía parlamentaria e institucional?

La perspectiva obrerista y reformista de izquierda pertenece al pasado. El progresismo actual es un mero gestor del capitalismo reestructurado, que mantiene lo esencial del “neoliberalismo” del que dice oponerse bajo un discurso a medida de los nuevos movimientos sociales y políticas de mera contención social. La izquierda se halla completamente desorientada, buscando construir un nuevo sujeto en base a viejos paradigmas. Ahí reside su total impotencia y su derrotero.

Además del interrogante de por qué la rebeldía se volvió de derecha hay que preguntarse a su vez por qué el reformismo de izquierdas, por más combativo que pueda ser, no toma cuerpo en la clase proletaria. Para nosotros, el contexto de las últimas décadas de capitalismo reestructurado y el evidente fracaso progresista constituyen un evidente punto de partida para cuestionar el derecho, el reformismo, y dejar de expresar nuestras necesidades y luchas en el lenguaje de los amos. En lugar de construir una “nueva izquierda” o de darle consejos a la vieja, abogamos por la ruptura revolucionaria.

Desde los sectores más críticos de la izquierda se señala que el progresismo entre el desconcierto y el gesto despectivo hacia el neoderechismo, se abroquela en la corrección política y corre el riesgo de volverse parte del estatus quo. Demasiado tarde, ya es parte del estatus quo, y es su pata izquierda para que no se tambalee.

Cuando desde este boletín hablamos de “izquierda del Capital” no es un simple insulto. No hablamos de una izquierda que ha sido cooptada o corrompida, nos referimos a una forma particular de gestión capitalista y su correspondiente expresión ideológica de acuerdo al contexto. Hoy en día esta izquierda del Capital es eminentemente progresista y ha perdido, progresivamente, cualquier cariz de transformación social profunda.

Entonces, ¿por qué la izquierda debería recuperar las banderas de la transgresión? Si se trata históricamente de integración a la sociedad capitalista; de integrar sus instituciones, sus empresas, sus leyes, sus gobiernos, sus universidades.

La izquierda parlamentaria en Argentina puede mantenerse fuera del progresismo en el poder, pero piensa como tal. Por eso ya ni hablan de clases sociales, apuntan a los “excesos” pero no al modo de producción capitalista. Por eso se dedican a la vulneración de derechos, al “extractivismo”, al “gatillo fácil”, al Fondo Monetario Internacional pero no al fondo de la cuestión. No ven las causas de los problemas en el Estado que quieren dirigir ni en la economía capitalista que desean administrar. Llaman a votar en tiempos de voto en blanco, voto nulo y abstención. Se dirigen a los kirchneristas desencantados, a las “bases rebeldes” del peronismo, sea lo que sea que eso signifique.

La mejor versión de la izquierda es la que promete a los trabajadores seguir siendo trabajadores. Negociar nuestra fuerza de trabajo a través de los sindicatos para, a lo sumo, repartir un poquito mejor cuando hay viento a favor, pero sin alterar la sociedad. Se trata de mediadores históricos, un estrato de especialistas con la intención de mantener inalterables los polos de la relación capitalista… pero por las buenas.

La misión de la izquierda ha sido y es estabilizar la acumulación de capital y evitar o suavizar sus crisis. Incluidas las “crisis” con insurrecciones proletarias que vienen “suavizando” por todos los medios necesarios. El enfoque tradicional dice que a mayor crisis económica y peores condiciones de vida del proletariado (sea este empleado o desempleado, de cualquier género, color y capacidad) hay un mejor ambiente para el alza de la izquierda y los sindicatos. Pero la izquierda y el progresismo, tras el estallido del 2001 y la llegada del kirchnerismo, no aparecen como alternativa sino como responsables del momento actual. Así, en este ciclo infernal, aparece una renovada defensa del mercado con un ropaje a la moda de las nuevas derechas.

En Argentina la pobreza llega al 45%, la inflación supera el 120%, la economía está estancada desde hace más de diez años, crece el descontento con los partidos políticos tradicionales. Parece haber un agotamiento pero sin estallido. Las condiciones parecen estar dadas, pero ¿para qué?

¿Qué tenemos que hacer entonces los anticapitalistas? ¿Hacer una economía crítica o crítica de la economía? ¿Hacer política crítica o crítica de la política? ¿Hacer acompañamiento de este carro fúnebre o proponer una ruptura?

¿Ultraderecha o ultracapitalismo?

La burguesía ya no dice que esta es la mejor sociedad posible, dice que es la única que hay. Hace parecer cierto, así, aquello de que “es más fácil imaginar el fin al mundo que el fin del capitalismo”.

De este modo, personajes como Grabois parecen críticos del capitalismo solo porque consideran que hay que mejorar las relaciones entre explotadores y explotados, entre propietarios y no propietarios, porque piensan que hay que repartir mejor los recursos para mantener la paz social. Se ha erradicado del imaginario social la posibilidad del fin del capitalismo, de derecha a izquierda. Ahora no podemos sorprendernos cuando los pobres eligen la forma más capitalista de hacer capitalismo.

Evidentemente parece más realista intentar disminuir la miseria y repartir las ganancias, aunque no lo estarían haciendo. Pero de lo que se trata es del fin de los administradores de la miseria y de la ganancia. Del fin del Estado y la mercancía. Esto no es posible de inmediato o al interior de esta sociedad. Para comenzar a pensar una propuesta anticapitalista no podemos seguir suponiendo una de las opciones burguesas como más cercana a esos objetivos.

¿Por qué el descontento se vincula a los discursos liberales de derecha y no a la izquierda progresista (que también es bastante liberal)? Quizás porque las condiciones sociales son más propicias hacia el liberalismo que plantea un reaccionario como Milei. Porque el individualismo al que empuja el capitalismo es cada vez más parecido a una guerra de todos contra todos, porque no hay demasiados derechos donde reina el trabajo sin registrar y la desocupación, porque las políticas de género fracasan frente a los problemas reales de la división de género de esta sociedad machista, porque la derecha promete reprimir sin medias tintas, porque prometen meter bala y cárcel a los delincuentes de poca monta, porque el Estado responde poco y mal frente a los problemas de salud pública.

Milei no nos da la libertad de morirnos de hambre si no queremos o no podemos trabajar, solo la exhibe. Esa libertad nos la da el modo de producción capitalista. No nos morimos de hambre, enfermedad o penuria a fuerza de discursos liberales, sino a fuerza de condiciones materiales de existencia garantizadas por la clase burguesa y por cada candidato. Incluso, y hoy específicamente, por funcionarios como Massa, candidato estrella del “voto antifascista”.

“Que se vayan todos” y “casta”

Cuando Milei ganó inesperadamente las PASO, sus militantes cantaron “que se vayan todos”. Amarga victoria de la antipolítica que cede la confianza a nuevos políticos. Más de veinte años después del 2001, el “que se vayan todos” es un reclamo por derecha. Quienes piensan adecuadamente con el poder solo recuerdan la miseria. Podrían votar a Massa y cantar: “que se queden todos”.

La movilización social ha sido reprimida o asimilada e institucionalizada, en fin, democratizada. (…) Del 2001 algunos insisten en recordar las “políticas neoliberales”, la pobreza y la desesperación. Olvidan, ocultan o desfiguran la protesta masiva, la desobediencia colectiva, la autoorganización, los ataques al Estado y su policía, a la propiedad privada. (…) Esta primer ruptura puede ser una válvula de escape pero también puede sentar las bases para avanzar en la lucha revolucionaria. Ir más allá requiere algo más que reunirse y actuar juntos. Requiere superar lo que se ha creado, saberse capaces, ser conscientes de la propia fuerza. (La Oveja Negra nro. 44, 2001 - ¡Qué se vayan todos! - 2016)

Sin embargo, hoy el problema no es simplemente una crisis de representatividad. No es la “casta” como dicen desde la derecha ni la “clase política” como dicen por izquierda. No pueden ser el problema porque tales cosas no existen… a pesar de que ahora los opositores de Milei se ocupen de decir que en realidad es él la verdadera casta.

Se trata de una puja por instalar falsos antagonismos, un esfuerzo de la clase dominante, en competencia interna, por imponer una caracterización social funcional, ocultando a la vez la compleja trama del capitalismo y sus propias contradicciones. La “casta política” se ofrece como el objeto de repudio más inmediato, más simple de señalar y propio de una época en la que la política como herramienta burguesa de reproducción y transformación viene manifestando su impotencia frente a las crecientes problemáticas sociales.

La construcción de ese enemigo común frente a “las necesidades de los individuos” (por izquierda hablan de “pueblo”) es más que un eslogan de campaña. Es una construcción simple, de rápida identificación práctica, fácil de asimilar para la pereza intelectual y la bronca generalizada, como la raíz de todos los males. Con esto no estamos diciendo que la representación política no sea parte de la opresión capitalista, sino que esta puede asumir diversas formas y discursos, manteniendo intacto el fondo de la cuestión: una sociedad de explotación basada en la ganancia.

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