Nos están matando. En nuestras casas, en el trabajo, en las escuelas, en las comisarías, en la calle. Nos matan a los golpes, linchados, violadas, empaladas, desangradas, torturadas, envenenados, empastillados, encerradas, enfermos, depresivos. Nos matan porque es fácil, porque se puede, por portación de cara, por mujeres, por pobres, por putas, por salir a la calle, por querer tener sexo, por negarnos. Nos matan porque sobramos, en un mundo donde la ganancia es más importante que la vida, donde sometidos aprendimos a vendernos como mercancías y a ser tratados y a tratar a los demás como objetos, como medios para alcanzar un fin, como si fuésemos cifras cuantificables, como lo es todo en este sistema de muerte. Nos matan porque nuestra humanidad y vitalidad son opuestas a esta vida de miseria y porque son el germen de su destrucción.
El asesinato brutal, misógino y antihumano de Lucía en Mar del Plata es una chispa que desata la rabia, la frustración, el asco, el odio y la necesidad de terminar con esta masacre despiadada. «Paro cardíaco por empalamiento anal» realizado por hombres normales —y no monstruos—, hijos sanos del Capital, que tuvieron la frialdad de lavar el cuerpo y llevarlo a un hospital. Se responde con indignación y con una rabia masiva, aun en un necesario clima de catarsis, luego de siglos de invisibilización que sale de casa a la calle, de la conversación al grito, del aislamiento a juntarse masivamente en marchas autoconvocadas.
Sin embargo, cada caso se trata de manera aislada, y los dedos señalan al Estado en su supuesta ausencia, al gobierno de turno, a los medios de comunicación, a las políticas educativas, como si algo pudiera cambiar profundamente acudiendo a la legalidad o a través de nuevos discursos integradores. Algunos piden justicia y más intervención estatal, más policía, que se cumplan las leyes, que la democracia “funcione”. La democracia funciona. El Estado y su policía garantizan la trata a nivel nacional.
Otros, comprendiendo que poco se logra pidiéndole a los mismos opresores, apelan a sus semejantes a través de pintadas. Entre muchas que solo refuerzan posturas identitarias, hay muchas otras con la verdadera intención de poner en común, reflexionar, agitar, denunciar y desahogarse. Del mismo modo, salir colectivamente a la calle, saca de la esfera privada lo que nos quieren hacer tragar que son problemas particulares, personales, en los que no habría que meterse.
Por otro lado se pide la integración de nuevos contenidos en las escuelas, que se instruya a los niños para que sean mejores ciudadanos que sus padres, para que no roben, no maten, no violen ni sean violados, pero al mismo tiempo para que trabajen obedientes sometidos a una vida de miseria. ¿Cómo es posible enseñar a un niño a no violar y a no ser violado, si al mismo tiempo se le enseña a ser un empleado sumiso, eficaz y obediente, o por el contrario, un exitoso patrón? ¿Hasta qué punto puede esto funcionar, si la instrumentalización de la vida está presente en todos los momentos de nuestra existencia, en cada aspecto de nuestra vida cotidiana?
La misma sociedad indignada por estas cuestiones es aquella que cada domingo propone en los estadios de fútbol la violación como una amenaza: «Los vamos a coger», «les vamos a romper el orto». Aquella que concibe la sexualidad como instrumento de poder, es la misma que se horroriza cuando ocurren estos “excesos” que no salen de la lógica diaria. Mientras tanto, cada vez más personas comprendemos que lo personal es lo social, y que una de las llamas que permiten dar calor a la lucha por acabar con esta penosa existencia es poner en cuestión todas las relaciones sociales en las que existimos. No luchando por un nuevo mal menor: que maten y agredan a menos mujeres… Cuando decimos «ni una menos» es enserio.
La desoladora realidad que nos toca a todas las explotadas y explotados no va a cambiar ni con mejor y más educación, ni pidiendo justicia, ni haciendo más pintadas (y esperando que los obedientes las toleren), ni abocándonos a la especificidad de alguna minoría oprimida ni alentando a la venganza. Y no es porque estemos en contra de la venganza, ésta es la respuesta que tenemos más a mano como individuos que no aceptamos pasivos la brutalidad, sin embargo sabemos que aislada no soluciona nada. La salida al problema no es cuantitativa, no porque más personas violadas maten a sus violadores la situación va a cambiar, no porque más mujeres pinten más paredes la realidad va a ser mejor. Además de dejar salir nuestra bronca, de expresar la violencia en lo inmediato, también tenemos que pensar en lo que hay detrás de todas estas violencias individuales, pensar en la violencia general, en las condiciones generales que la permiten, por qué se genera y cómo destruirla. Esto es tan o más urgente como matar al que nos mata. Lo que hace falta es ir a la raíz: se trata de destruir las condiciones materiales que reducen nuestra vida a un producto aprovechable o prescindible según las circunstancias, la instrumentalización de nuestros cuerpos y su sometimiento a las necesidades de este sistema que nos deshumaniza y atomiza hasta la muerte.
El asesinato brutal, misógino y antihumano de Lucía en Mar del Plata es una chispa que desata la rabia, la frustración, el asco, el odio y la necesidad de terminar con esta masacre despiadada. «Paro cardíaco por empalamiento anal» realizado por hombres normales —y no monstruos—, hijos sanos del Capital, que tuvieron la frialdad de lavar el cuerpo y llevarlo a un hospital. Se responde con indignación y con una rabia masiva, aun en un necesario clima de catarsis, luego de siglos de invisibilización que sale de casa a la calle, de la conversación al grito, del aislamiento a juntarse masivamente en marchas autoconvocadas.
Sin embargo, cada caso se trata de manera aislada, y los dedos señalan al Estado en su supuesta ausencia, al gobierno de turno, a los medios de comunicación, a las políticas educativas, como si algo pudiera cambiar profundamente acudiendo a la legalidad o a través de nuevos discursos integradores. Algunos piden justicia y más intervención estatal, más policía, que se cumplan las leyes, que la democracia “funcione”. La democracia funciona. El Estado y su policía garantizan la trata a nivel nacional.
Otros, comprendiendo que poco se logra pidiéndole a los mismos opresores, apelan a sus semejantes a través de pintadas. Entre muchas que solo refuerzan posturas identitarias, hay muchas otras con la verdadera intención de poner en común, reflexionar, agitar, denunciar y desahogarse. Del mismo modo, salir colectivamente a la calle, saca de la esfera privada lo que nos quieren hacer tragar que son problemas particulares, personales, en los que no habría que meterse.
Por otro lado se pide la integración de nuevos contenidos en las escuelas, que se instruya a los niños para que sean mejores ciudadanos que sus padres, para que no roben, no maten, no violen ni sean violados, pero al mismo tiempo para que trabajen obedientes sometidos a una vida de miseria. ¿Cómo es posible enseñar a un niño a no violar y a no ser violado, si al mismo tiempo se le enseña a ser un empleado sumiso, eficaz y obediente, o por el contrario, un exitoso patrón? ¿Hasta qué punto puede esto funcionar, si la instrumentalización de la vida está presente en todos los momentos de nuestra existencia, en cada aspecto de nuestra vida cotidiana?
La misma sociedad indignada por estas cuestiones es aquella que cada domingo propone en los estadios de fútbol la violación como una amenaza: «Los vamos a coger», «les vamos a romper el orto». Aquella que concibe la sexualidad como instrumento de poder, es la misma que se horroriza cuando ocurren estos “excesos” que no salen de la lógica diaria. Mientras tanto, cada vez más personas comprendemos que lo personal es lo social, y que una de las llamas que permiten dar calor a la lucha por acabar con esta penosa existencia es poner en cuestión todas las relaciones sociales en las que existimos. No luchando por un nuevo mal menor: que maten y agredan a menos mujeres… Cuando decimos «ni una menos» es enserio.
La desoladora realidad que nos toca a todas las explotadas y explotados no va a cambiar ni con mejor y más educación, ni pidiendo justicia, ni haciendo más pintadas (y esperando que los obedientes las toleren), ni abocándonos a la especificidad de alguna minoría oprimida ni alentando a la venganza. Y no es porque estemos en contra de la venganza, ésta es la respuesta que tenemos más a mano como individuos que no aceptamos pasivos la brutalidad, sin embargo sabemos que aislada no soluciona nada. La salida al problema no es cuantitativa, no porque más personas violadas maten a sus violadores la situación va a cambiar, no porque más mujeres pinten más paredes la realidad va a ser mejor. Además de dejar salir nuestra bronca, de expresar la violencia en lo inmediato, también tenemos que pensar en lo que hay detrás de todas estas violencias individuales, pensar en la violencia general, en las condiciones generales que la permiten, por qué se genera y cómo destruirla. Esto es tan o más urgente como matar al que nos mata. Lo que hace falta es ir a la raíz: se trata de destruir las condiciones materiales que reducen nuestra vida a un producto aprovechable o prescindible según las circunstancias, la instrumentalización de nuestros cuerpos y su sometimiento a las necesidades de este sistema que nos deshumaniza y atomiza hasta la muerte.
Boletín La Oveja Negra.
Rosario. Octubre de 2016.
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