…era el nombre del nefasto batallón. Atletas de la infiltración. Cracks de la tortura. Campeones de la metralla.
Corría octubre del 68, América Latina iba a ser por primera vez sede del megaevento deportivo por excelencia, los Juegos Olímpicos. Por si fuera poco, dos años después se venía el Mundial de Fútbol. ¡Qué despliegue de logística! ¡Qué orgullo para esa burocracia priista! ¡Qué posibilidad histórica para la creciente burguesía mexicana!
Pero el 68 no era cualquier año, en todo el mundo soplaban aires de revuelta y las y los proletarios que vivían en México no estaban para nada dispuestos a sumarse a los festejos. No había ánimos de bufonear a los turistas, atletas y burócratas del Comité Olímpico Internacional. El grito en las calles era: ¡no queremos olimpíadas, queremos revolución!
El ministerio deportivo del Estado mundial no quería ningún tipo de problemas durante el ritual mes olímpico. Y el gobierno mexicano cumplió con su deber. Formó su grupo paramilitar, alistó a su ejército y dispuso a su policía política. Todos emplazados por el bien del juego capitalista. ¡Más rápidos, más altos, más fuertes!
El dos era un día clave en el creciente movimiento social. Hacía más de un año que los campus y bachilleratos eran un hervidero. Marchas todas las semanas, tomas, detenidos por centenares, decenas de episodios de violencia con las fuerzas represivas. Un movimiento inteligente, persistente, que operaba con celeridad en sus lugares de estudio–trabajo y cuando tomaba fuerza golpeaba duro.
Diez días antes del comienzo de los Juegos, una vez más ¡todos a Plaza Tlatelolco!
Pero ese día fue distinto, ese delicado equilibrio de escaramuzas se encontró con un límite. Desde los diferentes puntos de control policial se encendieron bengalas y, minutos después, lo mismo sucedió desde un helicoptero. Era la señal pactada. Trescientos, doscientos, treinta y cuatro o cuarenta y tres… cuerpos de hermanos y hermanas atravesados por el plomo frío yacían en la plaza. Los tiradores rápidamente apresaban a quienes osaban quedarse en el área y retiraban los cuerpos, llevándoselos en camiones de basura.
El doce —peculiar día eligieron— la XIX Olmpíada de Verano, la «Olimpíada de la Paz» comenzaba. La celebración máxima del internacionalismo burgués iniciaba como si nada hubiera ocurrido.
Los 60 comenzaban a apagarse… Y el deporte cumplía un rol no menor como arma defensiva en esa épica victoria burguesa. Un año después, la Guerra del Fútbol entre Honduras y El Salvador enterraba a los proletarios revolucionarios de ambos países bajo las bombas y el fervor nacionalista–religioso–deportivo. En los años subsiguientes, los estadios de Chile, Brasil y Argentina alternaban sus funciones de concentración de prisioneros y escenarios de espectáculos de masas. Y como bien sabemos, unos gritos silenciaban otros…
Corría octubre del 68, América Latina iba a ser por primera vez sede del megaevento deportivo por excelencia, los Juegos Olímpicos. Por si fuera poco, dos años después se venía el Mundial de Fútbol. ¡Qué despliegue de logística! ¡Qué orgullo para esa burocracia priista! ¡Qué posibilidad histórica para la creciente burguesía mexicana!
Pero el 68 no era cualquier año, en todo el mundo soplaban aires de revuelta y las y los proletarios que vivían en México no estaban para nada dispuestos a sumarse a los festejos. No había ánimos de bufonear a los turistas, atletas y burócratas del Comité Olímpico Internacional. El grito en las calles era: ¡no queremos olimpíadas, queremos revolución!
El ministerio deportivo del Estado mundial no quería ningún tipo de problemas durante el ritual mes olímpico. Y el gobierno mexicano cumplió con su deber. Formó su grupo paramilitar, alistó a su ejército y dispuso a su policía política. Todos emplazados por el bien del juego capitalista. ¡Más rápidos, más altos, más fuertes!
El dos era un día clave en el creciente movimiento social. Hacía más de un año que los campus y bachilleratos eran un hervidero. Marchas todas las semanas, tomas, detenidos por centenares, decenas de episodios de violencia con las fuerzas represivas. Un movimiento inteligente, persistente, que operaba con celeridad en sus lugares de estudio–trabajo y cuando tomaba fuerza golpeaba duro.
Diez días antes del comienzo de los Juegos, una vez más ¡todos a Plaza Tlatelolco!
Pero ese día fue distinto, ese delicado equilibrio de escaramuzas se encontró con un límite. Desde los diferentes puntos de control policial se encendieron bengalas y, minutos después, lo mismo sucedió desde un helicoptero. Era la señal pactada. Trescientos, doscientos, treinta y cuatro o cuarenta y tres… cuerpos de hermanos y hermanas atravesados por el plomo frío yacían en la plaza. Los tiradores rápidamente apresaban a quienes osaban quedarse en el área y retiraban los cuerpos, llevándoselos en camiones de basura.
El doce —peculiar día eligieron— la XIX Olmpíada de Verano, la «Olimpíada de la Paz» comenzaba. La celebración máxima del internacionalismo burgués iniciaba como si nada hubiera ocurrido.
Los 60 comenzaban a apagarse… Y el deporte cumplía un rol no menor como arma defensiva en esa épica victoria burguesa. Un año después, la Guerra del Fútbol entre Honduras y El Salvador enterraba a los proletarios revolucionarios de ambos países bajo las bombas y el fervor nacionalista–religioso–deportivo. En los años subsiguientes, los estadios de Chile, Brasil y Argentina alternaban sus funciones de concentración de prisioneros y escenarios de espectáculos de masas. Y como bien sabemos, unos gritos silenciaban otros…
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Para profundizar en la crítica del deporte recomendamos los dos programas especiales realizados este mes en Temperamento Radio. Escuchalos en temperamentoradio.blogspot.com
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