domingo, 13 de octubre de 2024

NO ES DEPRESIÓN, ES CAPITALISMO

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En lo relativo a la denominada salud mental lo más apropiado es obtener nuestra perspectiva y orientación desde el amplio horizonte de las condiciones materiales de existencia. Lo importante de esta mirada es que pone en tensión el discurso patologizante que atribuye las causas del padecimiento al individuo y no a la sociedad de la que forma parte. A su vez, no acepta el deterioro de las condiciones laborales, habitacionales y de los vínculos interpersonales como mera responsabilidad de quien las padece.

Al lema liberal por excelencia “el pobre es pobre porque quiere” le corresponde “el depresivo es depresivo porque quiere”. De este modo, sería suficiente con “pensar positivamente” o “salir adelante”. La ideología de la libre elección insiste en que es cuestión de escoger la riqueza frente a la pobreza, el bienestar frente al malestar. Desde el punto de vista liberal, entonces, ya tenemos dos problemas: el inicial y elegir no solucionarlo.

El empobrecimiento económico provoca mayor depresión, así como la violencia intrafamiliar y las presiones laborales. Por su parte, el modo de vida de aislamiento y encierro, profundizado hace pocos años a partir del confinamiento social y obligatorio, hacen lo propio.

La depresión existe y no es suficiente con “tomar conciencia” y llamarla capitalismo. Es depresión y es capitalismo. Y si bien muchos de los males de este mundo no desaparecerán hasta que no desaparezca este modo de producción, negar su especificidad como depresión nos priva de la posibilidad de abordarla, si es que deseamos hacerlo.

“Salud mental”

Referirnos a la salud mental comienza a dejar de ser tabú, la cuestión es de qué manera la abordamos. El énfasis contemporáneo puesto en la salud mental o en las emociones es evidente. Es el tema predilecto de las nuevas series y películas. Se trata de un proyecto de explotación del territorio psicológico. Ninguna empresa puede tener como propósito visibilizar ni mucho menos colaborar en combatir los malestares, se trata de ganancias. Y es en esa catarsis colectiva que también producen un aliciente para la reproducción de esta sociedad. Una explotación similar comienza a asomar desde los espacios políticos y será cada vez más explícito ya que se trata de una problemática inocultable.

Pero ¿qué entendemos por “salud mental”? Podemos observar cómo, en este contexto, existe una tendencia a confundir o mezclar el “bienestar” con la “salud mental” lo que parece conducir a patologizar la infelicidad que ofrece esta sociedad.

“Salud” es entendido como ausencia de enfermedad. Y “bienestar” como la presencia de esa salud y de satisfacción personal. Cuando ambos conceptos se entremezclan en la noción de “salud mental” suponen un estado de bienestar, y cualquier malestar es susceptible de ser visto como “enfermedad mental”. Este es un riesgo que presentan las promesas capitalistas de felicidad. Felicidad e infelicidad que esta misma sociedad define.

Así, en esta generalización del inmediatismo, la impaciencia y por tanto la desesperación, podemos confundir una situación circunstancial con un malestar extenso que se experimenta interminable. Por ejemplo, confundir tristeza con depresión.

Considerada una enfermedad, generalmente, la manera de atender esta realidad es acudir a un experto para que actúe con un tratamiento y una tecnología específica: extirpar, rehabilitar, curar el problema de manera aislada. Así lo dictan las disciplinas e industrias que comercian con la salud y la enfermedad, en este caso las asociadas a la psiquiatría. No solo abordando el cerebro, sino otros órganos del cuerpo, el sistema inmunológico o lo que dicte el penúltimo “hallazgo científico”.

Argentina aún no es parte de aquellos países en los cuales se empastilla a la población sin miramientos, aunque hay una tendencia cada vez mayor a hacerlo. Para eso es preciso entender y abordar diferentes situaciones como si fueran una enfermedad solucionable a base de pastillas. Se trate de insomnio o del comportamiento de los niños entendido como “trastorno por déficit de atención”. El caso del duelo es un buen ejemplo: hoy se habla de “trastorno de duelo prolongado” ya que cada vez se permite menos tiempo debido a las exigencias y ritmos de esta sociedad. Según quienes dictan la norma a través del Manual Diagnóstico y Estadístico de los trastornos mentales (DSM), en su tercera edición de 1980 se consideraba normal el duelo de un año, en la cuarta versión de 1994 ya se había reducido a dos meses, en su quinta versión de 2013 quien permanece de duelo más de dos semanas después del fallecimiento de un allegado, “mostrando sentimientos de vacío, de tristeza o de fatiga” es considerado depresivo y debe ser tratado con medicamentos.

Para el paradigma dominante el razonamiento es simple: la raíz del problema de cada depresivo se encuentra en su interior (en su mente, en su alma o en sus genes). Se trataría de un fenómeno solucionable individualmente. Por eso las disciplinas que operan desde la división (mente/cuerpo, individuo/sociedad, interior/exterior) solo pueden empujar al individuo a que se vuelva hacia su interior, se trate de su alma o de su organismo.

Entender que las causas son sociales no significa que no podamos abordar los problemas individual o grupalmente (amistades, familia, pareja, colectivos). Si bien es cierto que ni en solitario ni en grupo podemos erradicar un problema social, hay un espacio de acción.

La intención con este artículo no es proponer métodos o guías; no las tenemos y nos parece un tema lo suficientemente delicado como para lanzar propuestas sin atender a cuestiones particulares. Sin embargo, visibilizar el problema de la depresión, ponerlo en común y compartir un marco de reflexiones, nos parece que puede colaborar a afrontarlo.

“… es capitalismo”

En el número anterior decíamos que vivir en una sociedad capitalista no nos hace capitalistas. Aunque todos, uno a uno, conformemos esta sociedad no significa que haya una igualación de responsabilidades ni de implicancias. No disponemos de medios de producción a través de los cuales explotar a otros, solo tenemos nuestra fuerza de trabajo para vender.

Una lectura posible de la raíz social de los problemas es la del tipo “chivo expiatorio”: “no es mi culpa”, en este caso “es el capitalismo”, sea lo que se entienda por eso. Y en lugar de asumir nuestro lugar en el modo de producción capitalista depositamos la culpa sobre otros, sobre nuestros “enemigos”. No es casual que estos modos de razonamiento estén asociados a la culpa de tipo religiosa.

La escisión dualista y cosificadora concibe los “males” sociales como elementos ajenos a un cuerpo “sano”. Esta mirada inadecuada nos puede hacer suponer que los individuos enfermos son los problemas de una sociedad sana. Por eso se aísla, se encierra o se mata a quienes se supone enferman el cuerpo social. O, por el contrario, podemos suponer que somos individuos sanos y que la sociedad nos enferma. De cualquiera de las dos maneras se estima que tanto sociedad como individuo son abstracciones sin un vínculo recíproco. Y generalmente estas percepciones parten del error de considerar al individuo como un dato natural o incluso punto de partida de la sociedad, cuando es la propia sociedad la que produce al individuo tal como la conocemos. Por ejemplo, no es el “individuo egoísta” el que crea la propiedad privada sino al revés.

Esta sociedad se empecina en convencerse de que los responsables de los malestares generales son simplemente las personificaciones de una dinámica social general: los inmigrantes, los pobres y los homosexuales para unos; y para los otros: los gobernantes de turno, quienes destruyen el planeta o los empresarios. Así, nuestra conciencia puede mantenerse tranquila, el problema se pone fuera: “es el otro”. Pero el nombrado “capitalismo” no funciona así.

“Politizar el malestar”

Afirmar que “lo personal es lo político” expone el vínculo entre lo social y lo personal. Pero hay un problema en considerar lo social como sinónimo de lo político. Es imposible hallar un sinónimo de “política” que no refiera a lo relacionado con el gobierno o el Estado. Vamos al diccionario: «1. Ciencia que trata del gobierno y la organización de las sociedades humanas, especialmente de los Estados. 2. Actividad de los que gobiernan o aspiran a gobernar los asuntos que afectan a la sociedad o a un país». ¿Es posible pensar lo colectivo por fuera, incluso, en contra del Estado? Consideramos que sí, esa es nuestra apuesta.

Más allá de la Real Academia Española y más acá de las dinámicas sociales, politizar o no la depresión, o lo relativo a la salud mental, es un importante debate a dar. Lo hemos visto en los últimos años en otras politizaciones: iniciativas y manifestaciones que sirven de apoyo “en las calles” a las políticas de los funcionarios estatales dentro de las instituciones, algunas abiertamente y otras como apoyo crítico o acrítico.

Afirmar que todo es político obstruye las posibilidades de discutir por fuera de la lógica política, del estatismo. En el caso de la salud mental, claro que en lo inmediato millones de personas precisan mejores políticas de Salud Pública, pero reducir todo el problema a eso y olvidar qué son la “salud pública” o el propio Estado que las brinda es un grave error para, justamente, nuestra “salud mental”.

En la politizada Argentina de las últimas décadas la frase “lo personal es lo político” tomó un matiz diferente. Ya no dice tanto que la política vaya hacia lo personal, sino que todo lo personal sea susceptible de ser incluido en la política, en el Estado. Es por eso que veremos cada vez más la defensa de la “salud mental” instrumentalizada en las campañas de los candidatos políticos, especialmente de los más jóvenes.

También existe la intención carroñera de hacer propaganda política basada en el malestar. Sobran ejemplos, en este caso podría ser la de aquellos que al utilizar la frase que da título a este artículo dejan leer entre líneas: “¿depresivo? Sumate a nuestro movimiento para salvarte”. Y así la depresión pasa a constituir una nueva romantización, una nueva identidad.

Y ya sabemos que una identidad necesita de un nosotros (depresivos) y de un ellos (el capitalismo que lo provoca). Una identidad política no puede aceptar participar en lo que ella misma detesta y se constituye en construir una diferencia: amigos y enemigos. Y no es que no los haya, pero forman parte de una misma dinámica social. Por eso pareciera mejor no intentar comprender, el rechazo parece ser suficiente. Pero no lo es. Una identidad política promete protección y salud a quienes adhieren, pero al igual que un político en campaña, no cumple.

A lo largo de los años también podemos observar el activismo o la militancia entendidas como terapia, como una búsqueda que proporcione consuelo para el malestar personal y su descontento. No se puede juzgar a nadie por esta búsqueda, pero advertirlo nos sirve para señalar cómo sobre esa situación algunos líderes buscan engrosar sus filas. La identidad política sueña constantemente con el crecimiento cuantitativo.

Asumir el carácter social de la depresión es necesario. Pero posiblemente necesitemos hacer un esfuerzo más. Más allá y contra la política. Más allá de los mensajes de pocos caracteres, los audios acelerados y los fragmentos de videos de corta duración. Más allá de la demanda de gratificación inmediata, de la confirmación y estabilización de una mentalidad predeterminada y de la promesa de felicidad de esta sociedad. Y así, aunque procedemos indirectamente hacia lo personal podemos abordar el problema.

Crisis del Capital, crisis existencial

La búsqueda de sentido en este mundo moderno puede provocar frustración. Buscamos sentido a la vida porque la vida en estas circunstancias no pareciera ser motivo suficiente. Una subjetividad en crisis está en íntima relación con las crisis capitalistas. Crisis que desestructuran tradiciones, roles y estereotipos sin llegar a reestructurarlos inmediatamente.

Yann Sturmer en su artículo Contra la utopía del capital. Pensar hoy con Giorgio Cesarano (2022) señala que con el fin del patrón oro a comienzos de los ‘70 pero también con el desarrollo de la automatización y las máquinas, el Capital comienza a depender cada vez más del crédito, del valor producido por los trabajadores supuestamente en el futuro, para asegurar su supervivencia: «[el Capital] Debe dominar el futuro, que alguna vez fue también el espacio de las proyecciones revolucionarias. Se vuelve así especulativo, una burbuja separada del lugar concreto de producción, que era la producción de valor mediante la fuerza de trabajo humana.»

¿Y qué es la ansiedad si no la preocupación por dominar el futuro? El miedo y/o la desesperación intensos, excesivos y continuos por no estar justamente aquí sino en un futuro hipotético, ficticio. La angustia de las personas endeudadas, obligadas a empeñar su presente y su futuro.

«Al volverse autónomo del mundo, de su límite material, el capital también arrastra a la humanidad a una pérdida total del mundo, de cualquier comprensión cosmogónica, de cualquier capacidad de captar y controlar lo que les sucede», agrega Sturmer.

Donde la lógica capitalista se presenta como el sentido de la vida, necesariamente entra en conflicto con la búsqueda de sentido para quienes no nos satisfacemos con las miserias, pero tampoco con los triunfos de esta sociedad. Nos sucede, aunque nos declaremos en contra o a favor, incluso indiferentes. Es evidente que no es necesario declararse anticapitalista para sufrir los malestares de este modo de producción.

Mark Fisher en Bueno para nada (2014) escribió «he llegado a tener un entendimiento diferente de mi depresión y de sus causas. Comparto mis propias experiencias de aflicción mental no porque crea que haya algo especial o único en ellas, sino para apoyar la afirmación de que muchas formas de depresión son mejor entendidas –y mejor combatidas– a través de marcos que son impersonales y políticos más que individuales y “psicológicos”.» Más adelante señala: «Mi depresión siempre estuvo atada a la convicción de que yo era literalmente un bueno para nada».

El desarrollo de los medios de producción y reproducción de nuestras vidas conlleva una transformación de nuestras subjetividades. Los nuevos “trabajos de mierda” como los llama David Graeber, tan inútiles «que incluso la persona que tiene que efectuarlo todos los días es incapaz de convencerse de que existe una buena razón para hacerlo». El autor del libro Trabajos de mierda, una teoría (2018) sostiene que más de la mitad del trabajo social no tiene propósito y se vuelve psicológicamente destructivo cuando se combina con una ética del trabajo que asocia el empleo con la autoestima. Es fácil sentirnos “buenos para nada” en el desempleo o en estos empleos.

Podemos agregar con Fisher que la cura no es conseguir un mejor empleo: «las marcas de clase están diseñadas para ser indelebles. Para aquellos a los que desde la cuna se les enseña a pensarse a sí mismos como inferiores, la adquisición de calificaciones o riqueza raramente será suficiente para borrar –sea en sus mentes o en las mentes de los demás– la sensación primordial de inutilidad que los ha marcado desde su más temprana edad.»

Lo más parecido, no a una cura, sino a una forma realista de afrontar el problema puede ser desobedecer el mandato burgués de felicidad, su moral del trabajo, o al menos comenzar a ponerlos en cuestión. Sabernos “buenos para nada” en un modo de producción en el cual ser “bueno” y triunfar solo es un mérito de acuerdo a sus propios términos.

¿DÓNDE HAY UNA NECESIDAD NACE UN DERECHO?

Es un secreto a voces que las relaciones sociales en el capitalismo se encuentran invertidas: son relaciones entre cosas donde los seres humanos somos reducidos a un medio. En tales circunstancias, no es de extrañar que las representaciones se confundan con lo representado, e incluso que los intereses de los representados se confundan con los de sus representantes. Es decir, los intereses de los gobernantes con los de los gobernados, los de los explotadores con los de los explotados.

El derecho moderno está determinado por las relaciones sociales capitalistas: igualdad abstracta, productores privados e independientes que socializan en el intercambio. Los poseedores de mercancías se ven a sí mismos como individuos libres e iguales entre sí. Esta igualdad formal entre capitalistas poseedores de medios de producción y subsistencia, y proletarios poseedores de su fuerza de trabajo, es la que hace posible la producción del plusvalor y la explotación del trabajo asalariado.

La igualdad, como concepto dominante de nuestra época, proviene justamente de la compra y la venta, del mercado. Si cada mercancía que llega al mercado puede igualarse a cualquier otra es porque el motivo de su producción no es su cualidad particular, su uso concreto, lo que importa es que va a ser cambiada por dinero, la mercancía por excelencia que representa todas las mercancías. Este proceso de igualación, que opera a partir del valor, es la clave de todo el derecho burgués que a veces los movimientos sociales empuñan como arma o escudo.

Mercancía y derecho son dos fenómenos inseparables e implicados recíprocamente. Por tanto, defender los derechos humanos como la cúspide del desarrollo humano, fruto de una ética ahistórica, es defender este mundo mercantil. Nos han dicho que allí donde hay una necesidad debe existir un derecho porque el derecho es natural al “Hombre”.

Por su parte, el Estado democrático conceptualiza la violencia de tal modo que le permite presentarse como ajeno a sus causas y, por tanto, como una potencial fuerza para el bien. A la violencia que excede su monopolio le opone el cumplimiento de los derechos. De este modo, busca garantizar la paz social de esta democrática sociedad.

Para el aparato jurídico existen situaciones aisladas y no relaciones sociales de producción. Abordar los problemas de manera social, críticamente, iría en contra de su propia función. Es por eso que el inmediatismo punitivista produce la culpabilización de individuos. Le es imposible “condenar” una relación social, porque para el individuo hay todo un entramado listo para juzgarlo, mientras que para la relación social no basta con aplicar dispositivos legales, ni hay satisfacción inmediata. Sin embargo, para mantener esa perspectiva conformista es preciso hacer abstracción de los agravios constitutivos de nuestra sociedad, desde el trabajo asalariado a la religión, de la represión al urbanismo.

Por otra parte, cuando se pide justicia y se habla de condenas, se pide al Estado y su Poder Judicial que resuelva una cuestión emocional para lo cual no fue creado y que es incapaz de satisfacer. Y aunque el apresamiento de algún asesino o agresor pueda dar algo de alivio a algunas personas implicadas en el hecho juzgado, es sabido que las causas de dicha violencia persisten. Más allá de que ninguna sentencia devuelve al familiar o amigo con vida, esta sociedad sigue produciendo asesinos, torturadores, agresores, depredadores.

En el fetichismo de las formas, es posible deslumbrarnos ante un grupo de personas que decidieron organizarse asamblearia y horizontalmente de manera espontánea para resolver sus problemas. ¡Claro que esto es importante! Pero no es indispensable, ni garantiza que dicha propuesta vaya a buen puerto por el mero hecho de su apariencia horizontal. En ciertos barrios de la región argentina, vecinos se auto-organizan para pedir más policías y leyes más duras… y ni la horizontalidad ni la reflexión colectiva han garantizado que lleguen siquiera a acercarse a la conclusión de que el robo entre miembros de una misma clase es inherente a la propiedad privada.

Por tanto, se trata de una cuestión de forma, pero también de contenido, que en última instancia determina las formas. En ciertas ocasiones, la acción revolucionaria (es decir, un contenido posible y el que nos interesa) se manifiesta de manera asamblearia, otras de manera clandestina, otras de manera minoritaria, sin consultar, y luego es asumida por la mayoría.

La lucha de clases de las últimas décadas se manifiesta en las calles, las rutas, fuera de las ciudades y hasta en los hogares. Es en la posibilidad de frenar la circulación más que la producción y en los reclamos al Estado más que a una empresa o un patrón donde se encuentra su carácter interclasista y ciudadanista, donde reside su carácter democrático.

Las revueltas desatadas en diferentes partes del mundo en las últimas décadas, así como los “nuevos movimientos sociales”, a pesar de su carácter interclasista y ciudadanista, dejan en claro la persistencia de la lucha de clases. A su vez, evidencian la diversidad que compone a nuestra clase. Debemos atender, no solo como punto de llegada sino de partida, la denominada cuestión de género, la sexualidad, la racialización, la familia, la naturaleza de la cual formamos parte.

Y en los reclamos de legislación social (aborto, ley de humedales) precisamos vincular lo que se percibe como “defectos” de la democracia con sus “aciertos” y advertir cómo se condicionan unos a otros. Para así, dejar de suponer al Estado como una forma de organización neutral a disputar y reconocerlo como lo que es: el garante de una sociedad dividida en clases, con la ganancia como dios y la democracia como su forma más apropiada.

 

* Extracto de un artículo de Cuadernos de Negación publicado en Dialéktica número 32, revista de filosofía y teoría social (primavera de 2023, Buenos Aires). Leer completo en:  cuadernosdenegacion.blogspot.com