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Esto causó un intenso revuelo, indignaciones, críticas, risas, pero ya pasó… Las palabras van y vienen. Desde las del patriota ministro de seguridad bonaerense Sergio Berni diciendo que «el ser nacional, tal cual lo describía Jauretche, es una mixtura de sangre criolla, indígena y extranjera, que nada tiene que ver con esa frase de que han bajado de los barcos», hasta las de latinoamericanistas aprovechando para recordar que lo que llegó de los barcos fue la colonización y el saqueo, refiriéndose a las carabelas que habían llegado siglos antes. No era de esos barcos que hablaba el imbécil del presidente, pero poco importaba. Los principales medios opositores no se indignaban tanto del racismo y la ignorancia presidencial, sino de la falta de diplomacia hacia los países del continente.
La dura realidad cotidiana poco parece ofender y lo que se dice parece molestar más que lo que se hace. De hecho, la política local, más aún de cara a las elecciones, plantea principalmente cuestiones de forma. El gobierno habla de derechos e inclusión, la oposición de la “república”, de la defensa de la institucionalidad. Ya no se habla de medidas económicas, de “modelos” productivos, quizás porque el margen de acción de la política sea cada vez más limitado en un contexto de crisis. Señalar la preponderancia de los discursos no quiere decir que no se hagan cosas, o que simplemente se oculte lo que se hace, sino que esta se relaciona con una particular forma de hacer, para mantener lo existente con el menor sobresalto posible. No decimos esto porque consideremos una cosa mejor que otra, sino para situar el momento en el que nos encontramos, y porque dichas lógicas no se encuentran separadas de una forma de decir y hacer de la sociedad en general. En las discusiones muchos pueden participar, opinar, incluso sentir la indignación en carne propia. Es parte de la fiesta de la democracia.
En algún momento de nuestra historia tomamos conciencia de que pensamos a través del lenguaje y comenzamos, entonces, a pensar el lenguaje mismo. En el desarrollo de este campo específico, se ha llegado al extremo de establecer que las palabras están separadas definitiva e irremediablemente del mundo material, en lo que se denominó “giro lingüístico”. Dicho argumento viene comúnmente aparejado a la noción de que el lenguaje constituye la realidad, que somos constituidos por discursos mientras que, en verdad, somos construidos por relaciones sociales, y en ese proceso producimos discursos. La sociedad produce los discursos, no los discursos a la sociedad. A menos que consideremos que «En el principio fue la palabra», tal como señala la vulgata de la Sagrada Biblia.
Desde esta perspectiva, tan presente en los tiempos que corren, el estudio de la historia se reduciría a un género literario más. Ya que nos basamos en textos y la realidad que analizamos es accesible por medio del lenguaje, aprenderíamos solamente “la representación discursiva de la realidad”. A partir del momento en que manipulamos sistemas simbólicos no existiría un barco “real”. Lo que pensamos como “realidad” no sería más que una convención de nombres y características. En efecto, según esta preponderancia otorgada al lenguaje, todo lo que se encuentra fuera de las palabras sería inconcebible por definición. Se supone, entonces, la necesidad de nombrar algo para hacerlo real, pero quizás se trate de hacer realidad lo aún no nombrado, que sopla desde el fondo de los tiempos.
«Afirmando que “la realidad consiste en lenguaje” o que el lenguaje “sólo puede ser considerado en sí mismo y por sí mismo”, los especialistas del lenguaje se pronuncian por el “lenguaje-objeto”, por las “palabras-cosas”, y se deleitan con el elogio de su propia reificación. El modelo de la cosa se hace dominante, y la mercancía encuentra una vez más su realización y sus poetas. La teoría del Estado, de la economía, del derecho, de la filosofía, del arte, todo tiene ahora ese carácter de precaución apologética.» (Internationale Situationiste nro. 10, Las palabras cautivas)
Barcos van y vienen
Hacia fines de abril concluía la licitación de la llamada Hidrovía Paraná-Paraguay, más precisamente del tramo principal desde la confluencia del Río Paraná con el Río Paraguay hasta la desembocadura del Río de la Plata. El gobierno inicialmente otorgó una prórroga por 90 días y luego resolvió que, tras dicho plazo, la gestión de este canal navegable pasará a manos del Estado a través de la Administración General de Puertos. Esta Sociedad del Estado se encargará del cobro de peajes, del control de la circulación en la Hidrovía y de contratar los servicios necesarios para garantizar su funcionamiento, como tareas de dragado, redragado y balizamiento. Se mantendrá de este modo al menos por doce meses, mientras se confecciona un nuevo pliego licitatorio donde se contemplan nuevas obras para adaptarse a los crecientes requerimientos de carga, así como la posibilidad de una gestión mixta con mayor injerencia del Estado.
Más allá de los claros fines recaudatorios y las pujas en torno a su administración, esta vía fluvial es de enorme importancia económica, tanto para la Argentina como para los países de la región. Desde el comienzo de su desarrollo hacia fines de los ‘80 las cargas se han multiplicado incesantemente, pasando de 700.000 toneladas en 1988 a cerca de 17,4 millones en 2010, llegando a 36 millones en 2015. El presidente de la Bolsa de Comercio de Rosario afirma que en 2020 se exportaron 70 millones de toneladas desde la zona del Gran Rosario. Se estima que un 80% de las exportaciones argentinas pasan por este canal, con la clara primacía de la soja y sus derivados.
El desarrollo de la hidrovía ha favorecido ampliamente la extensión de la producción de diferentes granos en la región, a lo que se ha sumado la progresiva instalación de plantas industriales como las aceiteras, puertos y terminales especializadas. El constante tránsito de barcos de ultramar y el asentamiento del cordón agroexportador destruyen sistemática e inevitablemente el río, parte elemental de la vida en este lugar de la tierra.
El impacto ambiental está en boca de todos, especialmente luego de un brutal año de quemas en las islas y frente a una bajante fluvial de cifras históricas. Los defensores del funcionamiento y desarrollo de la hidrovía ya tienen sus argumentos preparados y plantean, por ejemplo, que el impacto ambiental generado por el traslado de los barcos hacia la zona de la producción agrícola es muchísimo menor al del traslado de la carga hacia los puertos más cercanos al mar. Las discusiones técnicas, muy propias del ecologismo ciudadanista, resultan inocuas y hasta necesarias para el desarrollo del Capital. Presentadas de forma aislada, constituyen una clara expresión de la precaución apologética que referíamos. La realidad nos obliga, justamente, a la crítica de la totalidad. En el caso de nuestra región, la necesaria crítica de la hidrovía debe abarcar la producción regional en su conjunto. En el contexto actual, la enorme dependencia de las exportaciones del agro evidencia aún más que los problemas llamados ambientales sólo pueden resolverse con una profunda transformación social, con el rechazo de la valorización y la ganancia como dinamizadores sociales.
El barco de los necios
Motivos para la lucha sobran, pero parece, por lo pronto, tener más peso lo ofensivo de un discurso. Lo característico es la respuesta a este tipo de agravios, que usualmente no va más allá de una burla en las redes. Poco se difunden, se sienten y convocan sucesos como el asesinato a sangre fría del joven qom Josué Lago el 11 de junio; un nuevo caso de gatillo fácil a manos de la policía de Chaco, pocos días después de los dichos del presidente.
La normalidad continúa, mientras la jubilación mínima apenas supera los 23 mil pesos, mientras la inflación y la desocupación continúan creciendo. En tiempos de elecciones las acusaciones se agitan, pero es necesario recordar que la política no es una cuestión de nombres propios. No se trata de señalar los sucesos represivos, las aberraciones de uno u otro gobierno, sino de enfrentar la normalidad que estamos viviendo, que de nueva ya tiene poco.
Casi todos tenemos buenas razones para quejarnos. Pero, a menos que nuestro anhelo sea seguir quejándonos, es necesario cambiar de rumbo, aun contra viento y marea. Si seguimos este camino, tarde o temprano naufragaremos, y entonces los debates sobre las palabras, el derecho a quejarse, no valdrán de nada.
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