Un compañero nos recordaba que Lenin Moreno, presidente de Ecuador y por tanto artífice de la brutal represión contra el pueblo insurgente, fue militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) ecuatoriano en los años setenta y del partido Acción Popular Revolucionaria en los noventa. Títulos rimbombantes que en el resto de América Latina suenan familiares.
No hay de qué sorprenderse: toda organización política de izquierda aspira a administrar, ya sea por las armas o mediante elecciones democráticas, el Estado realmente existente, que es el Estado del Capital. El resultado es y será siempre el mismo: marionetas de la economía mercantil, no pueden hacer otra cosa que asegurar la ganancia empresarial y la gobernabilidad de la explotación, adormeciendo a los explotados con espectáculos folklóricos o bajándolos con balas de plomo, según cómo se den las cosas. Al final, el progresismo engaña masivamente sólo en tiempos de paz: su populismo demócrata, su feminismo de última hora, su sencillez fotogénica se acaba en cuanto llega la primera turbulencia, que pone al descubierto su verdadero rostro: el de perro guardián de recambio de un capitalismo que corre hacia la nada a lomos de una sociedad sin alma y sin futuro.
Por su parte en Chile se insiste con que la dictadura no terminó con Pinochet. Bien, si por “dictadura” se refieren a asesinatos, torturas y desapariciones a manos del Estado cabe decir que tampoco empezó con Pinochet.
Otro compañero, desconocido, que escribió un artículo titulado Estado, terror y rebelión, fechado el 28 de octubre, recordaba: «para una de las primeras grandes marchas del 2011, en el momento en que las Fuerzas Especiales de Carabineros comenzaron a atacarnos con palos, agua tóxica y gases, algunos ciudadanos gritaban: “¡Esta es la represión fascista del gobierno de Piñera!”. Les respondí que al parecer no habían estado nunca en la calle durante todo el período de gobiernos concertacionistas (1990-2010), porque era la misma represión, con la misma brutalidad, con la misma ilegalidad, y que incluso durante ese período se había reforzado con mejores equipos y apoyo político transversal desde la Unión Demócrata Independiente (UDI) al Partido Socialista (PS).
La vieja creencia democrática/izquierdista de que las Fuerzas Armadas y de Orden eran fieles y respetuosas guardianas de la Constitución y las leyes hasta el 11 de septiembre de 1973 es un mito que hay que destruir.
La policía torturaba y masacraba incluso en 1971, con el Estado conducido por partidos de la Unidad Popular, como demuestra Carlota Villabona (“Natacha”) en su libro recientemente publicado sobre su vivencia en la Vanguardia Organizada del Pueblo. Las torturas aplicadas a las compañeras de los vopistas incluyeron vejaciones sexuales, y causaron incluso abortos a las que estaban embarazadas. Por supuesto, la izquierda oficial guardó silencio.
Y la policía siguió torturando y masacrando después de que Pinochet le entregara la banda presidencial a Patricio Aylwin el 11 de marzo de 1990. El grueso de la izquierda no quiso darse cuenta de ese dato, y parte de ella se entregó de lleno al trabajo del aparato represivo a través de la Oficina de Seguridad Pública, dedicada sistemáticamente a la infiltración y desarticulación de los grupos que siguieron usando las armas en contra de la dictadura reciclada en “democracia de los acuerdos”. A los lautaristas y frentistas de mi generación se les combatió con delación, tortura, ejecuciones extrajudiciales y prisión política, y la Concertación de Partidos por la Democracia justificaba todos y cada uno de esos hechos, o miraba para el lado y guardaba silencio.
Además de esos eventos puntuales, el sistema penal del estado capitalista tiende permanentemente a violar sus propias leyes, en su funcionamiento cotidiano que rara vez es percibido, pues opera en las sombras de los calabozos y cárceles. A esa dimensión del funcionamiento del aparato represivo se le conoce en la criminología latinoamericana como “sistema penal subterráneo”, e incluye desde las detenciones arbitrarias e ilegales, hasta las vejaciones y torturas, además de desapariciones (como la de José Huenante) y ejecuciones extrajudiciales (como las que se han aplicado a Matías Catrileo, Alex Lemún y Camilo Catrillanca, dentro de un listado mucho más grande).»
Claro que un personaje terrorífico como Andrés Chadwick muestra las continuidades: hasta hace poco Ministro del Interior y Seguridad Pública de la UDI y décadas más atrás participante en la dictadura militar de Pinochet como miembro de la comisión legislativa de la Junta Militar de Gobierno y como fiscal del Ministerio de Planificación Nacional. Sin embargo, la aparición de estos personajes nefastos no explica la continuidad de las políticas de terrorismo de Estado. El Estado es terrorista con o sin Chadwick.
No hay de qué sorprenderse: toda organización política de izquierda aspira a administrar, ya sea por las armas o mediante elecciones democráticas, el Estado realmente existente, que es el Estado del Capital. El resultado es y será siempre el mismo: marionetas de la economía mercantil, no pueden hacer otra cosa que asegurar la ganancia empresarial y la gobernabilidad de la explotación, adormeciendo a los explotados con espectáculos folklóricos o bajándolos con balas de plomo, según cómo se den las cosas. Al final, el progresismo engaña masivamente sólo en tiempos de paz: su populismo demócrata, su feminismo de última hora, su sencillez fotogénica se acaba en cuanto llega la primera turbulencia, que pone al descubierto su verdadero rostro: el de perro guardián de recambio de un capitalismo que corre hacia la nada a lomos de una sociedad sin alma y sin futuro.
Por su parte en Chile se insiste con que la dictadura no terminó con Pinochet. Bien, si por “dictadura” se refieren a asesinatos, torturas y desapariciones a manos del Estado cabe decir que tampoco empezó con Pinochet.
Otro compañero, desconocido, que escribió un artículo titulado Estado, terror y rebelión, fechado el 28 de octubre, recordaba: «para una de las primeras grandes marchas del 2011, en el momento en que las Fuerzas Especiales de Carabineros comenzaron a atacarnos con palos, agua tóxica y gases, algunos ciudadanos gritaban: “¡Esta es la represión fascista del gobierno de Piñera!”. Les respondí que al parecer no habían estado nunca en la calle durante todo el período de gobiernos concertacionistas (1990-2010), porque era la misma represión, con la misma brutalidad, con la misma ilegalidad, y que incluso durante ese período se había reforzado con mejores equipos y apoyo político transversal desde la Unión Demócrata Independiente (UDI) al Partido Socialista (PS).
La vieja creencia democrática/izquierdista de que las Fuerzas Armadas y de Orden eran fieles y respetuosas guardianas de la Constitución y las leyes hasta el 11 de septiembre de 1973 es un mito que hay que destruir.
La policía torturaba y masacraba incluso en 1971, con el Estado conducido por partidos de la Unidad Popular, como demuestra Carlota Villabona (“Natacha”) en su libro recientemente publicado sobre su vivencia en la Vanguardia Organizada del Pueblo. Las torturas aplicadas a las compañeras de los vopistas incluyeron vejaciones sexuales, y causaron incluso abortos a las que estaban embarazadas. Por supuesto, la izquierda oficial guardó silencio.
Y la policía siguió torturando y masacrando después de que Pinochet le entregara la banda presidencial a Patricio Aylwin el 11 de marzo de 1990. El grueso de la izquierda no quiso darse cuenta de ese dato, y parte de ella se entregó de lleno al trabajo del aparato represivo a través de la Oficina de Seguridad Pública, dedicada sistemáticamente a la infiltración y desarticulación de los grupos que siguieron usando las armas en contra de la dictadura reciclada en “democracia de los acuerdos”. A los lautaristas y frentistas de mi generación se les combatió con delación, tortura, ejecuciones extrajudiciales y prisión política, y la Concertación de Partidos por la Democracia justificaba todos y cada uno de esos hechos, o miraba para el lado y guardaba silencio.
Además de esos eventos puntuales, el sistema penal del estado capitalista tiende permanentemente a violar sus propias leyes, en su funcionamiento cotidiano que rara vez es percibido, pues opera en las sombras de los calabozos y cárceles. A esa dimensión del funcionamiento del aparato represivo se le conoce en la criminología latinoamericana como “sistema penal subterráneo”, e incluye desde las detenciones arbitrarias e ilegales, hasta las vejaciones y torturas, además de desapariciones (como la de José Huenante) y ejecuciones extrajudiciales (como las que se han aplicado a Matías Catrileo, Alex Lemún y Camilo Catrillanca, dentro de un listado mucho más grande).»
Claro que un personaje terrorífico como Andrés Chadwick muestra las continuidades: hasta hace poco Ministro del Interior y Seguridad Pública de la UDI y décadas más atrás participante en la dictadura militar de Pinochet como miembro de la comisión legislativa de la Junta Militar de Gobierno y como fiscal del Ministerio de Planificación Nacional. Sin embargo, la aparición de estos personajes nefastos no explica la continuidad de las políticas de terrorismo de Estado. El Estado es terrorista con o sin Chadwick.
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