A quince años de aquel caluroso diciembre gritamos «¡que se vayan todos!». Porque es tan necesario como ayer, porque queremos mantener viva la memoria insurrecta.
Los años previos al 2001 fueron de una creciente agitación social, fundamentalmente a raíz del intenso ajuste vivido durante los años 90 que hundió a miles de personas en la miseria y la enfermedad. Explotación salvaje, precarización laboral y desempleo fueron elementos claves, dentro de una reestructuración capitalista a escala mundial, para entender los efectos dramáticos que la enorme concentración de riqueza por parte de la burguesía tuvo en la zona noreste y noroeste de Argentina, así como en las grandes conurbaciones como Córdoba, Rosario, Buenos Aires, y pueblos de la Patagonia.
Frente a esta situación, cientos de oprimidos cortaron rutas y realizaron alzamientos populares denominados “puebladas”, con cada vez más frecuencia, al punto que para diciembre de 2001 habían, al menos, cinco piquetes por día. Los métodos de lucha excedieron a las tradicionales organizaciones sindicales y de desocupados, traduciéndose los reclamos puntuales en expresión de las necesidades generales de los oprimidos.
También la represión fue creciente. A lo largo de la década distintas personas fueron asesinadas mientras protestaban, así, por ejemplo, oímos por primera vez los nombres Víctor Choque y Teresa Rodríguez, a la vez que aprendíamos de la ferocidad de la Gendarmería Nacional Argentina. Durante las jornadas de diciembre de 2001 esta violencia estatal se agudizó: asesinaron a treinta personas y encarcelaron a más de cuatro mil, dejando además una gran cantidad de heridos.
En aquellos días no perdimos el tiempo en buscar respuestas que ni el gobierno de La Alianza ni algún otro podría haber dado: pasamos a los saqueos, que, a diferencia de las medidas impulsadas por punteros y sindicalistas, no podían ser controlados ni previstos, ni daban lugar a negociación alguna. Por esta razón, el gobierno declaró un Estado de Sitio que fue desafiado en gran parte del territorio. Sin esperanzas en los gobernantes se clamó «que se vayan todos», y la represión ideológica a esa consigna y sus consecuencias prácticas duraron años, en los que todos los partidos políticos se unieron para volver a hacernos confiar en las instituciones del agraviado Estado.
Luego de hacer temblar de miedo a los burgueses, de que un presidente deba huir en helicóptero y ser reemplazado por otros cinco mandatarios en menos de veinte días y de que las personas rompan con sus roles intentando tomar las riendas de sus vidas, se volvió urgente y necesario para la clase dominante encauzar las cosas en la normalidad capitalista: relegitimar su poder de clase, restaurar la confianza en las instituciones burguesas, responder a las demandas populares que se pudieran canalizar en el sistema, dándole prioridad a la represión selectiva de los proletarios más rebeldes.
«Desde una perspectiva de lucha que oriente sus fuerzas a acabar con los problemas de raíz, resulta muy preocupante cómo en cada una de las últimas elecciones aumenta la participación de explotados en escoger a sus verdugos. De la apatía y el “voto bronca” en 2001, hoy nos encontramos en una circunstancia en la que cada ciudadano siente una profunda responsabilidad ante la urna. Votar no sería ya una obligación impuesta por el Estado sino un profundo deber cívico y ético, una responsabilidad individual que cambiaría drásticamente el rumbo de nuestras vidas.» (Gane quien gane, La Oveja Negra nro.33)
De lo dicho se desprende que la situación social ha cambiado. Estos últimos quince años la movilización social ha sido reprimida o asimilada e institucionalizada, en fin, democratizada. Los sindicalistas y punteros políticos de ayer siguen coherentes a su gimnasia contrarrevolucionaria, devenidos en políticos de poca monta y negociadores profesionales de la vida ajena, hace algunos días acordaron por escrito con el actual gobierno «que se abstendrán de cualquier situación conflictiva, cualquiera sea su naturaleza» hasta el 2019.
Más allá de lo que firmen algunos burócratas en tiempos de un duro ajuste, es claro que en términos sociales de movilización y lucha hemos perdido el hilo de combatividad en las calles, mientras veíamos cómo llenaban las ciudades de cámaras de seguridad y sancionaban la Ley Antiterrorista. Nunca dejaron de matarnos ni de explotarnos. Permitimos que nos fragmenten la capacidad de pensar y actuar fuera del chaleco de fuerza del Estado, al menos socialmente, parece imposible. Un estallido social en las actuales condiciones tendría características muy diferentes, lo entendemos, pero en esta actitud en apariencia pasiva se encuentra también latente la rabia y el dolor que nos impulsó a tomar medidas radicales en otro momento, por eso hoy seguimos buscando la reflexión colectiva e impulsando la lucha.
Del 2001 algunos insisten en recordar las “políticas neoliberales”, la pobreza y la desesperación. Olvidan, ocultan o desfiguran la protesta masiva, la desobediencia colectiva, la autoorganización, los ataques al Estado y su policía, a la propiedad privada. Esquivan que quienes se involucraron en la lucha social ya no eran los mismos que el día anterior; que algunos, en las mismas asambleas, ya no querían reemplazar al Estado, sino ir más lejos. Aquí tampoco queremos olvidar que muchos de los que participaron en aquellas protestas tampoco son ya los mismos, demostrando cómo los seres humanos somos transformados por los sucesos. De qué manera una persona relativamente obediente al poco tiempo puede verse involucrada en la autodefensa de su barrio, creando y destruyendo colectivamente, y cómo luego puede volver a esa relativa obediencia.
Insistimos en que lo importante es dejar de vivir como antes. Cuando un grupo de personas que no tienen costumbre de reunirse se juntan para debatir, organizar y conocerse, en lugares que no están designados para ello, se da una importante ruptura con la cotidianidad capitalista. Nada importante y beneficioso para nuestra humanidad sucede mientras nos quedamos en el lugar que nos fija la sociedad y respetamos las separaciones sociológicas, familiares e identitarias.
Esta primera ruptura puede ser una válvula de escape o una inversión ritual (los esclavos jugando a ser los amos un ratito) antes de volver a la normalidad. Pero puede sentar las bases para avanzar en la lucha revolucionaria. Ir más allá requiere algo más que reunirse y actuar juntos. Requiere superar lo que se ha creado, saberse capaces, ser conscientes de la propia fuerza.
Las personas explotadas no tenemos que administrar o gestionar esta sociedad que nos lanza al desahucio, el hambre, la necesidad, la tristeza, y también a la lucha. Tenemos que transformarnos a nosotros mismos y transformar la sociedad. Si en este artículo relacionamos un estallido social como el del 2001 con la necesidad de revolución, no es por una especulación abstracta o un aprovechamiento político. No estamos tirando agua para “nuestro molino”, porque no tenemos ningún molino. No tenemos necesidades propias que se distingan de las necesidades de nuestra clase. La lucha por lo que necesitamos es la lucha contra quienes nos lo niegan.
Los años previos al 2001 fueron de una creciente agitación social, fundamentalmente a raíz del intenso ajuste vivido durante los años 90 que hundió a miles de personas en la miseria y la enfermedad. Explotación salvaje, precarización laboral y desempleo fueron elementos claves, dentro de una reestructuración capitalista a escala mundial, para entender los efectos dramáticos que la enorme concentración de riqueza por parte de la burguesía tuvo en la zona noreste y noroeste de Argentina, así como en las grandes conurbaciones como Córdoba, Rosario, Buenos Aires, y pueblos de la Patagonia.
Frente a esta situación, cientos de oprimidos cortaron rutas y realizaron alzamientos populares denominados “puebladas”, con cada vez más frecuencia, al punto que para diciembre de 2001 habían, al menos, cinco piquetes por día. Los métodos de lucha excedieron a las tradicionales organizaciones sindicales y de desocupados, traduciéndose los reclamos puntuales en expresión de las necesidades generales de los oprimidos.
También la represión fue creciente. A lo largo de la década distintas personas fueron asesinadas mientras protestaban, así, por ejemplo, oímos por primera vez los nombres Víctor Choque y Teresa Rodríguez, a la vez que aprendíamos de la ferocidad de la Gendarmería Nacional Argentina. Durante las jornadas de diciembre de 2001 esta violencia estatal se agudizó: asesinaron a treinta personas y encarcelaron a más de cuatro mil, dejando además una gran cantidad de heridos.
En aquellos días no perdimos el tiempo en buscar respuestas que ni el gobierno de La Alianza ni algún otro podría haber dado: pasamos a los saqueos, que, a diferencia de las medidas impulsadas por punteros y sindicalistas, no podían ser controlados ni previstos, ni daban lugar a negociación alguna. Por esta razón, el gobierno declaró un Estado de Sitio que fue desafiado en gran parte del territorio. Sin esperanzas en los gobernantes se clamó «que se vayan todos», y la represión ideológica a esa consigna y sus consecuencias prácticas duraron años, en los que todos los partidos políticos se unieron para volver a hacernos confiar en las instituciones del agraviado Estado.
Luego de hacer temblar de miedo a los burgueses, de que un presidente deba huir en helicóptero y ser reemplazado por otros cinco mandatarios en menos de veinte días y de que las personas rompan con sus roles intentando tomar las riendas de sus vidas, se volvió urgente y necesario para la clase dominante encauzar las cosas en la normalidad capitalista: relegitimar su poder de clase, restaurar la confianza en las instituciones burguesas, responder a las demandas populares que se pudieran canalizar en el sistema, dándole prioridad a la represión selectiva de los proletarios más rebeldes.
«Desde una perspectiva de lucha que oriente sus fuerzas a acabar con los problemas de raíz, resulta muy preocupante cómo en cada una de las últimas elecciones aumenta la participación de explotados en escoger a sus verdugos. De la apatía y el “voto bronca” en 2001, hoy nos encontramos en una circunstancia en la que cada ciudadano siente una profunda responsabilidad ante la urna. Votar no sería ya una obligación impuesta por el Estado sino un profundo deber cívico y ético, una responsabilidad individual que cambiaría drásticamente el rumbo de nuestras vidas.» (Gane quien gane, La Oveja Negra nro.33)
De lo dicho se desprende que la situación social ha cambiado. Estos últimos quince años la movilización social ha sido reprimida o asimilada e institucionalizada, en fin, democratizada. Los sindicalistas y punteros políticos de ayer siguen coherentes a su gimnasia contrarrevolucionaria, devenidos en políticos de poca monta y negociadores profesionales de la vida ajena, hace algunos días acordaron por escrito con el actual gobierno «que se abstendrán de cualquier situación conflictiva, cualquiera sea su naturaleza» hasta el 2019.
Más allá de lo que firmen algunos burócratas en tiempos de un duro ajuste, es claro que en términos sociales de movilización y lucha hemos perdido el hilo de combatividad en las calles, mientras veíamos cómo llenaban las ciudades de cámaras de seguridad y sancionaban la Ley Antiterrorista. Nunca dejaron de matarnos ni de explotarnos. Permitimos que nos fragmenten la capacidad de pensar y actuar fuera del chaleco de fuerza del Estado, al menos socialmente, parece imposible. Un estallido social en las actuales condiciones tendría características muy diferentes, lo entendemos, pero en esta actitud en apariencia pasiva se encuentra también latente la rabia y el dolor que nos impulsó a tomar medidas radicales en otro momento, por eso hoy seguimos buscando la reflexión colectiva e impulsando la lucha.
Del 2001 algunos insisten en recordar las “políticas neoliberales”, la pobreza y la desesperación. Olvidan, ocultan o desfiguran la protesta masiva, la desobediencia colectiva, la autoorganización, los ataques al Estado y su policía, a la propiedad privada. Esquivan que quienes se involucraron en la lucha social ya no eran los mismos que el día anterior; que algunos, en las mismas asambleas, ya no querían reemplazar al Estado, sino ir más lejos. Aquí tampoco queremos olvidar que muchos de los que participaron en aquellas protestas tampoco son ya los mismos, demostrando cómo los seres humanos somos transformados por los sucesos. De qué manera una persona relativamente obediente al poco tiempo puede verse involucrada en la autodefensa de su barrio, creando y destruyendo colectivamente, y cómo luego puede volver a esa relativa obediencia.
Insistimos en que lo importante es dejar de vivir como antes. Cuando un grupo de personas que no tienen costumbre de reunirse se juntan para debatir, organizar y conocerse, en lugares que no están designados para ello, se da una importante ruptura con la cotidianidad capitalista. Nada importante y beneficioso para nuestra humanidad sucede mientras nos quedamos en el lugar que nos fija la sociedad y respetamos las separaciones sociológicas, familiares e identitarias.
Esta primera ruptura puede ser una válvula de escape o una inversión ritual (los esclavos jugando a ser los amos un ratito) antes de volver a la normalidad. Pero puede sentar las bases para avanzar en la lucha revolucionaria. Ir más allá requiere algo más que reunirse y actuar juntos. Requiere superar lo que se ha creado, saberse capaces, ser conscientes de la propia fuerza.
Las personas explotadas no tenemos que administrar o gestionar esta sociedad que nos lanza al desahucio, el hambre, la necesidad, la tristeza, y también a la lucha. Tenemos que transformarnos a nosotros mismos y transformar la sociedad. Si en este artículo relacionamos un estallido social como el del 2001 con la necesidad de revolución, no es por una especulación abstracta o un aprovechamiento político. No estamos tirando agua para “nuestro molino”, porque no tenemos ningún molino. No tenemos necesidades propias que se distingan de las necesidades de nuestra clase. La lucha por lo que necesitamos es la lucha contra quienes nos lo niegan.