Las elecciones presidenciales 2023
parecen obturar cualquier capacidad reflexiva. Luego de las PASO, los
candidatos del gobierno actual, sus cómplices y sus votantes nos dicen
que los cambios se hacen en las urnas. En estos tiempos de visible
abstención electoral nos dicen que votar no sería ya una obligación impuesta por el Estado sino un profundo deber cívico y ético.
El posicionamiento anti-Milei hace un llamado abierto a que prosiga el gobierno nacional actual. Es el acompañamiento al Ministro de economía de un país que tiene a la mitad de la población en la pobreza.
Claro que es sorprendente que un tercio de
los votos vaya a la propuesta de La Libertad Avanza, pero no lo es
menos el que otro tercio vaya a Massa y el otro a Bullrich.
Sin embargo, vale la pena relativizar. En
realidad, en cada cifra estamos hablando de la mitad, ya que el 50% de
la población obligada a votar decidió abstenerse, anular o votar en
blanco. Por otra parte, el miedo ideológico y selectivo que hace temer
por Milei, debe saber que Milei deberá “peronizarse” si quiere durar.
Desde hace tiempo viene ablandando su discurso, y así pasó de la
propuesta de quema del banco central a asegurar que no quitará las
ayudas sociales. Incluso comienza a poner en duda algunos de sus
caballitos de batalla como la dolarización.
Los 40 años de democracia se festejan a
pura elección. En la mayoría de las provincias se realizan cuatro
elecciones entre primarias y generales y, si hay balotaje, serán cinco.
Millones de pesos gastados en impresión de boletas, publicidad,
logística y quién sabe qué más. La fiesta de la democracia sale cara. En
esta borrachera institucional donde la pasan bien unos pocos
proponemos, a contracorriente, ir más allá de los discursos dominantes.
Para el fanatismo demócrata es más preocupante el discurso liberal que la realidad liberal de pobreza, ajuste y recortes.
El desprecio por la realidad es tal que no importan las cifras o
siquiera la percepción inmediata. Imaginemos por un momento que Massa
dijese que hay que votarlo para mantener medio país en la pobreza, para
que continúe el trabajo precario, para que la inflación se coma los
salarios y ayudas sociales, para que sea cada vez más difícil alquilar
una vivienda… sería el acabose. Pero como no dice eso y se lo asocia
simbólicamente al progresismo, es lícito avalar todo su proceder
llamando a votarlo, incluso con la nariz tapada “para que no gane la
derecha”.
El día después de las PASO hubo un
incremento del dólar oficial del 22%, llevando el precio del dólar de
285 a 350 pesos, con su correspondiente impacto inflacionario. Algo
similar había ocurrido con la victoria aplastante de Fernández sobre
Macri en las PASO de 2019 que auguraba no habría balotaje, y es de
esperar otra escalada de ajuste durante esa zona gris de incertidumbre
entre las próximas elecciones y la asunción del próximo presidente. Sean
candidatos pro-mercado o pro-regulación, los “mercados” y los gobiernos
continúan ajustando. Se echarán la culpa
unos a otros para continuar haciendo creer que no es una cuestión de
lucha de clases sino un problema político.
El fenómeno Milei
Javier Milei, por su parte, encarna la
bronca pero también la esperanza. Es la nueva mercancía electoral por
excelencia y está en boca de todos. Sus compradores afirman que está
libre de culpas y se lo puede votar porque no es “casta”. Posteriormente
podrán decir que no cumplió lo prometido, que no lo dejaron gobernar, o
que no tuvo la posibilidad de ser presidente y cambiar el rumbo del
país, etc., etc.: la historia del votante argentino promedio que es decepcionado una y otra vez, desde la urna hasta la tumba.
Pero no es solo eso: Milei dirige sus
promesas y discursos a sus “bases” en un formato no convencional. Se
refiere a necesidades inmediatas de la población: pobreza, inseguridad,
imposibilidad de progresar. Luego tiene pobres argumentos como acabar
con la emisión monetaria para acabar con la inflación, pedidos de mano
dura u otros disparates como la venta de órganos o la libre portación de
armas.
El progresismo repartido entre el gobierno
oficial y la izquierda parlamentaria concluyó que, si Milei gana, es
culpa de ellos. Las personas no tendrían voluntad propia. Por supuesto
que todos los gobiernos son responsables, pero la autocrítica no suele
referirse a lo que han hecho, sino a su capacidad de convencimiento. No
por nada cala la idea de la “batalla cultural”. Si el vulgo elige bien o
mal, es gracias a ellos. Un complejo de tutor que advirtió que las
políticas identitarias, de género, etc. no dieron los resultados
esperados.
Es cierto que los liberales tratan sobre demandas populares, y es por eso que inciden en parte de la población.
Se hacen eco entre quienes no temen “perder derechos” porque no los
tienen, porque trabajan en la informalidad, porque no tienen trabajo,
porque alquilan sin contrato, porque habitan pensiones, porque toman
tierras, porque sobreviven en los márgenes de la legalidad. A esa
población se dirige el progresismo desde su frasco.
¿Cómo no va a votar a Milei una fracción
de esta población golpeada por gobiernos oficialistas y opositores los
últimos años? Las ofrendas ideológicas pueden servir a quien está
demasiado convencido, para el resto no tienen sentido. Milei
promete además que el ajuste debe hacerse sobre la “casta” política, a
diferencia de los otros que siempre amenazan con ajustar los cinturones y
salvar ricos, a defender burgueses y presidentes. Y los ingenuos
seguidores de Milei creen que es el primer candidato que cumplirá sus
promesas porque no proviene de la política.
De igual modo, promete cambios violentos,
no transar con las otras fuerzas políticas, no comerciar con países
“comunistas” como China, acabar con las instituciones fracasadas del
Estado, con el banco central. Y, como broche de oro, asegura puede
hacerse en base a las mismas recetas liberales que llevaron a la peor
crisis económica de la historia reciente. Canaliza la bronca contra los políticos hacia los parlamentos y el descontento económico hacia la economía nacional.
Una habilidad admirable para sus contrincantes que comienzan a tomar
nota e imitar. Es suficiente con advertir que movió todos los debates
hacia los temas que planteó, hacia el terreno de la teoría liberal e
impuso, como dicen los periodistas, su “agenda política”.
Quienes están disconformes con la
situación del país (y no es para menos) pueden fácilmente empatizar con
un personaje mediático que tiene un discurso supuestamente disruptivo,
inflexible, agresivo. Solo los conformistas amantes del gobierno,
abiertamente adictos o acompañantes críticos no pueden entender la
situación.
La rebeldía se volvió de derecha, ¿y?
Ya no quedan dudas de que gran parte
del descontento social es canalizado por derecha; se trata de un
fenómeno que sucede en varios países. Si la rebeldía es apropiada por la derecha, ¿eso significa que debería volver a la izquierda?
¿A una izquierda que en Argentina es simplemente un furgón de cola del
kirchnerismo? ¿Una izquierda que propone exactamente lo mismo que el
progresismo y que por eso no tiene más opción que plantearlo por la vía
parlamentaria e institucional?
La perspectiva obrerista y reformista de
izquierda pertenece al pasado. El progresismo actual es un mero gestor
del capitalismo reestructurado, que mantiene lo esencial del
“neoliberalismo” del que dice oponerse bajo un discurso a medida de los
nuevos movimientos sociales y políticas de mera contención social. La
izquierda se halla completamente desorientada, buscando construir un
nuevo sujeto en base a viejos paradigmas. Ahí reside su total impotencia
y su derrotero.
Además del interrogante de por qué la
rebeldía se volvió de derecha hay que preguntarse a su vez por qué el
reformismo de izquierdas, por más combativo que pueda ser, no toma
cuerpo en la clase proletaria. Para nosotros, el contexto de las últimas
décadas de capitalismo reestructurado y el evidente fracaso progresista
constituyen un evidente punto de partida para cuestionar el derecho, el
reformismo, y dejar de expresar nuestras necesidades y luchas en el
lenguaje de los amos. En lugar de construir una “nueva izquierda” o de
darle consejos a la vieja, abogamos por la ruptura revolucionaria.
Desde los sectores más críticos de la
izquierda se señala que el progresismo entre el desconcierto y el gesto
despectivo hacia el neoderechismo, se abroquela en la corrección
política y corre el riesgo de volverse parte del estatus quo. Demasiado
tarde, ya es parte del estatus quo, y es su pata izquierda para que no
se tambalee.
Cuando desde este boletín hablamos de “izquierda del Capital” no es un simple insulto. No
hablamos de una izquierda que ha sido cooptada o corrompida, nos
referimos a una forma particular de gestión capitalista y su
correspondiente expresión ideológica de acuerdo al contexto. Hoy
en día esta izquierda del Capital es eminentemente progresista y ha
perdido, progresivamente, cualquier cariz de transformación social
profunda.
Entonces, ¿por
qué la izquierda debería recuperar las banderas de la transgresión? Si
se trata históricamente de integración a la sociedad capitalista; de integrar sus instituciones, sus empresas, sus leyes, sus gobiernos, sus universidades.
La izquierda parlamentaria en Argentina
puede mantenerse fuera del progresismo en el poder, pero piensa como
tal. Por eso ya ni hablan de clases sociales, apuntan a los “excesos”
pero no al modo de producción capitalista. Por eso se dedican a la
vulneración de derechos, al “extractivismo”, al “gatillo fácil”, al
Fondo Monetario Internacional pero no al fondo de la cuestión. No ven
las causas de los problemas en el Estado que quieren dirigir ni en la
economía capitalista que desean administrar. Llaman a votar en tiempos
de voto en blanco, voto nulo y abstención. Se dirigen a los
kirchneristas desencantados, a las “bases rebeldes” del peronismo, sea
lo que sea que eso signifique.
La mejor versión de la izquierda es la que
promete a los trabajadores seguir siendo trabajadores. Negociar nuestra
fuerza de trabajo a través de los sindicatos para, a lo sumo, repartir
un poquito mejor cuando hay viento a favor, pero sin alterar la
sociedad. Se trata de mediadores históricos, un estrato de especialistas
con la intención de mantener inalterables los polos de la relación
capitalista… pero por las buenas.
La misión de
la izquierda ha sido y es estabilizar la acumulación de capital y evitar
o suavizar sus crisis. Incluidas las “crisis” con insurrecciones
proletarias que vienen “suavizando” por todos los medios necesarios. El
enfoque tradicional dice que a mayor crisis económica y peores
condiciones de vida del proletariado (sea este empleado o desempleado,
de cualquier género, color y capacidad) hay un mejor ambiente para el
alza de la izquierda y los sindicatos. Pero la izquierda y el
progresismo, tras el estallido del 2001 y la llegada del kirchnerismo,
no aparecen como alternativa sino como responsables del momento actual.
Así, en este ciclo infernal, aparece una renovada defensa del mercado
con un ropaje a la moda de las nuevas derechas.
En Argentina la pobreza llega al 45%, la
inflación supera el 120%, la economía está estancada desde hace más de
diez años, crece el descontento con los partidos políticos
tradicionales. Parece haber un agotamiento pero sin estallido. Las
condiciones parecen estar dadas, pero ¿para qué?
¿Qué tenemos que hacer entonces los
anticapitalistas? ¿Hacer una economía crítica o crítica de la economía?
¿Hacer política crítica o crítica de la política? ¿Hacer acompañamiento
de este carro fúnebre o proponer una ruptura?
¿Ultraderecha o ultracapitalismo?
La burguesía ya no dice que esta es la
mejor sociedad posible, dice que es la única que hay. Hace parecer
cierto, así, aquello de que “es más fácil imaginar el fin al mundo que
el fin del capitalismo”.
De este modo, personajes como Grabois
parecen críticos del capitalismo solo porque consideran que hay que
mejorar las relaciones entre explotadores y explotados, entre
propietarios y no propietarios, porque piensan que hay que repartir
mejor los recursos para mantener la paz social. Se
ha erradicado del imaginario social la posibilidad del fin del
capitalismo, de derecha a izquierda. Ahora no podemos sorprendernos
cuando los pobres eligen la forma más capitalista de hacer capitalismo.
Evidentemente parece más realista intentar
disminuir la miseria y repartir las ganancias, aunque no lo estarían
haciendo. Pero de lo que se trata es del fin de los administradores de
la miseria y de la ganancia. Del fin del Estado y la mercancía. Esto no
es posible de inmediato o al interior de esta sociedad. Para comenzar a
pensar una propuesta anticapitalista no podemos seguir suponiendo una de
las opciones burguesas como más cercana a esos objetivos.
¿Por qué el
descontento se vincula a los discursos liberales de derecha y no a la
izquierda progresista (que también es bastante liberal)? Quizás
porque las condiciones sociales son más propicias hacia el liberalismo
que plantea un reaccionario como Milei. Porque el individualismo al que
empuja el capitalismo es cada vez más parecido a una guerra de todos
contra todos, porque no hay demasiados derechos donde reina el trabajo
sin registrar y la desocupación, porque las políticas de género fracasan
frente a los problemas reales de la división de género de esta sociedad
machista, porque la derecha promete reprimir sin medias tintas, porque
prometen meter bala y cárcel a los delincuentes de poca monta, porque el
Estado responde poco y mal frente a los problemas de salud pública.
Milei no nos
da la libertad de morirnos de hambre si no queremos o no podemos
trabajar, solo la exhibe. Esa libertad nos la da el modo de producción
capitalista. No nos morimos de hambre, enfermedad o penuria a
fuerza de discursos liberales, sino a fuerza de condiciones materiales
de existencia garantizadas por la clase burguesa y por cada candidato.
Incluso, y hoy específicamente, por funcionarios como Massa, candidato
estrella del “voto antifascista”.
“Que se vayan todos” y “casta”
Cuando Milei ganó inesperadamente las PASO, sus militantes cantaron “que se vayan todos”. Amarga
victoria de la antipolítica que cede la confianza a nuevos políticos.
Más de veinte años después del 2001, el “que se vayan todos” es un
reclamo por derecha. Quienes piensan adecuadamente con el poder solo recuerdan la miseria. Podrían votar a Massa y cantar: “que se queden todos”.
La movilización social ha sido reprimida o
asimilada e institucionalizada, en fin, democratizada. (…) Del 2001
algunos insisten en recordar las “políticas neoliberales”, la pobreza y
la desesperación. Olvidan, ocultan o desfiguran la protesta masiva, la
desobediencia colectiva, la autoorganización, los ataques al Estado y su
policía, a la propiedad privada. (…) Esta primer ruptura puede ser una
válvula de escape pero también puede sentar las bases para avanzar en la
lucha revolucionaria. Ir más allá requiere algo más que reunirse y
actuar juntos. Requiere superar lo que se ha creado, saberse capaces,
ser conscientes de la propia fuerza. (La Oveja Negra nro. 44, 2001 - ¡Qué se vayan todos! - 2016)
Sin embargo, hoy el problema no es simplemente una crisis de representatividad. No es la “casta” como dicen desde la derecha ni la “clase política” como dicen por izquierda.
No pueden ser el problema porque tales cosas no existen… a pesar de que
ahora los opositores de Milei se ocupen de decir que en realidad es él
la verdadera casta.
Se trata de
una puja por instalar falsos antagonismos, un esfuerzo de la clase
dominante, en competencia interna, por imponer una caracterización
social funcional, ocultando a la vez la compleja trama del capitalismo y
sus propias contradicciones. La “casta política” se ofrece como
el objeto de repudio más inmediato, más simple de señalar y propio de
una época en la que la política como herramienta burguesa de
reproducción y transformación viene manifestando su impotencia frente a
las crecientes problemáticas sociales.
La construcción de ese enemigo común
frente a “las necesidades de los individuos” (por izquierda hablan de
“pueblo”) es más que un eslogan de campaña. Es una construcción simple,
de rápida identificación práctica, fácil de asimilar para la pereza
intelectual y la bronca generalizada, como la raíz de todos los males.
Con esto no estamos diciendo que la representación política no sea parte
de la opresión capitalista, sino que esta puede asumir diversas formas y
discursos, manteniendo intacto el fondo de la cuestión: una sociedad de
explotación basada en la ganancia.