El mismo sistema que prohíbe abortar es el mismo que luego determina a hacerlo, cada vez que las condiciones de existencia truncan la posibilidad de embarazo, incluso deseado. Ya sea por falta de un salario adecuado o no tenerlo, por la angustia y la insalubridad del hogar o el sentimiento de no querer ser madres.
Hay quienes llegan a justificarlo solamente en caso de abuso sexual o si la mujer no tuvo la “culpa”, en cambio, si se trató de placer o algo similar debería aceptar el castigo, “para que aprenda”. Entonces no se trata de una cuestión de si el feto es un bebé o no, se trata de premiar y castigar conductas consideradas apropiadas o inapropiadas.
Es por esto que desde una crítica radical, y por tanto social, tampoco se trata de tomar parte en ese debate, respondiendo a los movimientos “provida” e intentando especificar a partir de cuándo un embrión es un bebé y por ende cuándo un aborto sería o no un asesinato. Porque no se trata de estar a favor o en contra, sino de la posibilidad de decidir, de no morir en el intento. Dentro del territorio dominado por el Estado argentino, se producen alrededor de 450.000 abortos clandestinos por año, y una mujer muere por semana a causa del riesgo que conllevan. Conocidas y cada vez más ampliamente difundidas son estas cifras que, sin embargo, no dejan de sorprendernos. Si se quita el peso de la ley ninguna mujer estará obligada a abortar, pero en estos momentos ninguna está posibilitada de hacerlo sin incurrir más o menos en la ilegalidad con riesgos de perder la vida, determinados por lo que pueda pagar, ya que las que mueren son en su mayoría pobres.
La sociedad que eleva la maternidad a una virtud casi sagrada es la misma que en la práctica niega la responsabilidad y posibilidad de las mujeres a parir según otras concepciones a las impuestas. Enfrentándolas a la denigrante violencia obstétrica, cumpliendo así el viejo mandato bíblico «parirás con dolor». Es la sociedad que considera buena madre y buen padre a quien delega en distintas instituciones la crianza de los hijos desde bebés. Es la que roba la infancia en sus centros de adoctrinamiento estatales, privados y religiosos y que trata a los más pequeños como lisiados emocionales.
La función reproductiva no es un destino intrínseco a la condición femenina. En esta sociedad de la explotación la maternidad está completamente atravesada por las exigencias del mercado de la fuerza de trabajo y del control político. La planificación capitalista, regulada por el Estado, implica a nivel mundial no solo el genocidio a través del hambre y de la guerra sino también el cálculo poblacional en torno a la necesidad de fuerza de trabajo.
El Estado se ha encargado sistemáticamente de esterilizar a comunidades y grandes porciones de población a su antojo. La industria farmacológica luego de testear su productos sobre animales los prueba durante años sobre nosotras, así como hicieron y siguen haciendo con las pastillas anticonceptivas, de las cuales se van descubriendo efectos cada vez más nocivos en la salud. En la mayoría de los países americanos se han aplicado políticas eugenésicas que afectaron especialmente a ciertos sectores sociales. Durante los 60 y 70 miles de mujeres de origen mexicano, afroamericano, puertorriqueño y de grupos originarios fueron esterilizadas sin consentimiento en los Estados Unidos. En la década de los 90 por lo menos 250.000 mujeres indígenas fueron esterilizadas en Perú.
Desde mediados del siglo XIX la función reproductiva ha estado regulada por la legislación burguesa. Primero en su acepción más prohibitiva, luego con la inclusión de determinadas excepciones. Posteriormente, a mediados del siglo XX, se comenzó a ver cómo se relajaba la punitividad del aborto, sobre todo en regiones desarrolladas que tenían saldos inmigratorios positivos y cuya población nativa disminuía progresivamente sus tasas de natalidad. Casos aparte son situaciones como las de China o India, donde rigen todavía mandatos de hijo único y campañas de esterilización (legales o ilegales) sobre sus poblaciones. Sorprende la ligazón histórica inmediata que ha existido siempre entre trabajo disponible para el Capital y legislación sobre el aborto, especialmente porque es un tema del que se supone que la principal diferencia entre ambas posturas es de raigambre teológica.
«Al determinar los métodos del control de la natalidad, se determinan en consecuencia los términos de la relación entre hombres y mujeres, y entre las mujeres y la sociedad en conjunto. Si en algún momento han tenido necesidad de un gran número de mujeres como fuerza de trabajo han estado prontos rápidamente a darnos una variedad de eficaces (si bien bárbaros) métodos de control de natalidad.» decía en 1971 el Movimento di Lotta Femminile de Padua (Italia).
La prohibición del aborto, por sus consecuentes muertes y daños físicos y psíquicos graves, debe ser considerada como otro de los ataques que impone esta sociedad a la condición femenina. Otra de las numerosas desposesiones históricas que realiza la sociedad capitalista sobre una práctica ancestral. Primero despojando el conocimiento mismo y luego además penando a quienes se atrevan a realizarlo. En este sentido, es importante comprender que las muertes producidas por abortos clandestinos son la consecuencia de esa desposesión histórica, cuando el Estado capitalista destruyó la vida comunal y todo un mundo de prácticas autónomas, dentro de las cuales aquellas referidas a las que hoy conocemos como “medicina” eran mayoritariamente llevadas a cabo por mujeres. Luego de siglos de desposesión, hoy en día esto se traduce en que las proletarias y los proletarios nos veamos obligados a recurrir al Estado para conocer nuestro cuerpo y curarlo, a ese mismo Estado que nos desposeyó y nos continúa robando las vidas día a día. Sin embargo esto no es irrebatible, debemos hacernos conscientes de estas contradicciones para superar este orden de cosas.
Es necesaria y urgente la despenalización del aborto. Es necesario rechazar los sermones de la moral cristiana así como también los mandatos del individuo propietario de sí mismo. Porque consideramos importante evidenciar lo peligroso de considerar al cuerpo primero como un elemento separado de nuestro ser, nuestro entorno, y luego como una propiedad privada. ¡Nuestros cuerpos no son nuestros! ¡Somos nuestros cuerpos!
Si el Estado y el Capital se entrometen en cada rincón de nuestras vidas ¿por qué no lo harían cuando parimos o no queremos continuar con un embarazo? Su problema no es que se aborte o no se aborte, su problema es que escape a su control quiénes, cuando y cuántas abortan en relación a sus necesidades.
Expresarse, conversar y manifestarse por la posibilidad del aborto no puede ser un simple tema de agenda política. Hay que superar la lógica de apoyar desde afuera lo que se trata dentro de un congreso. Es necesario luchar por fuera y contra las instituciones. Es preciso hablar también de métodos anticonceptivos y por tanto de la industria farmacéutica, de la megamáquina tecnoindustrial que hay detrás. Es importante también pensar qué tipos de abortos podrían efectuarse y dónde ¿en los malsanos hospitales públicos, en clínicas privadas que podrá pagar quien pueda, o dónde? Hablar de machismo, de cultura, de religión. Pero también hablar de ciencia, de salarios, de vivienda, de migrantes y refugiados, y de un largo etcétera. Por eso desde un comienzo decíamos que no tiene sentido plantear el problema como una cuestión ética o como una decisión personal y nada más. Se trata en definitiva de qué mundo queremos habitar, y en lo inmediato impedir las muertes y los daños evitables.
En cada lucha tomamos fuerza, es preciso también asumir lo que somos y lo que podemos ser y hacer.
Hay quienes llegan a justificarlo solamente en caso de abuso sexual o si la mujer no tuvo la “culpa”, en cambio, si se trató de placer o algo similar debería aceptar el castigo, “para que aprenda”. Entonces no se trata de una cuestión de si el feto es un bebé o no, se trata de premiar y castigar conductas consideradas apropiadas o inapropiadas.
Es por esto que desde una crítica radical, y por tanto social, tampoco se trata de tomar parte en ese debate, respondiendo a los movimientos “provida” e intentando especificar a partir de cuándo un embrión es un bebé y por ende cuándo un aborto sería o no un asesinato. Porque no se trata de estar a favor o en contra, sino de la posibilidad de decidir, de no morir en el intento. Dentro del territorio dominado por el Estado argentino, se producen alrededor de 450.000 abortos clandestinos por año, y una mujer muere por semana a causa del riesgo que conllevan. Conocidas y cada vez más ampliamente difundidas son estas cifras que, sin embargo, no dejan de sorprendernos. Si se quita el peso de la ley ninguna mujer estará obligada a abortar, pero en estos momentos ninguna está posibilitada de hacerlo sin incurrir más o menos en la ilegalidad con riesgos de perder la vida, determinados por lo que pueda pagar, ya que las que mueren son en su mayoría pobres.
La sociedad que eleva la maternidad a una virtud casi sagrada es la misma que en la práctica niega la responsabilidad y posibilidad de las mujeres a parir según otras concepciones a las impuestas. Enfrentándolas a la denigrante violencia obstétrica, cumpliendo así el viejo mandato bíblico «parirás con dolor». Es la sociedad que considera buena madre y buen padre a quien delega en distintas instituciones la crianza de los hijos desde bebés. Es la que roba la infancia en sus centros de adoctrinamiento estatales, privados y religiosos y que trata a los más pequeños como lisiados emocionales.
La función reproductiva no es un destino intrínseco a la condición femenina. En esta sociedad de la explotación la maternidad está completamente atravesada por las exigencias del mercado de la fuerza de trabajo y del control político. La planificación capitalista, regulada por el Estado, implica a nivel mundial no solo el genocidio a través del hambre y de la guerra sino también el cálculo poblacional en torno a la necesidad de fuerza de trabajo.
El Estado se ha encargado sistemáticamente de esterilizar a comunidades y grandes porciones de población a su antojo. La industria farmacológica luego de testear su productos sobre animales los prueba durante años sobre nosotras, así como hicieron y siguen haciendo con las pastillas anticonceptivas, de las cuales se van descubriendo efectos cada vez más nocivos en la salud. En la mayoría de los países americanos se han aplicado políticas eugenésicas que afectaron especialmente a ciertos sectores sociales. Durante los 60 y 70 miles de mujeres de origen mexicano, afroamericano, puertorriqueño y de grupos originarios fueron esterilizadas sin consentimiento en los Estados Unidos. En la década de los 90 por lo menos 250.000 mujeres indígenas fueron esterilizadas en Perú.
Desde mediados del siglo XIX la función reproductiva ha estado regulada por la legislación burguesa. Primero en su acepción más prohibitiva, luego con la inclusión de determinadas excepciones. Posteriormente, a mediados del siglo XX, se comenzó a ver cómo se relajaba la punitividad del aborto, sobre todo en regiones desarrolladas que tenían saldos inmigratorios positivos y cuya población nativa disminuía progresivamente sus tasas de natalidad. Casos aparte son situaciones como las de China o India, donde rigen todavía mandatos de hijo único y campañas de esterilización (legales o ilegales) sobre sus poblaciones. Sorprende la ligazón histórica inmediata que ha existido siempre entre trabajo disponible para el Capital y legislación sobre el aborto, especialmente porque es un tema del que se supone que la principal diferencia entre ambas posturas es de raigambre teológica.
«Al determinar los métodos del control de la natalidad, se determinan en consecuencia los términos de la relación entre hombres y mujeres, y entre las mujeres y la sociedad en conjunto. Si en algún momento han tenido necesidad de un gran número de mujeres como fuerza de trabajo han estado prontos rápidamente a darnos una variedad de eficaces (si bien bárbaros) métodos de control de natalidad.» decía en 1971 el Movimento di Lotta Femminile de Padua (Italia).
La prohibición del aborto, por sus consecuentes muertes y daños físicos y psíquicos graves, debe ser considerada como otro de los ataques que impone esta sociedad a la condición femenina. Otra de las numerosas desposesiones históricas que realiza la sociedad capitalista sobre una práctica ancestral. Primero despojando el conocimiento mismo y luego además penando a quienes se atrevan a realizarlo. En este sentido, es importante comprender que las muertes producidas por abortos clandestinos son la consecuencia de esa desposesión histórica, cuando el Estado capitalista destruyó la vida comunal y todo un mundo de prácticas autónomas, dentro de las cuales aquellas referidas a las que hoy conocemos como “medicina” eran mayoritariamente llevadas a cabo por mujeres. Luego de siglos de desposesión, hoy en día esto se traduce en que las proletarias y los proletarios nos veamos obligados a recurrir al Estado para conocer nuestro cuerpo y curarlo, a ese mismo Estado que nos desposeyó y nos continúa robando las vidas día a día. Sin embargo esto no es irrebatible, debemos hacernos conscientes de estas contradicciones para superar este orden de cosas.
Es necesaria y urgente la despenalización del aborto. Es necesario rechazar los sermones de la moral cristiana así como también los mandatos del individuo propietario de sí mismo. Porque consideramos importante evidenciar lo peligroso de considerar al cuerpo primero como un elemento separado de nuestro ser, nuestro entorno, y luego como una propiedad privada. ¡Nuestros cuerpos no son nuestros! ¡Somos nuestros cuerpos!
Si el Estado y el Capital se entrometen en cada rincón de nuestras vidas ¿por qué no lo harían cuando parimos o no queremos continuar con un embarazo? Su problema no es que se aborte o no se aborte, su problema es que escape a su control quiénes, cuando y cuántas abortan en relación a sus necesidades.
Expresarse, conversar y manifestarse por la posibilidad del aborto no puede ser un simple tema de agenda política. Hay que superar la lógica de apoyar desde afuera lo que se trata dentro de un congreso. Es necesario luchar por fuera y contra las instituciones. Es preciso hablar también de métodos anticonceptivos y por tanto de la industria farmacéutica, de la megamáquina tecnoindustrial que hay detrás. Es importante también pensar qué tipos de abortos podrían efectuarse y dónde ¿en los malsanos hospitales públicos, en clínicas privadas que podrá pagar quien pueda, o dónde? Hablar de machismo, de cultura, de religión. Pero también hablar de ciencia, de salarios, de vivienda, de migrantes y refugiados, y de un largo etcétera. Por eso desde un comienzo decíamos que no tiene sentido plantear el problema como una cuestión ética o como una decisión personal y nada más. Se trata en definitiva de qué mundo queremos habitar, y en lo inmediato impedir las muertes y los daños evitables.
En cada lucha tomamos fuerza, es preciso también asumir lo que somos y lo que podemos ser y hacer.