Cuando es muy políticamente incorrecto defender sin tapujos al progreso, a la industrialización más destructiva, a las armas “inteligentes”, a la obsesión por la velocidad o al mismísimo reloj, se suele recurrir a la medicina para justificar lo benéfico del progreso y la ciencia, poniendo en práctica la ideología de la eficacia: tal enfermedad es curada al costo que sea, aunque la solución venga aparejada con otras cuestiones no tan benéficas, aunque su modo de producirlas genere más enfermedades, aunque se realice una brutal experimentación en humanos y demás animales. Pese a este “alto costo” no se cura al total de los enfermos, y el mismo proceso de no-curación enfermó y mató a más personas de las que pudo sanar. Entonces, la supuesta eficacia no es tal, es un engaño no sólo por sus consecuencias a corto y a largo plazo, sino también en lo inmediato.
Para la medicina institucional el enfermo es un elemento pasivo, un paciente (del latín patris: sufriente) que en el hospital es recibido como una máquina averiada que necesita una intervención eficaz para volver a la normalidad. Incluso cuando el médico, enfermero o estudiante desee hacer lo contrario, las condiciones son tan determinantes que es muy difícil salirse del molde.(6)
Del mismo modo que la medicina opera como la mejor coartada de la ciencia y el progreso, la salud pública lo hace en la defensa del Estado.
«No somos héroes, somos trabajadores», expresan quienes trabajan en el area de la salud que en diferentes partes del mundo padecen las extenuantes jornadas laborales frente a la pandemia, contando con escasos recursos y mínimas condiciones de seguridad. Ese martirologio al que se busca someter a los trabajadores, es parte de la lógica sacrificial que impone el Capital sobre la vida en este mundo, aunque quiera vendernos lo contrario.
Cuando se nos dice que la vida es la prioridad, incrédulos nos preguntamos de qué vida están hablando. Los especialistas frecuentemente nos abruman con cifras como las tasas de mortalidad infantil o de esperanza de vida para cantar loas al desarrollo capitalista. En este caso, desde hace meses nos han taladrado la cabeza con tres cifras con las que tratan de eclipsar cualquier otro aspecto de la realidad: cantidades de enfermos, muertos y recuperados del coronavirus. Estos números nada dicen acerca de las condiciones de vida de la clase proletaria, cómo nos encontrábamos antes y cómo nos encontraremos después de que pase la pandemia. Somos sujetos de la subordinación de lo cualitativo a lo cuantitativo, de lo concreto a lo abstracto.
Que la vida pueda reducirse a cifras en una pantalla se debe al hecho de que, bajo el dominio del Capital, la enorme mayoría de los seres humanos importamos únicamente en tanto fuerza de trabajo. Los sistemas de salud se han ido transformando en función de las necesidades de reproducción de la fuerza de trabajo al servicio de la explotación. Claro que nos enfrentamos a esa realidad y de hecho nuestro presente es producto de sucesivas derrotas de nuestra clase contra los avances del Capital. Pero mientras tengamos que vendernos a cambio de un salario para vivir, las prácticas de salud no podrán escapar de la lógica del rendimiento, atendiendo el síntoma y no la causa, buscando prolongar la vida útil, cuidando de la fuerza de trabajo como si se tratase de cualquier otro insumo de la producción.
Vuelven a escucharse consignas de la izquierda como “nuestra vida vale más que sus ganancias”, que nos recuerdan justamente que no aspiran ir más allá de disputar el valor de nuestra fuerza de trabajo. ¡Cuando de lo que se trata es de que nada en la vida tenga valor! El desmantelamiento del sistema sanitario durante las últimas décadas es utilizado para machacarnos con la crítica del neoliberalismo, que cada vez más opera como un discurso en defensa del intervencionismo estatal que como un rechazo al capitalismo. Las críticas de los sistemas de salud de países como Estados Unidos o el Reino Unido, así como de su retórica liberal que se replica en personajes como Bolsonaro, se orientan en función de un estatismo fervoroso, donde las cifras del coronavirus parecen formar parte de una repugnante guerra ideológica sobre cómo llevar las riendas del Estado. Hasta circulan defensas hacia el gobierno chino y su “capacidad” de control de la enfermedad, amparadas en que “aún no es del todo capitalista”. La construcción de un gigante hospital en 10 días habla de la espeluznante capacidad productiva de un país, no de su preocupación por la salud. De hecho, la situación actual parece terminar siendo una oportunidad para China de afianzar su posición económica en el mercado mundial.
El artículo de Chuang nos advierte que la propagación del coronavirus «no puede entenderse sin tener en cuenta las formas en que el desarrollo de China en las últimas décadas en y a través del sistema capitalista mundial ha moldeado el sistema de salud del país y el estado de la salud pública en general. (…) el coronavirus fue originalmente capaz de arraigarse y propagarse rápidamente debido a una degradación general de la atención sanitaria básica entre la población en general. Pero precisamente porque esta degradación ha tenido lugar en medio de un crecimiento económico espectacular, se ha ocultado detrás del esplendor de las ciudades brillantes y las fábricas masivas. La realidad, sin embargo, es que los gastos en bienes públicos como la atención sanitaria y la educación en China siguen siendo extremadamente bajos, mientras que la mayor parte del gasto público se ha dirigido a la infraestructura de ladrillos y cemento: puentes, carreteras y electricidad barata para la producción.»
Frente a tal nivel de pauperización de las condiciones mínimas de supervivencia en todas partes del mundo, sumado al agravante actual, se refuerza la propuesta de reformar el Estado, sus instituciones, sus políticas, con la bandera de la salud pública a la cabeza. Debemos recordar que es el Estado quien está sujeto al devenir económico y no al revés. Y que la salud y la vida solo estarán por sobre la ganancia cuando ésta sea barrida de este mundo.
Para la medicina institucional el enfermo es un elemento pasivo, un paciente (del latín patris: sufriente) que en el hospital es recibido como una máquina averiada que necesita una intervención eficaz para volver a la normalidad. Incluso cuando el médico, enfermero o estudiante desee hacer lo contrario, las condiciones son tan determinantes que es muy difícil salirse del molde.(6)
Del mismo modo que la medicina opera como la mejor coartada de la ciencia y el progreso, la salud pública lo hace en la defensa del Estado.
«No somos héroes, somos trabajadores», expresan quienes trabajan en el area de la salud que en diferentes partes del mundo padecen las extenuantes jornadas laborales frente a la pandemia, contando con escasos recursos y mínimas condiciones de seguridad. Ese martirologio al que se busca someter a los trabajadores, es parte de la lógica sacrificial que impone el Capital sobre la vida en este mundo, aunque quiera vendernos lo contrario.
Cuando se nos dice que la vida es la prioridad, incrédulos nos preguntamos de qué vida están hablando. Los especialistas frecuentemente nos abruman con cifras como las tasas de mortalidad infantil o de esperanza de vida para cantar loas al desarrollo capitalista. En este caso, desde hace meses nos han taladrado la cabeza con tres cifras con las que tratan de eclipsar cualquier otro aspecto de la realidad: cantidades de enfermos, muertos y recuperados del coronavirus. Estos números nada dicen acerca de las condiciones de vida de la clase proletaria, cómo nos encontrábamos antes y cómo nos encontraremos después de que pase la pandemia. Somos sujetos de la subordinación de lo cualitativo a lo cuantitativo, de lo concreto a lo abstracto.
Que la vida pueda reducirse a cifras en una pantalla se debe al hecho de que, bajo el dominio del Capital, la enorme mayoría de los seres humanos importamos únicamente en tanto fuerza de trabajo. Los sistemas de salud se han ido transformando en función de las necesidades de reproducción de la fuerza de trabajo al servicio de la explotación. Claro que nos enfrentamos a esa realidad y de hecho nuestro presente es producto de sucesivas derrotas de nuestra clase contra los avances del Capital. Pero mientras tengamos que vendernos a cambio de un salario para vivir, las prácticas de salud no podrán escapar de la lógica del rendimiento, atendiendo el síntoma y no la causa, buscando prolongar la vida útil, cuidando de la fuerza de trabajo como si se tratase de cualquier otro insumo de la producción.
Vuelven a escucharse consignas de la izquierda como “nuestra vida vale más que sus ganancias”, que nos recuerdan justamente que no aspiran ir más allá de disputar el valor de nuestra fuerza de trabajo. ¡Cuando de lo que se trata es de que nada en la vida tenga valor! El desmantelamiento del sistema sanitario durante las últimas décadas es utilizado para machacarnos con la crítica del neoliberalismo, que cada vez más opera como un discurso en defensa del intervencionismo estatal que como un rechazo al capitalismo. Las críticas de los sistemas de salud de países como Estados Unidos o el Reino Unido, así como de su retórica liberal que se replica en personajes como Bolsonaro, se orientan en función de un estatismo fervoroso, donde las cifras del coronavirus parecen formar parte de una repugnante guerra ideológica sobre cómo llevar las riendas del Estado. Hasta circulan defensas hacia el gobierno chino y su “capacidad” de control de la enfermedad, amparadas en que “aún no es del todo capitalista”. La construcción de un gigante hospital en 10 días habla de la espeluznante capacidad productiva de un país, no de su preocupación por la salud. De hecho, la situación actual parece terminar siendo una oportunidad para China de afianzar su posición económica en el mercado mundial.
El artículo de Chuang nos advierte que la propagación del coronavirus «no puede entenderse sin tener en cuenta las formas en que el desarrollo de China en las últimas décadas en y a través del sistema capitalista mundial ha moldeado el sistema de salud del país y el estado de la salud pública en general. (…) el coronavirus fue originalmente capaz de arraigarse y propagarse rápidamente debido a una degradación general de la atención sanitaria básica entre la población en general. Pero precisamente porque esta degradación ha tenido lugar en medio de un crecimiento económico espectacular, se ha ocultado detrás del esplendor de las ciudades brillantes y las fábricas masivas. La realidad, sin embargo, es que los gastos en bienes públicos como la atención sanitaria y la educación en China siguen siendo extremadamente bajos, mientras que la mayor parte del gasto público se ha dirigido a la infraestructura de ladrillos y cemento: puentes, carreteras y electricidad barata para la producción.»
Frente a tal nivel de pauperización de las condiciones mínimas de supervivencia en todas partes del mundo, sumado al agravante actual, se refuerza la propuesta de reformar el Estado, sus instituciones, sus políticas, con la bandera de la salud pública a la cabeza. Debemos recordar que es el Estado quien está sujeto al devenir económico y no al revés. Y que la salud y la vida solo estarán por sobre la ganancia cuando ésta sea barrida de este mundo.
Notas
(6) Extraído del apartado Ciencia y enfermedad, en Cuadernos de Negación nro. 8: Crítica de la razón capitalista.
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