En 1972 un grupo de expertos del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) publicó, encargado por el Club de Roma, un informe titulado Los límites al crecimiento en el que detallaban los desastres ecológicos, climáticos y sociales que nos deparaba el desarrollo capitalista. Hace unos días un experto del MIT publicó un artículo titulado Aceptémoslo, el estilo de vida que conocíamos no va a volver nunca donde nos explica, en su clásico tono apacible y neutral, cómo esta pandemia va a cambiar nuestras vidas:
«No sabemos exactamente cómo será este nuevo futuro, por supuesto. Pero es posible imaginar un mundo en el que, para tomar un vuelo, a lo mejor haya que registrarse en un servicio que rastree los movimientos de los pasajeros a través del teléfono. La aerolínea no podría ver dónde habían ido, pero recibiría una alerta si algún pasajero ha estado cerca de personas infectadas confirmadas o de puntos calientes de enfermedades. Habría requisitos similares en la entrada a grandes sitios, como edificios gubernamentales o centros de transporte público. Habría escáneres de temperatura en todas partes, y su lugar de trabajo podría exigirle usar un monitor que controle su temperatura u otros signos vitales. Actualmente, las discotecas hacen controles de edad y puede que, en el futuro, también exijan un justificante de inmunidad: una tarjeta de identidad o algún tipo de verificación digital a través del teléfono que demuestre que la persona ya se ha recuperado y vacunado contra la última cepa del virus.
Nos adaptaremos y aceptaremos esas medidas, de la misma forma que nos hemos acostumbrado a los cada vez más estrictos controles de seguridad en los aeropuertos a raíz de los ataques terroristas. La vigilancia intrusiva se considerará un pequeño precio a pagar por la libertad básica de estar con otras personas.
Como de costumbre, además, el coste real será asumido por los más pobres y los más débiles. Las personas con menos acceso a la sanidad y las que vivan en áreas más propensas a enfermedades también serán excluidas con mayor frecuencia de lugares y oportunidades abiertas para todos los demás. Los trabajadores autónomos, desde conductores hasta plomeros e instructores de yoga, verán que sus trabajos se precarizan aún más. Los inmigrantes, los refugiados, los indocumentados y los expresidiarios se enfrentarán a otro obstáculo para hacerse un hueco en la sociedad.
Además, a menos que se impongan reglas estrictas sobre cómo se calcula el riesgo de contraer una enfermedad para cualquier persona, los gobiernos y empresas podrían elegir cualquier criterio: ganar menos de 30.000 euros al año podría considerarse un factor de riesgo, así como tener una familia de más de seis miembros y vivir en ciertas partes de un país, por ejemplo. Eso abre la puerta al sesgo algorítmico y la discriminación oculta, como sucedió el año pasado con un algoritmo utilizado por las aseguradoras de salud estadounidenses que resultó favorecer accidentalmente a las personas blancas.
El mundo ha cambiado muchas veces, y ahora lo está haciendo de nuevo. Todos tendremos que adaptarnos a una nueva forma de vivir, trabajar y relacionarnos. Pero como con todo cambio, habrá algunos que perderán más que la mayoría.»
«No sabemos exactamente cómo será este nuevo futuro, por supuesto. Pero es posible imaginar un mundo en el que, para tomar un vuelo, a lo mejor haya que registrarse en un servicio que rastree los movimientos de los pasajeros a través del teléfono. La aerolínea no podría ver dónde habían ido, pero recibiría una alerta si algún pasajero ha estado cerca de personas infectadas confirmadas o de puntos calientes de enfermedades. Habría requisitos similares en la entrada a grandes sitios, como edificios gubernamentales o centros de transporte público. Habría escáneres de temperatura en todas partes, y su lugar de trabajo podría exigirle usar un monitor que controle su temperatura u otros signos vitales. Actualmente, las discotecas hacen controles de edad y puede que, en el futuro, también exijan un justificante de inmunidad: una tarjeta de identidad o algún tipo de verificación digital a través del teléfono que demuestre que la persona ya se ha recuperado y vacunado contra la última cepa del virus.
Nos adaptaremos y aceptaremos esas medidas, de la misma forma que nos hemos acostumbrado a los cada vez más estrictos controles de seguridad en los aeropuertos a raíz de los ataques terroristas. La vigilancia intrusiva se considerará un pequeño precio a pagar por la libertad básica de estar con otras personas.
Como de costumbre, además, el coste real será asumido por los más pobres y los más débiles. Las personas con menos acceso a la sanidad y las que vivan en áreas más propensas a enfermedades también serán excluidas con mayor frecuencia de lugares y oportunidades abiertas para todos los demás. Los trabajadores autónomos, desde conductores hasta plomeros e instructores de yoga, verán que sus trabajos se precarizan aún más. Los inmigrantes, los refugiados, los indocumentados y los expresidiarios se enfrentarán a otro obstáculo para hacerse un hueco en la sociedad.
Además, a menos que se impongan reglas estrictas sobre cómo se calcula el riesgo de contraer una enfermedad para cualquier persona, los gobiernos y empresas podrían elegir cualquier criterio: ganar menos de 30.000 euros al año podría considerarse un factor de riesgo, así como tener una familia de más de seis miembros y vivir en ciertas partes de un país, por ejemplo. Eso abre la puerta al sesgo algorítmico y la discriminación oculta, como sucedió el año pasado con un algoritmo utilizado por las aseguradoras de salud estadounidenses que resultó favorecer accidentalmente a las personas blancas.
El mundo ha cambiado muchas veces, y ahora lo está haciendo de nuevo. Todos tendremos que adaptarnos a una nueva forma de vivir, trabajar y relacionarnos. Pero como con todo cambio, habrá algunos que perderán más que la mayoría.»
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