sábado, 25 de mayo de 2024

Vindicación y justicia

Mayo de 2024. Incluido en el folleto «Simón Radowitzky», realizado exclusivamente para la suscripción de la Biblioteca y Archivo Alberto Ghiraldo.


«Yo creo que toda opresión produce la reivindicación y que todo opresor individual o colectivo se expone a la violencia.» (Élisée Reclus)
Podemos pensar y/o sentir que Falcón merecía la muerte, eso queda a consideración de cada quien. Lo que nos preguntamos es sobre la venganza y la justicia.

A muchos compañeros anarquistas se los recuerda como mártires y vindicadores. Dejemos para otro momento las referencias religiosas, no por desprecio sino por lo interesante del tema, y vamos directo a la cuestión de la vindicación. Vindicar es según la RAE: «Defender a quien se halla injuriado, calumniado o injustamente notado».

La justicia, “lo justo”, surge de la necesidad de resolver los conflictos entre los integrantes de una sociedad. Es mediante la ley que esta sociedad establece un conjunto de pautas y criterios, un marco adecuado para las relaciones entre personas e instituciones, autorizando, prohibiendo y permitiendo acciones específicas en la interacción de estos. Ahora bien, como señalaba Rafael Barrett:

la ley se establece para conservar y robustecer las posiciones de la minoría dominante; así, en los tiempos presentes, en que el arma de la minoría es el dinero, el objeto principal de las leyes consiste en mantener inalterables la riqueza del rico y la pobreza del pobre. (…) Sin embargo, (…) el poderoso encuentra la ley todavía estrecha a su deseo, ya que él mismo la dictó y es capaz de hacer otras nuevas, y el humilde se conformaría con que la ley se cumpliera como se dice y no como se hace. (Los jueces)
El sentido común de esta sociedad nos insta a pedir una reparación ante cualquier falta, nos dice que si se ha sufrido un agravio quien lo cometió debería compensarlo de alguna manera (generalmente económica) o ser castigado, que el problema es de individuo a individuo. Si bien penalmente eso puede ser correcto, no resulta así de simple psicológica y emocionalmente, y desde un punto de vista revolucionario, y por tanto social, tampoco es deseable. ¡Si tan solo se pudiese cambiar el mundo borrando de un plumazo a uno, diez o mil personajes puntuales!

La Justicia sirve no para resolver los conflictos sino para hacer tolerables los que no pudieron ser evitados, y que la misma sociedad los multiplica y diversifica. Según esta lógica, debe haber un responsable ya que es imposible castigar el acto en sí mismo, se castiga al culpable (o culpado).

La Justicia es la venganza regulada legalmente, su herramienta es el castigo. Si su motivación es la preservación del orden social, esto presupone regular una posible escalada de violencia y venganzas. El Estado mediante la Ley define qué es un crimen.

La justicia proletaria adquiere la forma de la venganza cuando se ejerce por mano propia en el cuerpo de los representantes de sus verdugos, como hicieron Wilkens o Radowitzky. Aunque los vindicadores consideraban sus actos no como el fin de la potencia revolucionaria sino como un aporte a la lucha más general, es evidente que aunque pueda funcionar para reparar limitadamente las injurias cometidas sobre el proletariado, no acaba con las dinámicas que nos injurian cotidianamente. De ahí que nos hagamos la pregunta: ¿cuál es la forma de elaborar un acto que deshaga la dinámica social capitalista? La respuesta no podría ser otra que la revolución.

Y más allá de las vindicaciones, hoy que casi todo reclamo adopta los márgenes de la Ley, la pregunta es: ¿por qué hacer propia una idea de justicia que desde las primeras sociedades hasta hoy no ha resuelto lo que supone abordar?

La impresión producida por la matanza del 1° de mayo en la plaza Lorea fue enorme, afirmaba Diego Abad de Santillán en Simón Radowitzky, el vengador y el mártir, de donde también tomamos la cita de Reclus que abre estas reflexiones. Y prosigue:

Y más indignación causó aún la solidaridad del gobierno con el jefe de policía, a quien sostuvo contra el deseo unánime de su destitución expresado por todos los trabajadores del país. Se pedía públicamente la cabeza de Falcón, sin rodeos de lenguaje. Por ejemplo, los Aserradores y Anexos de Buenos Aires terminaban así un manifiesto al pueblo publicado el 3 de mayo de 1909 en La Protesta: «¡Muera Falcón! ¡Viva la anarquía!». Y La Protesta, el 4 de mayo, gritaba al comentar los renovados ataques policiales en la huelga que siguió a la masacre de la plaza Lorea hoy del Congreso: «... Son siete muertos y 105 heridos. Luego, si mañana se voltea la cabeza de Figueroa y Falcón, se dirá que los anarquistas somos unos criminales...»

Es posible que aquellos compañeros no solo quisieran “hacer justicia”. En una lucha abierta y declarada hay una correlación de fuerzas y atacar a un responsable es hacer dudar al futuro represor, para que tenga mucho cuidado con lo que piensa hacer. Hoy las buenas conciencias democráticas le llamarían “terrorismo”. Por otro lado, este tipo de acciones eran consideradas como “propaganda por el hecho” y hasta podía suponer una alarma para el llamado a la insurrección.

Era otra época, van ya más de cien años. Y, sin embargo, el 1° de mayo aún nos convoca y nos encuentra para recordar, compartir, reflexionar y agitar.

Aunque no intactas, las categorías básicas de la sociedad capitalista permanecen –valor, trabajo, salario, mercancía, propiedad privada, Estado– y la composición de la clase proletaria no es la misma que antaño. Por eso mismo ya no existe un movimiento obrero como el del cual emergió Simón Radowitzky. Y quedan pocos o ningún Ramón Falcón.

Lo que había realizado Falcón iba más allá de su existencia individual. No solo en el ataque de clase en defensa de los intereses nacionales particulares y capitalistas en general, sino también en la modernización de la violencia estatal.

Un personaje nefasto, recordado por los desalojos en la “huelga de inquilinos” de 1907 y los asesinatos de trabajadores anarquistas en la manifestación del 1° de mayo de 1909. Su historia es una parte importante de los inicios del Estado argentino. Falcón fue el primer cadete del Colegio Militar de la Nación, al que ingresó en 1870, durante la presidencia de Sarmiento. Egresado con honores en 1873, combatió en la “Campaña del Desierto” y a su regreso, en 1898, se retiró con el grado de coronel. Luego fue elegido diputado nacional. En 1906, recibió el nombramiento de jefe de Policía de la Capital. Y en ese cargo, creó nada menos que la Escuela de Policía que llevó su nombre hasta 2006.

Falcón fue un modernizador del Estado argentino y su policía, su importante figura es paradójicamente la que comienza a quitar protagonismo a los “grandes hombres” de la historia –como él mismo, que se apersonaba a cada bravuconada estatal– para dar lugar a las instituciones cada vez más impersonales, para reconocer la propia dinámica del Capital y confiar ya no tanto en las cabezas de Estado sino en su organización, su técnica, su logística.

Podemos recordar las ya famosas palabras de otro querido anarquista, Kurt Gustav Wilckens, en relación a la vindicación del teniente coronel Héctor Benigno Varela:

No fue venganza; yo no vi en Varela al insignificante oficial. No, él era todo en la Patagonia: gobierno, juez, verdugo y sepulturero. Intenté herir en él al ídolo desnudo de un sistema criminal. ¡Pero la venganza es indigna de un anarquista! El mañana, nuestro mañana, no afirma rencillas, ni crímenes, ni mentiras; afirma vida, amor, ciencias; trabajemos para apresurar ese día.

Es imposible no ver en un Falcón, un Varela, un Astiz o una Bullrich a los verdugos del pueblo. Sin embargo, ese odio puede cegarnos en atacar a los guardianes del orden y la propiedad en tanto individuos y no por su rol en el mantenimiento de la paz capitalista. No es necesario que un policía, un militar o una ministra sean criminales para convertirse en represores o asesinos. Es cierto que hay unos peores que otros y no estamos haciendo un intento por despersonalizar la historia. El desprecio hacia quienes nos explotan y desprecian se nos hace inevitable pero la cuestión social es una cuestión de dinámica general, no simplemente de milicos sedientos de sangre y políticos corruptos, aunque abunden producidos por el mismo capital. La pasión también reclama nuestro razonamiento y viceversa.

Hoy ante un capitalismo cada vez más despersonalizado, cuando puede haber ausencia de patrones, con vigilancia remota, donde participamos activamente de nuestro propio control en favor de la ganancia ajena es más fácil arrimar a estas conclusiones.

Aunque al igual que con el fetichismo de la mercancía, la relación social se presenta como una cosa y esa cosa muchas veces se personifica en los personajes más tristemente célebres de la burguesía, nuestro objetivo no son simplemente individuos sino una relación social: la relación social capitalista.

Lejos está aquel movimiento obrero, incluso su declive, aquel que describíamos en relación a los sucesos históricos de la Patagonia rebelde, aquel que:

va a valorar y resaltar el gesto, la acción violenta individual o grupuscular como expresión de la humanidad contra la opresión, más allá de la situación favorable o desfavorable para su puesta en práctica. Esta afirmación del gesto personal, clásica del anarquismo, será un sello distintivo de defensa de la dignidad rebelde en tiempos de conformidad o represión.

Al mismo tiempo, sin embargo, constituye un claro síntoma de impotencia, de la pérdida de influencia de las tendencias revolucionarias en el movimiento social a medida que se van modificando las condiciones de producción y por lo tanto de reproducción de la fuerza de trabajo, cada vez más integrada en la propia reproducción del Capital. (Lucha social y represión en la Patagonia 1920-1922. Lazo ediciones, 2022)

Simón Radowitzky es ya parte de la historia argentina, pero es por sobre todo parte de la historia de nuestra clase y sus luchas. Más allá del “mito anarquista”, su coraje y determinación, su    lucha ¡que es su vida! aún nos conmueve y nos inquieta, aunque las condiciones en las que nos movemos sean diferentes.

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