El primer ser humano reconocido como cyborg estará de visita por la Argentina a mediados de octubre, para participar de un Encuentro Internacional de Diseño en Mar del Plata llamado Trimarchi. No se trata de un relato de ciencia ficción. Los cyborgs existen, están entre nosotros y son menos estrambóticos de lo que prometían las películas. El acrónimo cyborg proviene de cyber (cibernético) y organism (organismo), y Neil Harbisson es la primera persona en el mundo reconocida como tal por un gobierno. Nacido con acromatopsia (solo percibía los valores blancos, negros y grises) decidió solucionarlo implantándose una antena en la cabeza de forma permanente. Esta le permite oír las frecuencias del espectro de luz incluyendo colores invisibles para el resto de los mortales, como infrarrojos y ultravioletas, desarrollando, según los organizadores del evento, «una sinestésica teoría del color y el sonido que no podíamos dejar de compartir». Sucede que esta criatura compuesta de elementos orgánicos y dispositivos cibernéticos viene en calidad de artista y activista, acompañado por otra artista y activista cyborg llamada Moon Ribas, quien posee un implante sísmico online en su brazo que le permite percibir terremotos mediante vibraciones en tiempo real en cualquier lugar del planeta, que aplica a sus coreografías. También pertenece a la Cyborg Foundation, una organización especializada en facilitar a los humanos el deseo de convertirse en cyborg.
No vamos a opinar de sus disciplinas artísticas sino de su actividad política, del transhumanismo y de la coartada políticamente correcta con la cual buscan difundir su propuesta: «El ser humano está destinado a convertirse en cyborg; llevamos siglos usando la tecnología como herramienta y el siguiente escalón es que pase a ser parte de nuestro cuerpo». Claro, siempre que se pueda acceder a la megamáquina tecnológica que cumpla los caprichos de quien quiera ser un transhumano. Ya desde hace años en el ámbito feminista circula el Manifiesto Cyborg escrito por Donna Haraway, donde afirma que: «El cyborg es una criatura de un mundo posgénero; no tiene nada que ver con la bisexualidad, la simbiosis preedípica o el trabajo no alienado». Nuevamente se intenta dar un contenido positivo a esta pesadilla capitalista.
Zoltan Istvan, líder del Partido Transhumanista en Estados Unidos, es aún más claro: «Un día, nuestra herramienta será la inteligencia artificial y la herramienta nos reemplazará. Por supuesto, nos convertiremos en parte de la herramienta. Nos convertiremos en parte de la tecnología y nos fundiremos con ella». Promete que así viviremos más de quinientos años y que desaparecerá la discriminación porque podremos cambiarnos de sexo o de color de piel cada semana gracias al desarrollo de la nanotecnología. Suena escalofriante, aunque ridículo, y sin embargo es el extremo de un razonamiento que no tarda en extenderse.
Los obedientes de nuestra época —caracterizada por el dogma imperturbable de dudar de todo y de todos con su necesaria dosis de indeterminación—, se arrodillan ciegamente ante la ciencia y toda la tecnología que la hace posible. Los interminables y fofos debates sobre poderes, micropoderes y macropoderes muestran su verdadero carácter al confiar sus esperanzas y sus vidas en manos de la institución médica, de las multinacionales farmacéuticas y del mismo Estado. Sea con terribles definiciones de sometimiento como la de Istvan, o con la infinidad de indefiniciones propias de aquellos que quieren “liberarse” a fuerza de tecnología, todos acompañan los delirios productivos de esta época decadente. Por el momento vamos a ahorrarnos las tentadoras suposiciones sobre un mundo en el cual la cantidad de estos personajes sea cada vez mayor, pero no vamos a pasar por alto la peligrosidad de esta proposición ya en marcha y la realidad que la hace posible.
Los intentos de los seres humanos por transformarse a sí mismos no son hechos recientes sino todo lo contrario, parecería ser propio de la condición humana. Sin embargo, ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar? Los transhumanistas apoyan la emergencia de la nanotecnología, la biotecnología y las posibilidades de la inteligencia artificial. Desde una perspectiva emancipatoria afirmamos que esos desarrollos son solo necesarios para el Capital. Sucede que la asimilación de la lógica capitalista por parte de cada persona y su determinación en cada una de las relaciones sociales hace pasar sus necesidades como las nuestras: es su coartada perfecta. No sabemos cuáles serían nuestros deseos si el Capital no existiese, y este tipo de elucubraciones tampoco aportan demasiado. Lo que sí es fundamental es pensar qué es lo que necesita este sistema asqueroso para mantenerse en su posición dominante, así como entender que muchas de las necesidades que se nos plantean como tales no son ni naturales ni eternas para nuestra especie. El progreso burgués no debe ser cambiado de manos, no tenemos manera de administrar y gestionar algo que desde un comienzo existe no solo a pesar de nosotros sino contra nosotros, los oprimidos y explotados del planeta entero.
Nos ponemos en alerta ante un nuevo atropello a nuestra condición de seres humanos, a nuestra especie toda. Maximilien Rubel en su artículo Contra el pacifismo nuclear afirmaba: «Si es técnicamente posible hacer una cosa, esta debe hacerse. Si es posible fabricar armas nucleares, deben fabricarse aunque se corra el riesgo que nos destruyan a todos. Si es posible ir a la Luna o a otros planetas, debe irse aunque queden muchas necesidades insatisfechas en la Tierra. (…) Todo lo que la tecnología hace posible, lleva consigo la obligación de realizarlo». Sabemos cómo funciona el capitalismo a través de la tecnología. Desde el momento en que “gracias” a los teléfonos móviles existe la posibilidad de ser localizables de forma permanente, esto se nos impone socialmente como una obligación, los mismos localizados contribuimos a hacer cumplir tal condena.
Si no luchamos contra las condiciones materiales que garantizan la explotación y la dominación de la ganancia sobre la vida, con su necesario racismo, machismo y diferentes maneras de desprecio entre seres humanos, acabaremos ajustando nuestros cuerpos a las necesidades del mercado, de los designios tecnológicos, y no seremos ya tratados como cosas, seremos literalmente cosas.
No vamos a opinar de sus disciplinas artísticas sino de su actividad política, del transhumanismo y de la coartada políticamente correcta con la cual buscan difundir su propuesta: «El ser humano está destinado a convertirse en cyborg; llevamos siglos usando la tecnología como herramienta y el siguiente escalón es que pase a ser parte de nuestro cuerpo». Claro, siempre que se pueda acceder a la megamáquina tecnológica que cumpla los caprichos de quien quiera ser un transhumano. Ya desde hace años en el ámbito feminista circula el Manifiesto Cyborg escrito por Donna Haraway, donde afirma que: «El cyborg es una criatura de un mundo posgénero; no tiene nada que ver con la bisexualidad, la simbiosis preedípica o el trabajo no alienado». Nuevamente se intenta dar un contenido positivo a esta pesadilla capitalista.
Zoltan Istvan, líder del Partido Transhumanista en Estados Unidos, es aún más claro: «Un día, nuestra herramienta será la inteligencia artificial y la herramienta nos reemplazará. Por supuesto, nos convertiremos en parte de la herramienta. Nos convertiremos en parte de la tecnología y nos fundiremos con ella». Promete que así viviremos más de quinientos años y que desaparecerá la discriminación porque podremos cambiarnos de sexo o de color de piel cada semana gracias al desarrollo de la nanotecnología. Suena escalofriante, aunque ridículo, y sin embargo es el extremo de un razonamiento que no tarda en extenderse.
Los obedientes de nuestra época —caracterizada por el dogma imperturbable de dudar de todo y de todos con su necesaria dosis de indeterminación—, se arrodillan ciegamente ante la ciencia y toda la tecnología que la hace posible. Los interminables y fofos debates sobre poderes, micropoderes y macropoderes muestran su verdadero carácter al confiar sus esperanzas y sus vidas en manos de la institución médica, de las multinacionales farmacéuticas y del mismo Estado. Sea con terribles definiciones de sometimiento como la de Istvan, o con la infinidad de indefiniciones propias de aquellos que quieren “liberarse” a fuerza de tecnología, todos acompañan los delirios productivos de esta época decadente. Por el momento vamos a ahorrarnos las tentadoras suposiciones sobre un mundo en el cual la cantidad de estos personajes sea cada vez mayor, pero no vamos a pasar por alto la peligrosidad de esta proposición ya en marcha y la realidad que la hace posible.
Los intentos de los seres humanos por transformarse a sí mismos no son hechos recientes sino todo lo contrario, parecería ser propio de la condición humana. Sin embargo, ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar? Los transhumanistas apoyan la emergencia de la nanotecnología, la biotecnología y las posibilidades de la inteligencia artificial. Desde una perspectiva emancipatoria afirmamos que esos desarrollos son solo necesarios para el Capital. Sucede que la asimilación de la lógica capitalista por parte de cada persona y su determinación en cada una de las relaciones sociales hace pasar sus necesidades como las nuestras: es su coartada perfecta. No sabemos cuáles serían nuestros deseos si el Capital no existiese, y este tipo de elucubraciones tampoco aportan demasiado. Lo que sí es fundamental es pensar qué es lo que necesita este sistema asqueroso para mantenerse en su posición dominante, así como entender que muchas de las necesidades que se nos plantean como tales no son ni naturales ni eternas para nuestra especie. El progreso burgués no debe ser cambiado de manos, no tenemos manera de administrar y gestionar algo que desde un comienzo existe no solo a pesar de nosotros sino contra nosotros, los oprimidos y explotados del planeta entero.
Nos ponemos en alerta ante un nuevo atropello a nuestra condición de seres humanos, a nuestra especie toda. Maximilien Rubel en su artículo Contra el pacifismo nuclear afirmaba: «Si es técnicamente posible hacer una cosa, esta debe hacerse. Si es posible fabricar armas nucleares, deben fabricarse aunque se corra el riesgo que nos destruyan a todos. Si es posible ir a la Luna o a otros planetas, debe irse aunque queden muchas necesidades insatisfechas en la Tierra. (…) Todo lo que la tecnología hace posible, lleva consigo la obligación de realizarlo». Sabemos cómo funciona el capitalismo a través de la tecnología. Desde el momento en que “gracias” a los teléfonos móviles existe la posibilidad de ser localizables de forma permanente, esto se nos impone socialmente como una obligación, los mismos localizados contribuimos a hacer cumplir tal condena.
Si no luchamos contra las condiciones materiales que garantizan la explotación y la dominación de la ganancia sobre la vida, con su necesario racismo, machismo y diferentes maneras de desprecio entre seres humanos, acabaremos ajustando nuestros cuerpos a las necesidades del mercado, de los designios tecnológicos, y no seremos ya tratados como cosas, seremos literalmente cosas.
¿Qué rayos ocurre?
ResponderEliminarEsas dos son personas humanas, ¡no cybors!
Las nuevas tecnologías, en todo caso, deben ser egercidas por el hombre, estar al servicio del hombre, y no el hombre al servicio de las tecnologías y de las máquinas.
Y encima alguien dice que el hombre puede en un futuro, fundirse con la máquina e indiferenciarse de la herramienta. Un futuro donde el hombre desee y decida él mismo su propia aniquilación es tanto apsurdo como cruel, inhumano y monstruoso; imaginar que yo sustituyera mi mente por la de una máquina sólo por considerarla mejor en alguna operación no es bueno sino angustiante y evasivo, sin agregar la cota de neurosis y psicosis maquínicas que se agregarían a semejante ecuación.
un mundo donde el hombre se confunda con su herramienta sería terrible, porque no importaría vivir y morir, matar o conservar la vida, trabajar o quedar sin trabajo, comer o no comer nada; un robot no necesita comer, se enciende a vaterías, no muere sino que se gasta o deja de funcionar, y que sea utilizado para buenos o malos fines no está en sí, porque no decide nunca su programa, él mismo está programado para ejecutar ese u otro programa, que lo hacen no libre. Aún tratándose de un mundo con las tres leyes de la robótica de Asimov, la desición propia de una máquina no es posible, lo que nos muestra su carencia de libertad en relación al hombre. En vez de un robot que se haga humano, como Andrew Martin en El hombre viscentenario es cambiado por hombres que se hacen máquinas, y cambiar la fetichización por la cosificación, la humanización por la deshumanización es algo patente de nuestros tiempos.
ya señalaba acertadamente Camus en El hombre revelde que cuando una ideología pone al futuro y a los fines de las cosas como principio en vez de al hombre, y Krishnamurty en La libertad primera y última, cuando el hombre desaparece, cuando deja de importar en virtud del fin buscado, ya sea la felicidad, el sistema o la sociedad, una satisfacción ilusoria y carente de totalidad sui generis, el otro, el yo, vivir o morir no importan ya, y que dos seres humanos hayan sido oficialmente y por un gobierno de un país, reconocidos no como tales sino como otra cosa, su imaginario, su ideal o arquetipo destruyen y desplazan para siempre la condición humana, la posibilidad de realizar el ser de cada uno y de hacerse un cuerpo, un yo o un nosotros en la inmensidad de la humanidad en la Tierra; la sobredeterminación del yo, del cuerpo y de la piel colocan de antemano un dibujo anviguo y sinsentido, no son modelo descompleto para el dibujo propio platónico de esa idea en una copia individual, la imagen y su ocupación total tanto en el plano ideal como en el real sustituyen la posibilidad de crearse una novedad en un continuo devenir, devenir siempre nuevo, humano o no humano, porque la falsa totalidad del cyvor, el falso arquetipo, la falsa idea se coloca como totalidad y sobredeterminación de la misma totalidad, indestotalizante e indestotalizable, cuando lo real es intotalizante e intotalizable por sí.
Demasiado ya es vivir en una sociedad que se hace a sí misma un número de instituciones a modo de máquinas, que convierten a la misma sociedad en una sociedad maquínica, como decía Deleuze, como para tener que tolerar, encima, la maquinización total y avsoluta no ya de la sociedad sino de las personas, de los individuos y de los sujetos, que sean ya siempre y para siempre, sujetos sujetados hasta la autodestrucción de la condición humana, que permite su propia crítica y desconstrucción continua y permanente, lo cual comienza a dejar de ser una posibilidad desde el momento mismo en que la realidad postmoderna de la sociedad contemporánea pasa a estar condicionada y manipulada por un otro que torna inauténtico para siempre, lo creativo propio del ser humano, desde un capitalismo que se perpetúa en las filtraciones a la opinión pública mundial, de la propia base ideológica del trans-humanismo.