Respecto del caso Fernando Báez Sosa como el de Lucio Dupuy una gran franja de la sociedad argentina supone que penas más duras es igual a más justicia. Parece no haber discriminación por género, el mismo odio para una pareja de lesbianas que para ocho “hijos sanos del patriarcado”. En Argentina lo máximo es “perpetua” (35 años de cárcel), pero mucha gente quiere más… ¿será la pena de muerte?
Hay un odio generalizado y una impotencia que las instituciones del Estado parecen no poder canalizar. ¿Es sólo discurso? ¿O hay una incipiente intención de acción por fuera de las instituciones para ser aún más sanguinario que lo que propone actualmente el propio Estado?
La denominada opinión pública, apurada y “participativa”, juzga y opina rápidamente sin tiempo para pensar.
El inmediatismo punitivista produce la culpabilización de individuos, le es imposible “condenar” una relación social, porque para el individuo hay todo un entramado listo para juzgarlo, mientras que para la relación social no basta con aplicar dispositivos legales, ni hay satisfacción inmediata. Sin embargo, para mantener esa perspectiva conformista es preciso hacer abstracción de los agravios constitutivos de nuestra sociedad, desde el trabajo asalariado a la religión, de la represión al urbanismo.
Por otra parte, cuando se pide justicia y se habla de condenas, y no solamente en lo relativo a brutales asesinatos, se pide al Estado y su Poder Judicial que resuelva una cuestión emocional para el cual no fue creado y que es incapaz de satisfacer.
La muerte es convertida en show. Y como en todo show, hay gustos variados e intérpretes para todos ellos. Incluso hay rivalidades discursivas para entretenerse y que las cuestiones de fondo continúen intactas. Mientras tanto, la muerte no acaba, sucede todos los días, tanto en un asalto a mano armada, donde el asaltante valora tan poco su vida que no distingue entre la vida y una cartera, como en un “accidente” laboral donde el patrón prefiere sacar mayores ganancias relegando la seguridad de sus empleados. Sus manifestaciones son muchas: accidentes de tránsito, una explosión por negligencia, sobredosis de drogas, desnutrición, envenenamiento por agrotóxicos, gatillo fácil e innumerables otras. La realidad es que, si bien nos venden todas estas muertes como casos aislados, proceden de lo mismo, del dinero por sobre la vida, de un sistema en el cual la vida no es más que mercancía, cuantificable, clasificable y prescindible, como cualquier otra mercancía de cualquier góndola del planeta.
Las leyes del Estado condenan al individuo y no a la sociedad de la que forman parte. No podrían proceder de otra manera pues significaría condenarse a sí mismas. Así se encarcela o castiga a una persona para no transformar la sociedad que nos determina a ser lo que somos. Lamentablemente el ciudadano supone lo mismo, que toda responsabilidad es individual y así se evita la responsabilidad social, pensarnos como una sociedad, y una sociedad que hay que transformar.
El Estado conceptualiza la violencia de tal modo que le permite presentarse como externo al problema y, por tanto, como una potencial fuerza para el bien, en lugar de uno que está implicado en su producción. Sus leyes sobre la violencia tampoco han acabado con el problema ni están en miras de hacerlo, su intención es regular, del mismo modo que regulan los robos, los homicidios o la contaminación. El hecho de que el Estado regule el delito, pone a sus diversos agentes en un lugar privilegiado para formar parte del mismo.
Hace algunos años, a partir de las manifestaciones, coordinaciones y protestas en torno a Santiago Maldonado primero y tras el asesinato de Rafael Nahuel, pudimos expresar algunas reflexiones que fuimos conversando colectivamente:
No es fácil emprender una lucha donde no se pide Justicia al Estado. El lenguaje político quiere hacer creer que si no hay diálogo con el Estado no hay nada, que fuera de las lógicas estatales no hay nada. Pero hay y mucho, y no solo mucho sino rico y diverso. Nos embroncamos, sufrimos y reímos juntos y no aislados, fuera del espacio privado donde está legitimado mostrar los sentimientos, irrumpimos en la normalidad de las ciudades, nos organizamos fuera (y si es posible contra) partidos y sindicatos. En esa misma práctica proponemos una manera diferente a la establecida de llevar adelante una lucha.
Podía parecer raro convocar movilizaciones, jornadas y escraches, donde nos cuidábamos entre todas las personas presentes, coordinando en situaciones de urgencia, sin siglas, sin aparatos detrás, sin venderle nada a nadie. En fin, organizándonos de forma diferente porque buscamos algo diferente. No tendría sentido un cambio en los modos organizativos para tener la misma finalidad que una organización política, sindicalista o de derechos humanos.
Se nos dirá que es gracias a la lucha que avanzan las investigaciones, que algunos milicos asesinos se encuentran en prisión, sean los asesinos de Santiago o de Rafael. Y estamos totalmente de acuerdo, pero si los meten en cana no es precisamente para que la lucha siga y sea cada vez más potente, sino, por el contrario, para que la lucha cese. La razón por la que algunos obedientes asesinos van presos, esos soldaditos reemplazables que no son individualmente esenciales para el buen funcionamiento del Capital, es para que no vayan presos los administradores y gestores de la muerte y la miseria. Mejor dicho, para que nosotros no vayamos directamente contra ellos.
Es cierto que criticar la Justicia burguesa en un país como Argentina es difícil, porque puede ser leído como una justificación de los “antiderechos” que en general antes son anti-muchas otras cosas. También puede entenderse como una exculpación de los responsables materiales de un asesinato. Sin embargo, su crítica es necesaria porque el reclamo de leyes y derechos suele ser no sólo fruto de la desesperación ante un atropello, sino también contribuir al mantenimiento del orden. Un orden democrático y capitalista que garantiza que estas brutalidades van a seguir existiendo.
Evidentemente, no es la misma situación cuando civiles “comunes” cometen una atrocidad y los casos se vuelven mediáticos, que los asesinatos de personas inocentes a manos de las fuerzas policiales o las bandas narco. En el primer caso, los responsables se convierten más fácilmente en el chivo expiatorio de una parte importante de la sociedad que condena la violencia a la vez que la reproduce por otros medios. Su crítica al Estado que mencionábamos al comienzo, exigiendo mayores castigos, no hace más que reforzar el ejercicio de la violencia más explícita, incitando incluso a la venganza por mano propia, o en todo caso a manos de quienes ya están tras las rejas. Por otro lado, en el caso del narco y de las fuerzas policiales, más allá de la simple idea de “mano dura” para combatir al crimen que siempre está presente cuando se trata de los primeros, la complejidad es más evidente, no se trata de un problema entre ciudadanos, sino de personas sometidas a la violencia de organizaciones criminales o el propio Estado. La idea de justicia se aproxima más a la denuncia de la violencia, incluso se busca comprender su función social, pero en tanto demanda al Estado termina por limitarse a una regulación de la misma. Por eso insistimos en la necesidad de ir más allá del Estado, contra su propia lógica de la violencia, y no limitarnos a los excesos de esta sociedad brutal y asesina.
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