Folleto repartido en la ciudad de Rosario en el acto del 1° de Mayo Internacionalista, Anticapitalista y Revolucionario.
*
Una nueva conmemoración de las jornadas de mayo de 1886 nos encuentra en la calle. Para recordar, compartir, discutir, reflexionar y agitar.
Volver a ese mayo es volver a un tiempo lleno de sufrimiento, pero también a un tiempo rebosante de esperanza. Tiempo en que todavía la burguesía sufría por imponer ideológicamente su dominio. Tiempo en que las banderas tenían menos colores, pero eran suficientes. Cuando los partidos políticos estaban en gran medida sólo conformados por burgueses y los proletarios desarrollaban masivamente formas de lucha ajenas al encuadramiento sindical.
Glorificar el pasado es un ejercicio de pasividad. Reconocer sólo los aspectos estéticos o superficiales es la condena de todo movimiento. Falsificar la realidad histórica es trabajo de la socialdemocracia. Aquí no vamos a hacer esto. Queremos volver al mayo real, y no solamente al de 1886 en Chicago, sino también al del 37 en Barcelona, al del 68 francés, al del 69 en Córdoba y Rosario. Y a cada mayo que pasamos en todos estos nefastos siglos, porque en cada uno de ellos hemos sabido rebelarnos contra la dominación del Estado y el Capital. Porque en todo mayo hubieron conversaciones clandestinas entre trabajadoras, faltazos al trabajo para quedarnos haciendo el amor, barricadas de insurrectos, niños inquietos que insultaron a sus profesores, mujeres colectivizando tareas en barrios obreros, movilizaciones que destruyeron comercios, actos conmemorativos, grupos de debate anticapitalistas y un sinfín de formas más de vivir.
Y es por todas esas cosas y por muchas más por las que seguiremos volviendo a mayo, para nunca olvidar a aquellos hombres y mujeres que nos precedieron en la guerra contra este mundo. Cada año tratamos de abordar algún aspecto de la crítica de la sociedad y este año no es la excepción. Intentaremos hacer eje en la crítica del Estado como estructura de centralización de la dominación sobre la humanidad.
En estos tiempos donde se impone con fuerza la idea de que no se puede hacer nada por fuera del Estado, sus leyes, sus instituciones y sus votaciones, es necesario seguir asumiendo y profundizando en esta crítica.
A casi 200 años de la creación del Estado argentino, todavía algunos creen que el problema no es la organización estatal en sí, sino la subordinación de algunos Estados frente a otros. Dicen que para estar mejor hay que tener un Estado más fuerte, independiente del resto, ¡cuando lo que necesitamos es terminar con todos los Estados! Una vez más: ¡el proletariado no tiene patria!
¡Por un primero de mayo internacionalista, anticapitalista y revolucionario!
Volver a ese mayo es volver a un tiempo lleno de sufrimiento, pero también a un tiempo rebosante de esperanza. Tiempo en que todavía la burguesía sufría por imponer ideológicamente su dominio. Tiempo en que las banderas tenían menos colores, pero eran suficientes. Cuando los partidos políticos estaban en gran medida sólo conformados por burgueses y los proletarios desarrollaban masivamente formas de lucha ajenas al encuadramiento sindical.
Glorificar el pasado es un ejercicio de pasividad. Reconocer sólo los aspectos estéticos o superficiales es la condena de todo movimiento. Falsificar la realidad histórica es trabajo de la socialdemocracia. Aquí no vamos a hacer esto. Queremos volver al mayo real, y no solamente al de 1886 en Chicago, sino también al del 37 en Barcelona, al del 68 francés, al del 69 en Córdoba y Rosario. Y a cada mayo que pasamos en todos estos nefastos siglos, porque en cada uno de ellos hemos sabido rebelarnos contra la dominación del Estado y el Capital. Porque en todo mayo hubieron conversaciones clandestinas entre trabajadoras, faltazos al trabajo para quedarnos haciendo el amor, barricadas de insurrectos, niños inquietos que insultaron a sus profesores, mujeres colectivizando tareas en barrios obreros, movilizaciones que destruyeron comercios, actos conmemorativos, grupos de debate anticapitalistas y un sinfín de formas más de vivir.
Y es por todas esas cosas y por muchas más por las que seguiremos volviendo a mayo, para nunca olvidar a aquellos hombres y mujeres que nos precedieron en la guerra contra este mundo. Cada año tratamos de abordar algún aspecto de la crítica de la sociedad y este año no es la excepción. Intentaremos hacer eje en la crítica del Estado como estructura de centralización de la dominación sobre la humanidad.
En estos tiempos donde se impone con fuerza la idea de que no se puede hacer nada por fuera del Estado, sus leyes, sus instituciones y sus votaciones, es necesario seguir asumiendo y profundizando en esta crítica.
A casi 200 años de la creación del Estado argentino, todavía algunos creen que el problema no es la organización estatal en sí, sino la subordinación de algunos Estados frente a otros. Dicen que para estar mejor hay que tener un Estado más fuerte, independiente del resto, ¡cuando lo que necesitamos es terminar con todos los Estados! Una vez más: ¡el proletariado no tiene patria!
¡Por un primero de mayo internacionalista, anticapitalista y revolucionario!
¡Destruyamos el Estado!
Hablar del Estado es hablar necesariamente de la organización social del dominio, ya que el Estado capitalista es precisamente el heredero y la síntesis de todas las estructuras sociales de dominio del pasado.
El Estado, hoy mal reconocido como un conjunto de instituciones imbricadas y organizadas entre sí, emerge como el poder organizado de la desposesión de la humanidad. Comienza a tomar los caracteres de su forma corriente junto con el desarrollo del capitalismo, y es el Capital el que en última instancia selecciona los caracteres más favorables que tendrá su estructura predilecta.
«Lo que consideramos fundamental a saber es que el Estado, ese aborto monstruoso de la sociedad, no es un enemigo por razones de gusto, afinidad moral o antipatía ideológica. Lo es en tanto estructura de poder fundamental que garantiza nuestro sometimiento al trabajo asalariado, que permite y defiende la destrucción de la naturaleza en pos de la producción económica y garantiza la guerra como método de reorganización económica y de control social. Lo es también, en tanto estructura que se contrapone a la plena realización de la vida y la autonomía de la comunidad humana: su mera existencia limita la posibilidad de explorar y desarrollar otros modos de relacionarse. Lo es, porque es justamente el resultado del antagonismo de clases existentes.» (Cuadernos de Negación Nº4)
El Estado, hoy mal reconocido como un conjunto de instituciones imbricadas y organizadas entre sí, emerge como el poder organizado de la desposesión de la humanidad. Comienza a tomar los caracteres de su forma corriente junto con el desarrollo del capitalismo, y es el Capital el que en última instancia selecciona los caracteres más favorables que tendrá su estructura predilecta.
«Lo que consideramos fundamental a saber es que el Estado, ese aborto monstruoso de la sociedad, no es un enemigo por razones de gusto, afinidad moral o antipatía ideológica. Lo es en tanto estructura de poder fundamental que garantiza nuestro sometimiento al trabajo asalariado, que permite y defiende la destrucción de la naturaleza en pos de la producción económica y garantiza la guerra como método de reorganización económica y de control social. Lo es también, en tanto estructura que se contrapone a la plena realización de la vida y la autonomía de la comunidad humana: su mera existencia limita la posibilidad de explorar y desarrollar otros modos de relacionarse. Lo es, porque es justamente el resultado del antagonismo de clases existentes.» (Cuadernos de Negación Nº4)
El Estado es el Capital
La palabra inglesa estate significa «conjunto de valores que posee un individuo», y en el uso cotidiano puede volverse sinónimo de estate in land, propiedad de la tierra. Y es que el Estado es, principalmente y ante todo, el garante de la propiedad privada. La fuerza unificada que registra las parcelas y suministra a quienes las defienden. Una vez que esto está cubierto, el Estado tiene mucho que decir y aportar sobre qué se hace en esas propiedades y de qué manera se lo realiza.
El Estado acuña las monedas e imprime los billetes, regula su circulación, sube y baja las tasas de interés y controla la actividad bancaria. Es el banco entre los bancos, la reivindicación y superación de la decadente nobleza que tenía que endeudarse con esos usureros apátridas para librar sus guerras.
El Estado regula la competencia entre capitalistas particulares, estandariza con normativas los procesos productivos, asume las industrias con escasa tasa de ganancia y provee la infraestructura necesaria para el desarrollo de la producción mercantil. El Estado es un capitalista por derecho propio, invierte en la bolsa, emite créditos, paga salarios, extrae plusvalía. Nada de lo capitalista le es ajeno.
El Estado concentra las tareas de investigación científica que los capitales particulares no podrían asumir. A su vez, y de tan importante que es, tiene su ciencia hecha a su medida: la estadística.
Del dominador, del violador, del desposeedor, dirán que era “un gran estadista”. El Poder tendrá carácter científico, tendrá sus teóricos, sus cuadros medios y sus bases de tecnófilos para adorarlo. «No son más que cifras en unos gráficos elaborados por idiotas» diría sobre ellos Guy Debord.
Separar al Estado del Capital es como intentar separar la materia de la energía. Son una esencia, un ser, una realidad. Un organismo que se desdobla para seguir con vida, para dominarnos en un jueguito de policía bueno y policía malo a gran escala.
Pueden decir que si luce como un pato, nada como un pato y grazna como un pato, entonces debe ser un pato. Y el Estado luce a capital, huele a capital, suda capital, gestiona capital, regula capital, representa al capital... Es el Capital.
El Estado acuña las monedas e imprime los billetes, regula su circulación, sube y baja las tasas de interés y controla la actividad bancaria. Es el banco entre los bancos, la reivindicación y superación de la decadente nobleza que tenía que endeudarse con esos usureros apátridas para librar sus guerras.
El Estado regula la competencia entre capitalistas particulares, estandariza con normativas los procesos productivos, asume las industrias con escasa tasa de ganancia y provee la infraestructura necesaria para el desarrollo de la producción mercantil. El Estado es un capitalista por derecho propio, invierte en la bolsa, emite créditos, paga salarios, extrae plusvalía. Nada de lo capitalista le es ajeno.
El Estado concentra las tareas de investigación científica que los capitales particulares no podrían asumir. A su vez, y de tan importante que es, tiene su ciencia hecha a su medida: la estadística.
Del dominador, del violador, del desposeedor, dirán que era “un gran estadista”. El Poder tendrá carácter científico, tendrá sus teóricos, sus cuadros medios y sus bases de tecnófilos para adorarlo. «No son más que cifras en unos gráficos elaborados por idiotas» diría sobre ellos Guy Debord.
Separar al Estado del Capital es como intentar separar la materia de la energía. Son una esencia, un ser, una realidad. Un organismo que se desdobla para seguir con vida, para dominarnos en un jueguito de policía bueno y policía malo a gran escala.
Pueden decir que si luce como un pato, nada como un pato y grazna como un pato, entonces debe ser un pato. Y el Estado luce a capital, huele a capital, suda capital, gestiona capital, regula capital, representa al capital... Es el Capital.
El Estado es la democracia
Contrariamente al sentido común o a las afirmaciones de los cientistas políticos, para los proletarios la democracia se vive como mucho más que una simple forma de gobierno. La democracia es un tejido social histórico, que surge de la disolución de formas comunitarias de vida, que crea al individuo, para luego definirlo formalmente en codificaciones legales. Porque el individuo no ha existido siempre, no es sinónimo de ser humano.
La democracia no es la mejor forma que el ser humano encontró para vivir en sociedad, es la mejor forma que encontró la burguesía para dominar, es la mejor forma de organizar una sociedad de individuos. Con su libertad e igualdad, es un sistema perverso de dominación del que echan mano el Capital y el Estado para igualarnos a todos, tal como hacen con las cosas. Para tratarnos como mercancías. Para liberar a los seres humanos de sus tierras y comunidades, librarnos con el sólo fin de explotarnos, de comprarnos en igualdad de condiciones. Es la igualdad que con toda libertad oculta que para imponerse se ha servido de la fuerza bruta. Oculta sobre todo la división entre explotadores y explotados, el antagonismo de clases, la contraposición entre capitalismo y humanidad.
El reino ideal democrático, planteado tanto por ciudadanos autodenominados de “izquierda” tanto como de “derecha”, en el que no existirían las clases sociales y seríamos todos libres e iguales, no es más que la concreción ideológica de siglos de dominación, de millones de millones de jornadas de trabajo, de encarcelados, torturados y exiliados, de cientos de genocidios y guerras contra la humanidad.
La democracia no es una simple forma de gestión. El Estado puede estar gestionado por un sistema presidencial, uno parlamentario, o algo entre medio de estos dos. También puede tener incluido en su gestión a un monarca, de manera testimonial o real. O puede mantener hasta cierto grado la estructura parlamentaria y ejecutiva pero suspender temporalmente el proceso electoral. Cuando esto sucede, se le suele llamar dictadura y, aparentemente, esto se encontraría en las antípodas de la democracia. Hay quienes equiparan fascismo con Capital, o que presuponen que la democracia se opone al totalitarismo. La democracia sería entonces una compañera en la lucha contra la dominación, tanto como un ideal a conseguir, o una “herramienta” a utilizar circunstancialmente. Pero la democracia no es una simple “forma de gobierno” entre tantas. Es la esencia del Estado y del Capital, su espíritu, su ideal, y los burgueses la defenderán a muerte, porque sus vidas dependen de ella. La democracia no es el simple parlamentarismo o la garantía de elecciones y, en todo caso, estos dos elementos son producto y emergen de la explotación del proletariado y bajo ningún caso son elementos neutrales que podamos inclinar a nuestro favor.
Volviendo al panorama histórico, vemos cómo las teorías que sitúan a Europa como corazón del desarrollo capitalista suelen adolecer de un panorama más abarcativo acerca de cómo el Capital surge mundialmente del mercado en expansión y se cristaliza en ciertos polos específicos a lo largo del mundo. Lo que sí podemos situar en Europa es el surgimiento del Estado Moderno y de la conceptualización de la democracia. Será desde allí que se lleve a esta bestia estatal hacia cada rincón del mundo... Democrática se llamará a sí misma esa gran fuerza igualadora, que en esa pulsión de igualación decidirá que todo el mundo debe gestionarse de la misma manera.
Siguiendo en Europa, los estamentos, o estados, eran los sectores constitutivos de la sociedad en las fases previas a la síntesis del Estado Moderno. Quizás el sistema más conocido es el de los tres estados franceses: clero, nobleza y pueblo. Siguiendo ese razonamiento que liga al Estado con una porción de la sociedad, el Estado Moderno es el Estado de la burguesía, y entre todas las formas de poder en disputa durante la época de las revoluciones burguesas, actúa como el partido de dicha clase, como estructura general de concentración de intereses burgueses.
El ágora de los propietarios atenienses, ese mismo que servía como mercado, es hoy el parlamento, la mesa de ministros, la corte suprema. El Estado es la democracia.
La democracia no es la mejor forma que el ser humano encontró para vivir en sociedad, es la mejor forma que encontró la burguesía para dominar, es la mejor forma de organizar una sociedad de individuos. Con su libertad e igualdad, es un sistema perverso de dominación del que echan mano el Capital y el Estado para igualarnos a todos, tal como hacen con las cosas. Para tratarnos como mercancías. Para liberar a los seres humanos de sus tierras y comunidades, librarnos con el sólo fin de explotarnos, de comprarnos en igualdad de condiciones. Es la igualdad que con toda libertad oculta que para imponerse se ha servido de la fuerza bruta. Oculta sobre todo la división entre explotadores y explotados, el antagonismo de clases, la contraposición entre capitalismo y humanidad.
El reino ideal democrático, planteado tanto por ciudadanos autodenominados de “izquierda” tanto como de “derecha”, en el que no existirían las clases sociales y seríamos todos libres e iguales, no es más que la concreción ideológica de siglos de dominación, de millones de millones de jornadas de trabajo, de encarcelados, torturados y exiliados, de cientos de genocidios y guerras contra la humanidad.
La democracia no es una simple forma de gestión. El Estado puede estar gestionado por un sistema presidencial, uno parlamentario, o algo entre medio de estos dos. También puede tener incluido en su gestión a un monarca, de manera testimonial o real. O puede mantener hasta cierto grado la estructura parlamentaria y ejecutiva pero suspender temporalmente el proceso electoral. Cuando esto sucede, se le suele llamar dictadura y, aparentemente, esto se encontraría en las antípodas de la democracia. Hay quienes equiparan fascismo con Capital, o que presuponen que la democracia se opone al totalitarismo. La democracia sería entonces una compañera en la lucha contra la dominación, tanto como un ideal a conseguir, o una “herramienta” a utilizar circunstancialmente. Pero la democracia no es una simple “forma de gobierno” entre tantas. Es la esencia del Estado y del Capital, su espíritu, su ideal, y los burgueses la defenderán a muerte, porque sus vidas dependen de ella. La democracia no es el simple parlamentarismo o la garantía de elecciones y, en todo caso, estos dos elementos son producto y emergen de la explotación del proletariado y bajo ningún caso son elementos neutrales que podamos inclinar a nuestro favor.
Volviendo al panorama histórico, vemos cómo las teorías que sitúan a Europa como corazón del desarrollo capitalista suelen adolecer de un panorama más abarcativo acerca de cómo el Capital surge mundialmente del mercado en expansión y se cristaliza en ciertos polos específicos a lo largo del mundo. Lo que sí podemos situar en Europa es el surgimiento del Estado Moderno y de la conceptualización de la democracia. Será desde allí que se lleve a esta bestia estatal hacia cada rincón del mundo... Democrática se llamará a sí misma esa gran fuerza igualadora, que en esa pulsión de igualación decidirá que todo el mundo debe gestionarse de la misma manera.
Siguiendo en Europa, los estamentos, o estados, eran los sectores constitutivos de la sociedad en las fases previas a la síntesis del Estado Moderno. Quizás el sistema más conocido es el de los tres estados franceses: clero, nobleza y pueblo. Siguiendo ese razonamiento que liga al Estado con una porción de la sociedad, el Estado Moderno es el Estado de la burguesía, y entre todas las formas de poder en disputa durante la época de las revoluciones burguesas, actúa como el partido de dicha clase, como estructura general de concentración de intereses burgueses.
El ágora de los propietarios atenienses, ese mismo que servía como mercado, es hoy el parlamento, la mesa de ministros, la corte suprema. El Estado es la democracia.
El Estado es el dios
La práctica de fundir la burocracia, el sistema de escribas, la recolección de impuestos y la jerarquía teocrática es antigua, y ya durante las dinastías faraónicas se puede observar una estabilidad notable en esta forma de dominio.
Es en tierras cristianas, durante el reinado de Constantino, que comienzan a observarse los primeros indicios de lo que eventualmente devendría en secularismo y en la “separación” entre el Estado y la Iglesia. Los obispos son exentos del pago de impuestos y son quienes sacralizan las guerras contra el paganismo, a cuyas comunidades se las saquea para enriquecer al Estado-templo.
Pero esta simbiosis lentamente va decantando en una unidad de poder que requiere elementos más y más complejos y divididos y funciones técnicas cada vez más avanzadas. La estructura teocrática parece no responder con la suficiente celeridad y otros tentáculos del dominio comienzan a asumir un rol central. Cuando se disipa el manto sagrado de las generaciones de cruzadistas, los nobles europeos comenzarán a reconocer que la iglesia es tan expropiable como el campesinado y que, en la medida en que lo necesiten, pueden instrumentalizar a esta organización. Para la Iglesia, sin embargo, resulta más deseable que esa expropiación sea nobiliaria antes de que la realicen las comunidades libres.
Pero si la propiedad de la tierra era uno de los puntos más sólidos del dominio eclesiástico durante la denominada Edad Media, el poder clerical se cimentaba también en la concentración bibliográfica y de conocimiento que había amasado durante muchos siglos. Esta se convertiría en la ciencia, esa antorcha que en la mano de los enciclopedistas daría luz sobre la tierra y alejaría a las sombras del oscurantismo religioso.
Los burócratas, que en gran medida provenían de la propia iglesia, se enfilaban para incluir a los centros de escribas de la iglesia (esos lugares que llamamos universidades) en la estructura estatal. Esos centros, que ya producían sujetos de conocimiento, ahora comenzarían su producción en masa de servidores intelectuales para el Estado.
La iglesia deja de ser necesaria para la producción de los científicos, saqueadores de conocimiento, que comienzan a recorrer el mundo para robar todo lo que pueden y llevar registro de ese robo en sus cuadernos de “investigación”. El Estado, que ya tiene sus talleres nacionales, puede asumir tranquilamente la formación y adoctrinamiento de estos sujetos especializados en el pensar.
La desposesión se completa. Todo se concentra. Las cosas son objetos que se llevan al mercado. Los seres humanos son ahora también cosas. Sus ideas también son cosas. Nunca habían habido tantos dioses, pero por sobre todo, nunca uno en particular había sido tan poderoso y brillante como el dios dinero.
El vínculo ideológico-teológico que sujetó durante otras épocas empezó a tambalearse, se necesitaba un nuevo discurso-religión. Y si no surgía naturalmente, había que inventarlo.
Bakunin, en Dios y el Estado describe cómo: «habiendo oído a Voltaire que “si no hubiese existido Dios habría sido necesario inventarlo”, Rousseau inventó el ser supremo, el dios abstracto y estéril de los deístas». Este gran compañero agregaría luego: «Yo revierto la frase de Voltaire, y digo esto, si Dios realmente existiese, sería necesario abolirlo».
Para Rousseau, el hombre es el ser individualista y es el ser social, y un contrato sería la forma vinculante entre estas dos realidades aparentemente contradictorias. Dios es el creador, pero ya no representa nada más que eso. «¡Gracias por tu trabajo! De ahora en adelante será el Estado el que organice las cosas por aquí». El Estado y sus intelectuales daban así una elegante solución al poder divino.
Él es el único. Él es el omnipotente. Él se encargará. A él se le pedirá que vele por nosotros. A él se le suplicará. Él es dios.
Es en tierras cristianas, durante el reinado de Constantino, que comienzan a observarse los primeros indicios de lo que eventualmente devendría en secularismo y en la “separación” entre el Estado y la Iglesia. Los obispos son exentos del pago de impuestos y son quienes sacralizan las guerras contra el paganismo, a cuyas comunidades se las saquea para enriquecer al Estado-templo.
Pero esta simbiosis lentamente va decantando en una unidad de poder que requiere elementos más y más complejos y divididos y funciones técnicas cada vez más avanzadas. La estructura teocrática parece no responder con la suficiente celeridad y otros tentáculos del dominio comienzan a asumir un rol central. Cuando se disipa el manto sagrado de las generaciones de cruzadistas, los nobles europeos comenzarán a reconocer que la iglesia es tan expropiable como el campesinado y que, en la medida en que lo necesiten, pueden instrumentalizar a esta organización. Para la Iglesia, sin embargo, resulta más deseable que esa expropiación sea nobiliaria antes de que la realicen las comunidades libres.
Pero si la propiedad de la tierra era uno de los puntos más sólidos del dominio eclesiástico durante la denominada Edad Media, el poder clerical se cimentaba también en la concentración bibliográfica y de conocimiento que había amasado durante muchos siglos. Esta se convertiría en la ciencia, esa antorcha que en la mano de los enciclopedistas daría luz sobre la tierra y alejaría a las sombras del oscurantismo religioso.
Los burócratas, que en gran medida provenían de la propia iglesia, se enfilaban para incluir a los centros de escribas de la iglesia (esos lugares que llamamos universidades) en la estructura estatal. Esos centros, que ya producían sujetos de conocimiento, ahora comenzarían su producción en masa de servidores intelectuales para el Estado.
La iglesia deja de ser necesaria para la producción de los científicos, saqueadores de conocimiento, que comienzan a recorrer el mundo para robar todo lo que pueden y llevar registro de ese robo en sus cuadernos de “investigación”. El Estado, que ya tiene sus talleres nacionales, puede asumir tranquilamente la formación y adoctrinamiento de estos sujetos especializados en el pensar.
La desposesión se completa. Todo se concentra. Las cosas son objetos que se llevan al mercado. Los seres humanos son ahora también cosas. Sus ideas también son cosas. Nunca habían habido tantos dioses, pero por sobre todo, nunca uno en particular había sido tan poderoso y brillante como el dios dinero.
El vínculo ideológico-teológico que sujetó durante otras épocas empezó a tambalearse, se necesitaba un nuevo discurso-religión. Y si no surgía naturalmente, había que inventarlo.
Bakunin, en Dios y el Estado describe cómo: «habiendo oído a Voltaire que “si no hubiese existido Dios habría sido necesario inventarlo”, Rousseau inventó el ser supremo, el dios abstracto y estéril de los deístas». Este gran compañero agregaría luego: «Yo revierto la frase de Voltaire, y digo esto, si Dios realmente existiese, sería necesario abolirlo».
Para Rousseau, el hombre es el ser individualista y es el ser social, y un contrato sería la forma vinculante entre estas dos realidades aparentemente contradictorias. Dios es el creador, pero ya no representa nada más que eso. «¡Gracias por tu trabajo! De ahora en adelante será el Estado el que organice las cosas por aquí». El Estado y sus intelectuales daban así una elegante solución al poder divino.
Él es el único. Él es el omnipotente. Él se encargará. A él se le pedirá que vele por nosotros. A él se le suplicará. Él es dios.
El Estado es el Hombre
Él. Guerrero, sabio, disciplinador, racional.
Con el ascenso de los poderes separados, su constitución en formas estatales y su síntesis en El Estado, las mujeres experimentaron un grado cada vez más vertiginoso de domesticación, abuso e instrumentalización, meras vasijas portadoras de futuros líderes y soldados. Las mujeres fueron esclavas de los que vencían en el saqueo, que asesinaban a todos los hombres y embarazaban forzadamente a las mujeres para prevenir su escape.
En las comunidades, las mujeres tenían un determinante rol en la transmisión oral. Con el desarrollo de los Estados y el sistema de escribas, la mujer perdió gradualmente ese rol. Cuando la memoria pasó de ser un ejercicio común a depender de un poder central, los escribas borraron deliberadamente a las mujeres de los registros. La civilización actual tilda de relatos y mitos a las historias que las comunidades narraban de sus orígenes, de su cotidianidad. Pero el verdadero relato, el verdadero mito es la Historia, la que se escribe en las tablas del Estado.
Esa Historia (his-story en inglés, «el relato de él») es la progresión del dominio, de la autoridad, de la cosificación, de la destrucción de la comunidad, de la suplantación de la comunidad por seudocomunidades (razas, partidos políticos, naciones, equipos de fútbol, sistemas teológicos, orientaciones sexuales, géneros musicales, y un largo etc.). La resistencia es lo único verdaderamente humano en toda esa Historia.
Los miembros de las comunidades tenían sus historias, sus momentos colectivos, sus devenires singulares. Había aquellos y aquellas que vivían situaciones extremas e increíbles y las contaban para deleite de toda la comunidad. Las historias eran el producto de la vida. La vida no estaba encorsetada por la Historia.
Los seres humanos siempre tuvimos cosas más importantes que hacer que simplemente sobrevivir. El relato paternalista del Estado indica que sin Estado todos seríamos maníacos homicidas que defenderíamos unos pocos trozos de comida. Es justamente la desposesión la que genera el hambre, la criminalidad, la insania.
Si en muchas comunidades la mujer era la madre, la tierra, la portadora de vida, el hombre encuentra su armadura en el Estado y ataca. Porque el Estado no es vida, él dice que no ha nacido y no morirá, que está aquí desde siempre.
El Estado es nuestro padre, el patriarca, y a él honraremos, por él nacemos, por él vivimos y por él moriremos.
Con el ascenso de los poderes separados, su constitución en formas estatales y su síntesis en El Estado, las mujeres experimentaron un grado cada vez más vertiginoso de domesticación, abuso e instrumentalización, meras vasijas portadoras de futuros líderes y soldados. Las mujeres fueron esclavas de los que vencían en el saqueo, que asesinaban a todos los hombres y embarazaban forzadamente a las mujeres para prevenir su escape.
En las comunidades, las mujeres tenían un determinante rol en la transmisión oral. Con el desarrollo de los Estados y el sistema de escribas, la mujer perdió gradualmente ese rol. Cuando la memoria pasó de ser un ejercicio común a depender de un poder central, los escribas borraron deliberadamente a las mujeres de los registros. La civilización actual tilda de relatos y mitos a las historias que las comunidades narraban de sus orígenes, de su cotidianidad. Pero el verdadero relato, el verdadero mito es la Historia, la que se escribe en las tablas del Estado.
Esa Historia (his-story en inglés, «el relato de él») es la progresión del dominio, de la autoridad, de la cosificación, de la destrucción de la comunidad, de la suplantación de la comunidad por seudocomunidades (razas, partidos políticos, naciones, equipos de fútbol, sistemas teológicos, orientaciones sexuales, géneros musicales, y un largo etc.). La resistencia es lo único verdaderamente humano en toda esa Historia.
Los miembros de las comunidades tenían sus historias, sus momentos colectivos, sus devenires singulares. Había aquellos y aquellas que vivían situaciones extremas e increíbles y las contaban para deleite de toda la comunidad. Las historias eran el producto de la vida. La vida no estaba encorsetada por la Historia.
Los seres humanos siempre tuvimos cosas más importantes que hacer que simplemente sobrevivir. El relato paternalista del Estado indica que sin Estado todos seríamos maníacos homicidas que defenderíamos unos pocos trozos de comida. Es justamente la desposesión la que genera el hambre, la criminalidad, la insania.
Si en muchas comunidades la mujer era la madre, la tierra, la portadora de vida, el hombre encuentra su armadura en el Estado y ataca. Porque el Estado no es vida, él dice que no ha nacido y no morirá, que está aquí desde siempre.
El Estado es nuestro padre, el patriarca, y a él honraremos, por él nacemos, por él vivimos y por él moriremos.
El Estado es la cárcel
El uso de prisiones, cárceles, lugares de encierro o sistemas de trabajos forzados se establece en diversas partes del mundo, emergiendo de los antiguos sistemas punitivos de venganza, como la Ley del Talión babilónica y otros códigos de la antigüedad.
Es fundamental para un poder el demostrar que es capaz de sentenciar y encarcelar. En épocas de difusos poderes y estructuras solapadas, como durante la Edad Media, esa habilidad era central para que, tanto la población regional como los otros poderes, reconocieran la autoridad y el dominio.
Una vez que ese dominio se establece es tiempo de que toda esa fuerza humana encadenada sea utilizada por el titán estatal. Éste utiliza a los condenados en sus galeras, en las tareas militares más peligrosas, en las canteras y en los trabajos más arduos, mostrándoles siempre al resto de los habitantes cuál es el destino de los insumisos a la ley estatal. Pero en determinadas épocas, ni siquiera esto fue suficiente, y la brutalidad estatal escaló a niveles sin precedentes. Los que no eran sentenciados a la pena capital o a un período de esclavitud por deudas, eran encerrados en los lugares más insalubres y recibían torturas constantes, a menudo en público.
La herejía era uno de los peores crímenes y las prisiones cumplieron una notable función de reeducación religiosa. Hasta principios del siglo XX, en muchas prisiones sólo permitían lecturas religiosas y gran cantidad de prisioneros interactuaban únicamente entre ellos, con sus carceleros y con los sacerdotes. Fue en los albores del Estado Moderno cuando esa tristísima cruzada conocida como Inquisición sentó las bases del moderno sistema judicial de delación, testigos y arrestos preventivos, hiriendo en el proceso a un difuso pero potente movimiento comunista que se desarrollaba en Europa bajo la forma de sectas heréticas, movimientos milenaristas, bandas campesinas y cristianos disidentes de diversa índole.
La pulsión por el trabajo impago se transforma en la gran prioridad de la máquina estatal que, en Inglaterra, desde el siglo XIV construyó lugares conocidos como casas de trabajo para alojar a los paupers (indigentes, pauperizados) de las ciudades. Allí se les instruía desde niños a ser buenos trabajadores, se les enseñaba a realizar tareas de hilado y tejido, y se los observaba permanentemente. El Panóptico de Bentham no fue un invento magistral, sino resultado de siglos de disciplinamiento de pobres en las casas de trabajo, que se parecían cada vez más a las prisiones. Cuando la evolución de las políticas sociales británicas hizo que muchas fueran cerradas, sus edificios encontraron prontamente un nuevo uso.
Bajo ese mismo designio, los imperios coloniales enviaron a los prisioneros que no recibían pena de muerte a trabajar a las colonias, a luchar contra los pobladores originarios, violar a las mujeres para poblar el nuevo dominio de mestizos, vigilar a los esclavos y asistir en las tareas del campo. Esto no debe sorprendernos, sobre todo si tenemos en cuenta que en la Antigua Grecia algunas ciudades reclutaban su cuerpo de policía entre esclavos que habían probado su lealtad. Siempre que le fue posible, el Estado utilizó a los mismos pobres para que se controlen y traicionen entre ellos, y esa práctica llega hasta la actualidad.
El Estado es la gran cárcel de todos los proletarios, ¡y nuestro único escape es su destrucción!
Es fundamental para un poder el demostrar que es capaz de sentenciar y encarcelar. En épocas de difusos poderes y estructuras solapadas, como durante la Edad Media, esa habilidad era central para que, tanto la población regional como los otros poderes, reconocieran la autoridad y el dominio.
Una vez que ese dominio se establece es tiempo de que toda esa fuerza humana encadenada sea utilizada por el titán estatal. Éste utiliza a los condenados en sus galeras, en las tareas militares más peligrosas, en las canteras y en los trabajos más arduos, mostrándoles siempre al resto de los habitantes cuál es el destino de los insumisos a la ley estatal. Pero en determinadas épocas, ni siquiera esto fue suficiente, y la brutalidad estatal escaló a niveles sin precedentes. Los que no eran sentenciados a la pena capital o a un período de esclavitud por deudas, eran encerrados en los lugares más insalubres y recibían torturas constantes, a menudo en público.
La herejía era uno de los peores crímenes y las prisiones cumplieron una notable función de reeducación religiosa. Hasta principios del siglo XX, en muchas prisiones sólo permitían lecturas religiosas y gran cantidad de prisioneros interactuaban únicamente entre ellos, con sus carceleros y con los sacerdotes. Fue en los albores del Estado Moderno cuando esa tristísima cruzada conocida como Inquisición sentó las bases del moderno sistema judicial de delación, testigos y arrestos preventivos, hiriendo en el proceso a un difuso pero potente movimiento comunista que se desarrollaba en Europa bajo la forma de sectas heréticas, movimientos milenaristas, bandas campesinas y cristianos disidentes de diversa índole.
La pulsión por el trabajo impago se transforma en la gran prioridad de la máquina estatal que, en Inglaterra, desde el siglo XIV construyó lugares conocidos como casas de trabajo para alojar a los paupers (indigentes, pauperizados) de las ciudades. Allí se les instruía desde niños a ser buenos trabajadores, se les enseñaba a realizar tareas de hilado y tejido, y se los observaba permanentemente. El Panóptico de Bentham no fue un invento magistral, sino resultado de siglos de disciplinamiento de pobres en las casas de trabajo, que se parecían cada vez más a las prisiones. Cuando la evolución de las políticas sociales británicas hizo que muchas fueran cerradas, sus edificios encontraron prontamente un nuevo uso.
Bajo ese mismo designio, los imperios coloniales enviaron a los prisioneros que no recibían pena de muerte a trabajar a las colonias, a luchar contra los pobladores originarios, violar a las mujeres para poblar el nuevo dominio de mestizos, vigilar a los esclavos y asistir en las tareas del campo. Esto no debe sorprendernos, sobre todo si tenemos en cuenta que en la Antigua Grecia algunas ciudades reclutaban su cuerpo de policía entre esclavos que habían probado su lealtad. Siempre que le fue posible, el Estado utilizó a los mismos pobres para que se controlen y traicionen entre ellos, y esa práctica llega hasta la actualidad.
El Estado es la gran cárcel de todos los proletarios, ¡y nuestro único escape es su destrucción!
La crítica del Estado
La crítica del Estado no es creación ni propiedad de ningún individuo, estructura o movimiento social particular. La crítica del Estado se desarrolla desde el doloroso y arduo proceso de las luchas sociales contra él. No es una teoría científica, no es una hipótesis que se comprobaría empíricamente, ni progresa de a bloques. Es por tanto, cíclica, caótica y a menudo olvidada por muchos.
La burguesía en general y la socialdemocracia en particular han logrado que en el mundo se asimile la lucha contra el Estado a una posición anarquista. Pero el término “anarquista”, como el de “socialista” o “comunista”, han querido decir distintas cosas, incluso opuestas y contradictorias entre sí, significando revolución y también contrarrevolución.
La contrarrevolución se expresó de la mano de los teóricos del reformismo que defendieron el orden burgués, pretendiendo depurarlo de sus contradicciones. Fueron esas ideologías socialdemócratas las que, en momentos claves de la historia, justificaron la defensa del Estado y el Capital. Hablaron de producir con eficiencia y promover el desarrollo económico. Hablaron de la paz universal y la cooperación, pero lo que buscaban era el disciplinamiento de las fuerzas proletarias tanto en las fábricas como en los ejércitos.
La lucha revolucionaria contra el Capital y el Estado fue desarrollada por compañeros de distintas corrientes. Estos son compañeros revolucionarios, no por sus denominaciones o por lo que ellos dijeran de sí mismos, sino por su fuerza y coraje en la lucha por liquidar el orden burgués.
La burguesía en general y la socialdemocracia en particular han logrado que en el mundo se asimile la lucha contra el Estado a una posición anarquista. Pero el término “anarquista”, como el de “socialista” o “comunista”, han querido decir distintas cosas, incluso opuestas y contradictorias entre sí, significando revolución y también contrarrevolución.
La contrarrevolución se expresó de la mano de los teóricos del reformismo que defendieron el orden burgués, pretendiendo depurarlo de sus contradicciones. Fueron esas ideologías socialdemócratas las que, en momentos claves de la historia, justificaron la defensa del Estado y el Capital. Hablaron de producir con eficiencia y promover el desarrollo económico. Hablaron de la paz universal y la cooperación, pero lo que buscaban era el disciplinamiento de las fuerzas proletarias tanto en las fábricas como en los ejércitos.
La lucha revolucionaria contra el Capital y el Estado fue desarrollada por compañeros de distintas corrientes. Estos son compañeros revolucionarios, no por sus denominaciones o por lo que ellos dijeran de sí mismos, sino por su fuerza y coraje en la lucha por liquidar el orden burgués.
La revolución contra el Estado
Las palabras que hacen latir violentamente los corazones, que deleitan los oídos, que vibran entre las manos y que resplandecen la mirada, son aquellas que se escriben y se gritan, que se subliman en mil timbres simultáneos, que se imprimen clandestinamente, que se susurran entre amantes.
Mas no son los términos, las palabras, los que pueden dar vuelta el mundo. Afirmamos: «Muerte al Estado y al Capital. Viva el comunismo y la anarquía», pero la sóla verbalización no convierte la afirmación en fuerza social. Las palabras son palabras muertas sin comunidad y lucha, sin voluntad y crítica, sin solidaridad y pasión.
Las palabras, los gritos y la confianza en la lucha se nutren día a día del comunismo. Y aunque el capitalismo intenta desde hace siglos borrar de nuestras vidas todo trazo de él, el comunismo —en tanto que movimiento real de supresión del órden existente— surge sin cesar en el seno de nuestras luchas y más tendemos a esbozarlo cuanto más nos alzamos contra el Capital. Esbozo de un mañana sin Estado ni Capital, más también de lucha de ayer y de hoy, lucha por negar lo que nos niega, lucha en comunidad. Es la actividad revolucionaria en la que nuevos vínculos nacen, pasiones antes enterradas se despiertan y la relación de dominación de las cosas sobre los hombres se desploma.
¡Ayer y hoy! la salida está en nosotros mismos, en nosotras mismas; quedémosnos con esto.
Aquella esperanza que alumbró Chicago hoy nos quema. Aquellas gotas de sangre hoy son este río de muertos que, aun en sus momentos más duros, nos dice que la pelea no es una cuestión nacional, que la revolución social es una necesidad mundial que contenemos y nos contiene. Y que, sin este contenido, puede haber guerra entre derecha e izquierda, entre demócratas y fascistas, pero revolución jamás.
Compañeros y compañeras la realidad es una: ¡todo para los explotados o todo para los explotadores!
Mas no son los términos, las palabras, los que pueden dar vuelta el mundo. Afirmamos: «Muerte al Estado y al Capital. Viva el comunismo y la anarquía», pero la sóla verbalización no convierte la afirmación en fuerza social. Las palabras son palabras muertas sin comunidad y lucha, sin voluntad y crítica, sin solidaridad y pasión.
Las palabras, los gritos y la confianza en la lucha se nutren día a día del comunismo. Y aunque el capitalismo intenta desde hace siglos borrar de nuestras vidas todo trazo de él, el comunismo —en tanto que movimiento real de supresión del órden existente— surge sin cesar en el seno de nuestras luchas y más tendemos a esbozarlo cuanto más nos alzamos contra el Capital. Esbozo de un mañana sin Estado ni Capital, más también de lucha de ayer y de hoy, lucha por negar lo que nos niega, lucha en comunidad. Es la actividad revolucionaria en la que nuevos vínculos nacen, pasiones antes enterradas se despiertan y la relación de dominación de las cosas sobre los hombres se desploma.
¡Ayer y hoy! la salida está en nosotros mismos, en nosotras mismas; quedémosnos con esto.
Aquella esperanza que alumbró Chicago hoy nos quema. Aquellas gotas de sangre hoy son este río de muertos que, aun en sus momentos más duros, nos dice que la pelea no es una cuestión nacional, que la revolución social es una necesidad mundial que contenemos y nos contiene. Y que, sin este contenido, puede haber guerra entre derecha e izquierda, entre demócratas y fascistas, pero revolución jamás.
Compañeros y compañeras la realidad es una: ¡todo para los explotados o todo para los explotadores!
¡Viva el Primero de Mayo!
¡Viva la revolución social!
¡Viva la revolución social!
No hay comentarios:
Publicar un comentario