¡Viva la Anarquía! Fue su último grito. Al instante, una serie de descargas por parte del escuadrón de fusilamiento destrozarían el pecho de aquel albañil catalán. Un último tiro de gracia del subteniente Rodríguez definiría su suerte.
Joaquín Penina caía muerto la noche del 10 de septiembre de 1930 en manos del régimen cívico-militar encabezado por Uriburu y Agustín P. Justo, convirtiéndose así en el primer caso de desaparición forzada en Argentina. Este accionar, décadas más tarde, sería retomado de manera sistemática por el régimen de Videla y compañía.
Penina cruzó el Atlántico, de España hacia Rosario, en 1925. Proveniente de una pequeña aldea llamada Gironella -ubicada en la provincia de Barcelona- rápidamente tomó contacto con sus compañeros de ideas y consiguió trabajo como albañil. Adhirió al movimiento de la F.O.R.A., participando activamente de la Federación Obrera Local Rosarina (adherida a ésta), en la Sociedad de Resistencia de Oficios Varios. También llevaba a cabo una ardua actividad propagandística, distribuyendo libros, periódicos y folletos, que casi siempre pagaba con sus pequeños ahorros, y los regalaba o vendía a precios mínimos.
A escasos días de estallar el golpe de Uriburu, el joven catalán es detenido junto con su compañero de vivienda, Victorio Constantini, siendo trasladados ambos al Departamento de Policía. Allí, horas más tarde se sumará otro detenido, Pablo Porta, que había acudido a la casa de Penina, siendo atrapado por la policía cuando se retiraba.
Porta y Constantini recuperarían su libertad, pero Penina no correría la misma suerte. Allí se lo acusa de escribir y repartir un folleto contra el gobierno militar, lo que significa, estando en vigencia la Ley Marcial, la pena de muerte. Así, horas después de su detención, sería transportado a las barrancas del Saladillo, donde se concretaría el cobarde acto perpetrado por el Ejército y la Policía.
El fusilamiento de Penina se encuadra en un contexto que marca el inicio en el país de una serie de dictaduras apoyadas por sectores burgueses, terratenientes, clericales y civiles. Marca también el comienzo de la decadencia del movimiento obrero revolucionario en la región, que empieza a ser subsumido por la participación política y el sindicalismo, que se manifiesta en la naciente Confederación General del Trabajo.
Recordamos a Penina por su honradez, su ética y su entrega al ideal ácrata. No es nuestra intención convertirlo en un mártir. Fue simplemente un joven proletario que pagó las consecuencias de su accionar revolucionario, sin arrepentirse. Y frente a la muerte, su eco repercute para llegar al oído de todos los rebeldes, en un grito supremo: ¡Viva la Anarquía!
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