Dice Virginie Despentes que la
violación es también un diálogo privado a través del cual un hombre
declara a otros hombres: «yo me cojo a sus mujeres brutalmente». Suena
exagerado, pero no lo es tanto. Las amenazas y el deseo de vengarse del violador son parte del diálogo que aunque se haga público excluye a las mujeres.
Estos hombres que pretenden apropiarse de mujeres siguen
considerándolas parte de un decorado que se puede violar o defender pero
carente de vida propia. No se dirige la palabra a las mujeres en
cuestión ni para preguntar como se sienten, si precisan algo, o
simplemente dar fuerzas. Mucho menos se dirige a otras mujeres, para ver
cómo es que suceden estas cosas, cómo podemos detenerlo. Porque no les
importa. Lo que les urge en las entrañas es recoger el guante y
responder lo más virilmente que se pueda.
En este mismo diálogo se supone que, paradójicamente, la violación combatiría la violación.
Y así, se expulsan amenazas al blanco viviente en el que se convirtió
el violador acusado. Expresan sin pudor sus fantasías sobre cómo debería
ser violado el violador, qué cosas deberían hacerse con su culo, a qué
debería ser sometido. Para ellos, la violación sigue siendo una forma de colonizar los cuerpos, de disciplinar a los seres humanos.
Tal como actúa el violador, consideran la violación como una
herramienta válida, aunque neutral, y que cada quien podría darle un
buen o mal uso.
Cabe señalar por qué escribimos líneas arriba lo de blanco viviente,
es que mientras esa persona no sea popularmente señalada o legalmente
acusada mejor no apuntar, «no meterse en la vida privada de los demás». El ciudadano decente actúa, o más bien opina, como si las violaciones fueran hechos fortuitos, extraordinarios.
Refuerzan la idea de que son llevadas a cabo por monstruos enfermos
cuando en verdad son realizadas por seres humanos normalizados.
Refuerzan la idea, premisa de los medios de comunicación, de que son
desconocidos acechantes en calles oscuras solo para que las mujeres
vivan aterradas, con miedo a la noche, las salidas, los viajes, al sexo,
a moverse lo más libremente que se pueda en este mundo. La realidad es
que la gran mayoría de las veces ocurre en el seno del hogar, por
familiares, parejas y exparejas. Pero eso es ocultado sistemáticamente
por quienes mantienen el terror y la incomunicación.
Es descorazonador que ante cada caso se piense en la venganza y no en comenzar a ayudar y a evitar a que no suceda.
¿Cuándo nos podemos dar cuenta de que estamos frente a un abusador? ¿Es
posible que no me lo haga si ya lo hizo, solo porque dijo que iba a
cambiar? ¿Aceptar y reproducir esta noción de amor romántico y posesivo
no será un factor determinante? ¿Cómo podemos protegernos? ¿Cuándo aún
podemos zafar de una relación nociva que seguramente terminará mal? Son
preguntas que quedan desplazadas ante el aturdimiento de indignación
repetitiva y circular.
La cultura de la violación es culpar
a la persona abusada y trivializar una violación por no ser lo
suficientemente brutal. Pero también es la cosificación de los cuerpos
para el beneficio personal y el empleo de la violación como arma de
guerra, sea para invadir un país como hacen los militares de las grandes
potencias, o como hacen o desean los civiles, para enderezar a unos supuestos desviados, que no son más que miembros sanos de esta sociedad enfermiza.
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