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La distinción entre amigos y enemigos es necesaria para hacer política, para aspirar a gobernar desde el Estado y administrar la economía capitalista, o para apoyarlo “en las calles”. Pero más allá de la política se evidencia el lugar de esas contraposiciones cuando vemos su interdependencia, que los enemigos de ayer pueden ser los amigos de hoy, y que ambos lados de la distinción existen en tanto roles necesarios de una dinámica de acumulación que los excede. Desde una perspectiva revolucionaria, ¿de qué nos sirve posicionarnos en esas polarizaciones? Además, cabe subrayar que emplear el vocablo “amistad” para estas cuestiones es cuanto menos incómodo.
La oposición amigo-enemigo no tiene por finalidad pues la neutralización del oponente sino todo lo contrario, el enfrentamiento permanente mantiene viva la dinámica y preserva la existencia mutua.
A partir de Carl Schmitt (1888-1985) –autor de El concepto de lo político, libro en el cual teoriza y defiende dicha distinción– podemos afirmar que lo político no existiría sin la figura del enemigo. El reconocimiento de ese otro permite la construcción de la propia identidad política. La construcción y mantenimiento del enemigo es fundamental para la reproducción cultural y moral de los buenos. Esto sucede simétricamente a ambos lados de la escisión. Es psicológicamente conveniente tratar al enemigo como si fuera lo contrario a uno, y por tanto lo malo, ya que la definición de enemigo es delineada por quienes se consideran a sí mismos buenos.
En política, el enemigo no se vuelve tal a partir de una serie de conclusiones sino al revés: porque se lo define como enemigo se comienzan a enumerar sus horrores. Horrores que en el bando propio pueden no ser tales. Vistos de afuera, ambos rivales comienzan a volverse indistinguibles entre sí. A medida que su oposición se intensifica, sus comportamientos se mimetizan, son “gemelos” en su obsesión. Gobierno y oposición, no importa quién es quién sino que cumplan su rol, para lo cual suponen tener diferentes modelos, distintos proyectos de país. A pesar de personificar intereses de sectores capitalistas específicos, la dinámica de conjunto de la acumulación se impone. Desde hace varios años esta es inestable, sin un horizonte definido. Se trata de un contexto de estancamiento económico con polarización y alternancia política que realza la utilización de la distinción amigo-enemigo.
“Argentinos de bien”
En campaña o en plena función de gobierno, Javier Milei y La Libertad Avanza, se dirigen a sus interlocutores como «argentinos de bien». Se trata de la imagen trillada de los ciudadanos representantes del esfuerzo laboral y la honestidad. Una imagen nada más, a la que esta vez agregan otras características: no forman parte de la “casta” ni “viven del Estado” (delicada expresión en un país en el cual la reproducción de gran parte de la población depende de las ayudas sociales) y se jactan de no sucumbir al “marxismo cultural”.
La representación política en esta democracia representativa es circular: no solo los representados eligen a sus representantes, los representantes eligen a sus electores haciéndolos sus representados. Cada líder produce su narrativa para dirigirse específicamente a su interlocutor terminando de darle forma al tipo de ciudadano que busca representar. De este modo, el trabajador precarizado o el emprendedor, excelentes recipientes para el discurso liberal, terminan de delinear su subjetividad.
Así, los «argentinos de bien», aquellos ciudadanos que sienten no haber sido escuchados por el Estado, son subjetivizados precisamente desde el Estado. El relato precisa de los otros, “mandriles”, quienes quieren destruir el país, la propiedad, la familia o la distinción de género (suena tentador pertenecer a ese otro pero no se trata más que del peronismo y sus colectoras).
«La batalla cultural se rige por las reglas universales y atemporales de la política, a las que ellos han sabido adaptarse bien. Ahora nos toca a nosotros superarlos, porque, además, nosotros somos mejores en todo, y ellos van a perder contra nosotros». Esta frase de Milei condensa todo un proceder, no solo respecto de la utilización del nosotros y el ellos sino también porque evidencia la importancia de la imitación.
“El pueblo argentino”
“El conductor” produce una narrativa de pueblo al otorgarle un origen y un destino. La masa de población se reconoce pueblo cuando hace omisión de sus determinaciones materiales y hace suyo el proyecto del conductor que es, circularmente, el deseo del pueblo. Así, se llega a conclusiones como “el pueblo argentino es peronista por naturaleza”. Pero ya “el pueblo argentino” es una construcción social determinada por la organización en naciones de la acumulación de capital con su división internacional del trabajo. Por otra parte, ningún pibe nace peronista ni “argentino de bien”.
«El “pueblo” es un concepto que no distingue entre explotadores y explotados, no es más que una construcción del Estado que constituye el orden dominante.
La población existe, sin embargo, la forma de categorizarla no es natural, la manera de designarla es política. No existe a la espera de ser reconocida y tener significado, es algo totalmente construido. Sin lo que “pasionalmente” conocemos como pueblo, la razón de Estado carecería de sentido. Los propios límites geográficos gracias a los cuales se puede definir “el pueblo argentino” se establecen a partir del Estado argentino. Primero el Estado después su pueblo, jamás al revés. Es de esta manera que decenas de poblaciones y comunidades quedan encerradas en las fronteras de la Argentina. En su acepción más corriente, para que exista un territorio determinado debe existir un Estado determinado.
“El pueblo” no es un dato de la naturaleza, ni una clase social, siquiera un grupo sociológico, hay que construirlo y representarlo. Acontecimientos como las guerras, los mundiales o ciertos sucesos culturales refuerzan el concepto y ayudan a experimentarlo como realidad. Porque no es que no exista, existe como fuerza social. La vieja consigna de “el proletariado no tiene patria”, se trata de una perspectiva de lucha contra el nacionalismo, para evitar ser carne de cañón en las guerras, en las crisis, en la explotación cotidiana. Pero no podemos hacer como si no estuviésemos nacionalizados.» (¿Al gran pueblo argentino, salud?, La Oveja Negra nro. 86)
Surgen dos categorías de ciudadano: los nacionales y populares, los “hombres de buena voluntad” (Perón dixit); y del otro lado: los cipayos, los vendepatria, los enemigos del pueblo. Se trata de una categoría moral, que ni siquiera priva de hacer negocios cuando es necesario porque, como afirmaba Schmitt: «El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro.»
Así las cosas y, doblepensar mediante, tanto la voluntad del líder como la del movimiento (que ya no se considera simplemente el partido representante de los “intereses del pueblo”, sino directamente “el pueblo”) identifican su posición con la de la nación, con los “verdaderos intereses de la nación”.
Movimiento cíclico
En la Argentina de la campaña electoral permanente, hay una mística del movimiento, pero de un movimiento dirigido hacia lo parlamentario, una acción que se cierra sobre sí misma y no tiene mayor proyectualidad. El supuesto medio cada vez más asumido como fin.
Los idealistas pierden sus valores más sagrados y los socialistas sus análisis materialistas, toda su actividad deviene mero instrumento al servicio de la promoción, de la batalla cultural. El ethos político argentino dominado por el campañismo impide la posibilidad reflexiva: todo es chicana, insulto, competencia, imitación, fanatismo.
Pero esto no se soluciona con mejores narrativas o discursos más precisos. Si seguimos creyendo que la crisis de Argentina es de naturaleza política y de carácter nacional seguiremos en esta espiral de amigo-enemigo, en la espera del milagro liberal de “las fuerzas del cielo” o de la revelación del o la líder que nos guíe hacia la Patria peronista.
