domingo, 7 de diciembre de 2025

"AMIGOS Y ENEMIGOS": LA DISTINCIÓN DE LO POLÍTICO

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Es un secreto a voces cómo el amplio pero difuso espectro peronista y el amplio pero también difuso espectro liberal se necesitan uno al otro para mantenerse en carrera. “La grieta”, en Argentina, es una expresión usual para referir a una suerte de polarización política y cultural. Consiste en una división binaria y maniquea, es decir, una manera de reducir la sociedad a una oposición entre lo correcto y lo incorrecto, entre buenos y malos. Pero es algo más complejo que una grieta o una distancia: es un vínculo incestuoso de competencia e imitación.

La distinción entre amigos y enemigos es necesaria para hacer política, para aspirar a gobernar desde el Estado y administrar la economía capitalista, o para apoyarlo “en las calles”. Pero más allá de la política se evidencia el lugar de esas contraposiciones cuando vemos su interdependencia, que los enemigos de ayer pueden ser los amigos de hoy, y que ambos lados de la distinción existen en tanto roles necesarios de una dinámica de acumulación que los excede. Desde una perspectiva revolucionaria, ¿de qué nos sirve posicionarnos en esas polarizaciones? Además, cabe subrayar que emplear el vocablo “amistad” para estas cuestiones es cuanto menos incómodo.

La oposición amigo-enemigo no tiene por finalidad pues la neutralización del oponente sino todo lo contrario, el enfrentamiento permanente mantiene viva la dinámica y preserva la existencia mutua.

A partir de Carl Schmitt (1888-1985) –autor de El concepto de lo político, libro en el cual teoriza y defiende dicha distinción– podemos afirmar que lo político no existiría sin la figura del enemigo. El reconocimiento de ese otro permite la construcción de la propia identidad política. La construcción y mantenimiento del enemigo es fundamental para la reproducción cultural y moral de los buenos. Esto sucede simétricamente a ambos lados de la escisión. Es psicológicamente conveniente tratar al enemigo como si fuera lo contrario a uno, y por tanto lo malo, ya que la definición de enemigo es delineada por quienes se consideran a sí mismos buenos.

En política, el enemigo no se vuelve tal a partir de una serie de conclusiones sino al revés: porque se lo define como enemigo se comienzan a enumerar sus horrores. Horrores que en el bando propio pueden no ser tales. Vistos de afuera, ambos rivales comienzan a volverse indistinguibles entre sí. A medida que su oposición se intensifica, sus comportamientos se mimetizan, son “gemelos” en su obsesión. Gobierno y oposición, no importa quién es quién sino que cumplan su rol, para lo cual suponen tener diferentes modelos, distintos proyectos de país. A pesar de personificar intereses de sectores capitalistas específicos, la dinámica de conjunto de la acumulación se impone. Desde hace varios años esta es inestable, sin un horizonte definido. Se trata de un contexto de estancamiento económico con polarización y alternancia política que realza la utilización de la distinción amigo-enemigo.

“Argentinos de bien”

En campaña o en plena función de gobierno, Javier Milei y La Libertad Avanza, se dirigen a sus interlocutores como «argentinos de bien». Se trata de la imagen trillada de los ciudadanos representantes del esfuerzo laboral y la honestidad. Una imagen nada más, a la que esta vez agregan otras características: no forman parte de la “casta” ni “viven del Estado” (delicada expresión en un país en el cual la reproducción de gran parte de la población depende de las ayudas sociales) y se jactan de no sucumbir al “marxismo cultural”.

La representación política en esta democracia representativa es circular: no solo los representados eligen a sus representantes, los representantes eligen a sus electores haciéndolos sus representados. Cada líder produce su narrativa para dirigirse específicamente a su interlocutor terminando de darle forma al tipo de ciudadano que busca representar. De este modo, el trabajador precarizado o el emprendedor, excelentes recipientes para el discurso liberal, terminan de delinear su subjetividad.

Así, los «argentinos de bien», aquellos ciudadanos que sienten no haber sido escuchados por el Estado, son subjetivizados precisamente desde el Estado. El relato precisa de los otros, “mandriles”, quienes quieren destruir el país, la propiedad, la familia o la distinción de género (suena tentador pertenecer a ese otro pero no se trata más que del peronismo y sus colectoras).

«La batalla cultural se rige por las reglas universales y atemporales de la política, a las que ellos han sabido adaptarse bien. Ahora nos toca a nosotros superarlos, porque, además, nosotros somos mejores en todo, y ellos van a perder contra nosotros». Esta frase de Milei condensa todo un proceder, no solo respecto de la utilización del nosotros y el ellos sino también porque evidencia la importancia de la imitación.

“El pueblo argentino”

“El conductor” produce una narrativa de pueblo al otorgarle un origen y un destino. La masa de población se reconoce pueblo cuando hace omisión de sus determinaciones materiales y hace suyo el proyecto del conductor que es, circularmente, el deseo del pueblo. Así, se llega a conclusiones como “el pueblo argentino es peronista por naturaleza”. Pero ya “el pueblo argentino” es una construcción social determinada por la organización en naciones de la acumulación de capital con su división internacional del trabajo. Por otra parte, ningún pibe nace peronista ni “argentino de bien”.

«El “pueblo” es un concepto que no distingue entre explotadores y explotados, no es más que una construcción del Estado que constituye el orden dominante.

La población existe, sin embargo, la forma de categorizarla no es natural, la manera de designarla es política. No existe a la espera de ser reconocida y tener significado, es algo totalmente construido. Sin lo que “pasionalmente” conocemos como pueblo, la razón de Estado carecería de sentido. Los propios límites geográficos gracias a los cuales se puede definir “el pueblo argentino” se establecen a partir del Estado argentino. Primero el Estado después su pueblo, jamás al revés. Es de esta manera que decenas de poblaciones y comunidades quedan encerradas en las fronteras de la Argentina. En su acepción más corriente, para que exista un territorio determinado debe existir un Estado determinado.

“El pueblo” no es un dato de la naturaleza, ni una clase social, siquiera un grupo sociológico, hay que construirlo y representarlo. Acontecimientos como las guerras, los mundiales o ciertos sucesos culturales refuerzan el concepto y ayudan a experimentarlo como realidad. Porque no es que no exista, existe como fuerza social. La vieja consigna de “el proletariado no tiene patria”, se trata de una perspectiva de lucha contra el nacionalismo, para evitar ser carne de cañón en las guerras, en las crisis, en la explotación cotidiana. Pero no podemos hacer como si no estuviésemos nacionalizados.» (¿Al gran pueblo argentino, salud?, La Oveja Negra nro. 86)

Surgen dos categorías de ciudadano: los nacionales y populares, los “hombres de buena voluntad” (Perón dixit); y del otro lado: los cipayos, los vendepatria, los enemigos del pueblo. Se trata de una categoría moral, que ni siquiera priva de hacer negocios cuando es necesario porque, como afirmaba Schmitt: «El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro.»

Así las cosas y, doblepensar mediante, tanto la voluntad del líder como la del movimiento (que ya no se considera simplemente el partido representante de los “intereses del pueblo”, sino directamente “el pueblo”) identifican su posición con la de la nación, con los “verdaderos intereses de la nación”.

Movimiento cíclico

En la Argentina de la campaña electoral permanente, hay una mística del movimiento, pero de un movimiento dirigido hacia lo parlamentario, una acción que se cierra sobre sí misma y no tiene mayor proyectualidad. El supuesto medio cada vez más asumido como fin.

Los idealistas pierden sus valores más sagrados y los socialistas sus análisis materialistas, toda su actividad deviene mero instrumento al servicio de la promoción, de la batalla cultural. El ethos político argentino dominado por el campañismo impide la posibilidad reflexiva: todo es chicana, insulto, competencia, imitación, fanatismo.

Pero esto no se soluciona con mejores narrativas o discursos más precisos. Si seguimos creyendo que la crisis de Argentina es de naturaleza política y de carácter nacional seguiremos en esta espiral de amigo-enemigo, en la espera del milagro liberal de “las fuerzas del cielo” o de la revelación del o la líder que nos guíe hacia la Patria peronista.

LA PATOLOGIZACIÓN DEL ENEMIGO

Dar carácter de patología al otro, de acuerdo a la distinción amigo-enemigo, es un mecanismo que consiste en clasificar como enfermedad o desviación médica comportamientos, conductas o identidades. Se señala lo que sale de la norma, las propias creencias o simplemente lo que disgusta o enfada. Claro que nos enojamos e insultamos, a veces de formas poco correctas e indecorosas. Ese no es el problema, o en todo caso es otro problema, lo que queremos pensar es cómo se hace del insulto una práctica y del rechazo un modo de analizar la realidad.

En nuestra sociedad, la disciplina, el control y la represión también se ejercen a través de técnicas de normalización y regulación sobre la vida misma. Se trata de la necesaria violencia extraeconómica que refiere a la coerción y la fuerza del Estado utilizada para reproducir el modo de producción capitalista. Esto fue necesario especialmente durante la denominada acumulación originaria pero podemos ver aún su persistencia. Esta violencia no se ejerce directamente en la relación económica entre capitalistas y trabajadores, sino que es ejecutada por medios políticos o militares, a fuerza de leyes, violencia física directa e imponiendo una noción de normalidad. Ya se trate de expropiar de sus tierras a indígenas o campesinos para proletarizarlos, ya de disciplinar a los proletarios imponiéndoles una conducta específica, la justificación empleada es religiosa y/o científica.

Ya no se trata de si los pobladores originarios de este continente tienen o no alma como discutían siglos atrás. La burguesía mediante sus instituciones y discursos científicos (como los de la medicina y la psiquiatría) define qué es lo normal y lo anormal, creando así categorías no solo de desviación sino de enfermedad. Una vez patologizado, un individuo, un grupo de individuos o una población, las instituciones no solo pueden sino que deben intervenir para “corregirle” o “curarle”. Si se le encierra, reprime, o tortura es considerado por su propio bien.

En política, y parece que en Argentina “todo es político”, los insultos y las estigmatizaciones se han vuelto moneda corriente en una época donde escasean la reflexión y los argumentos. “Comunistas degenerados”, “kukas enfermos”, “liberales psicópatas”. De este modo, el problema no es el Estado sino que “el presidente es un loquito”, el problema no son las relaciones de producción capitalistas sino la locura. Evidentemente nos quieren decir que puede haber un capitalismo razonable así como un Estado cuerdo y coherente. Es en lo único que pueden diferenciarse de cara a la constante campaña electoral, en lo discursivo, porque a fin de cuentas administran, o anhelan administrar, la explotación, la miseria, el hambre.

El electorado se debate entre la libertad de expresión, la acusación, la corrección política y la penalización; puede, democráticamente, elegir todo a la vez sin percibir el absurdo. Horrorizarse por los insultos del presidente (en el primer año de Milei de las 739.000 palabras pronunciadass 4.000 fueron insultos) y a la vez señalar que son obra de un enfermo.

Cuando Alicia, en A través del espejo, se pregunta «si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes», Humpty Dumpty le responde: «La cuestión es saber quién manda... eso es todo».

Si hasta hace décadas atrás la homosexualidad era delito, hoy en nuestra sociedad de la tolerancia discursiva lo susceptible de ser amonestado es la homofobia. Los reaccionarios no se sienten cómodos con esto y sacan a relucir las armas de su enemigo: la libertad de expresión. De paso afirman que la homosexualidad es una enfermedad y ante la crisis de género propiciada por el mismo modo de producción que defienden culpan de tal “degeneramiento” al marxismo cultural. Del otro lado, la obsesión con el discurso, con que si es fóbico u odiante.

Si es enfermedad se puede curar, si es discurso de odio se puede acusar punitivamente de delito. Patologizar o penalizar la disidencia, la cuestión es quién hace las leyes y en qué momento.

La derecha exige su derecho a discriminar y estigmatizar. Juran que el igualitarismo es obra del comunismo, pero la igualación que temen es resultado de la igualación democrática y mercantil. No existe igualación forzada por los socialistas o por el marxismo cultural, ni siquiera en los países que llaman o se llamaron a sí mismos comunistas. Se trata de la igualdad de los vendedores privados de fuerza de trabajo. Nada más ni nada menos que la igualdad propiciada por el modo de producción capitalista.

Nos dicen que “la grieta es cognitiva”, entre “quienes razonan y quienes no”, entre “quienes tienen empatía y quienes no”. Pero resulta que quien no piensa como el acusador es acusado de no pensar y quien no empatiza como gusta el interlocutor es acusado de no sentir. Indignación selectiva: el otro está equivocado, está enfermo.

La locura como categoría política

Compartimos a continuación extractos de un artículo de Darío Cavacini publicado en Topía (los destacados son nuestros).

Si bien es cierto que a la locura se la asocia inmediatamente con padecimiento mental, no es una definición científica utilizada en el campo de la psiquiatría. Es una denominación de signo ideológico que sirve para identificar, rotular, agrupar y segregar a toda persona o grupo que altere el cotidiano funcionamiento de las sociedades.

El término proviene del latín locus, que significa “El que está en un lugar determinado, que no es el lugar correcto”. Padecer locura, estar loco, no sólo se refiere a haber perdido el juicio, sino a ocupar un lugar de exclusión social. Esta utilización del lenguaje se vincula también con la construcción histórica que se tiene acerca de la locura como extranjería, como aquello que proviene de otro lugar y no es nosotros.

En ocasiones a lo largo de la historia, sectores que representan la voz de lo normativo en la sociedad han tomado los conocimientos teóricos-prácticos del campo de la salud mental para describir a su otro político. Definiciones como loco, enfermo mental, psicótico o degenerado son utilizadas con frecuencia en el ámbito de la política para ubicar a toda persona o colectivo que esté en las antípodas de la propia concepción del mundo.

Este hecho adquiere una magnitud mayor cuando estas caracterizaciones provienen de los sectores que detentan lugares de poder, estableciendo simbolizaciones que no admiten fisuras ni repreguntas. La instancia normativa se sirve del discurso de la ciencia porque sabe que éste goza de una aceptación social unánime.

La validación al saber científico es prácticamente absoluta, no suele ser cuestionado por las leyes ni por las rebeliones populares, lo que, paradójicamente, también caracteriza al despotismo en la vida política. La utilización de la nomenclatura psiquiátrica para definir a ese otro político es una de las maneras en las que se enmascara el autoritarismo.

Una de las características principales de la locura es la ausencia de matices que nos permitan repensar nuestras ideas más arraigadas y poner en duda la rigidez de nuestros enunciados. Esa certeza absoluta y sin fallas, propia de la psicosis en el ámbito de la psicopatología y de las prácticas totalitarias en la política, es la que debería ser objeto de discusión.

La búsqueda de anular al otro político a través del discurso de la ciencia, genera un efecto paradojal. La patologización de ese otro pone al diagnóstico en el centro de la escena, adjudicándole todas las responsabilidades; lo que termina invisibilizando el contenido de los conceptos que ese otro utiliza para las decisiones de gestión. El foco debería estar puesto en cómo la materialización de esas ideas repercute en un mejoramiento o empeoramiento en las condiciones de vida de la mayoría de la población y no en diagnósticos que, en principio, no son posibles de aseverar.

Para que exista la razón, debe anteponerse la locura y viceversa. Es importante entender la lógica de este juego dialéctico, y cómo de acuerdo a los discursos hegemónicos propios de cada época, los parámetros que determinan una y otra pueden volverse aún más rígidos y arbitrarios. Y sobre todo cómo pueden ser utilizados desde lo normativo como un intento –infructuoso, por cierto– de invalidar a toda persona, sector político o institución que se oponga al propio imperio ideológico.

Por ello, resulta necesario contextualizar las definiciones de locura y normalidad entendiéndolas como complementarias para existir, y también los elementos y las personas que las definen en cada período de la historia, los intereses en juego y las consecuencias que acarrean en la vida de los destinatarios de tales abstracciones.

DESPEDIMOS A UN COMPAÑERO

El nuestro fue un vínculo de profunda confianza, no solo en lo que refiere a la amistad y el afecto, sino fundamentalmente a un hacer común basado en la curiosidad, el cuestionamiento de la realidad, así como la crítica de la comprensión propia y ajena al respecto.

Demasiado rápido llegó la enfermedad y, al contrario de lo que podría suponerse, no solo la amistad sino también la actividad común no hizo más que profundizarse. Su participación en las instancias de formación, las presentaciones, la publicación de artículos y libros, sus contribuciones a las producciones grupales en sus diferentes formas, no se detuvieron. Cuesta incluso recordar un encuentro personal desprovisto de conversaciones en torno a la crítica social. No era algo forzado. No se trataba de evadir la realidad más inmediata, sino afirmar las ganas de vivir y conocer. No era un hacer “a pesar de lo que toca”, sino hacer “con lo que toca”. Aceptar la realidad sin perderse en ella, sin abrumarse, asumir la dificultad paso a paso, de igual modo que la comprensión avanza determinación por determinación.

Romper con la naturalización de lo dado fue uno de los tópicos más recurrentes en las últimas conversaciones. La crítica de la economía y el método de producción de conocimiento que esta trae aparejada, el eje de nuestras últimas lecturas y elaboraciones compartidas. Creemos pertinente recordar las motivaciones de nuestro amigo. Más aún a sabiendas que de estar todavía con nosotros, encontraría el momento, de una forma u otra, de abordar dichas cuestiones.

Docente de oficio, contrarió aquel refrán que versa “casa de herrero, cuchillo de palo”. Quienes compartimos el ámbito de la biblio, nuestra casa, quedamos repletos de enseñanzas. Sus cuestionamientos fueron decisivos, y formaron parte de un proceso colectivo de nuevas lecturas y formas de conocer. Pero no se detuvo allí y, como decíamos, sus enseñanzas abarcaron la vida toda. Frente a la adversidad más cruda, nunca dejó de sorprendernos, de cuidarnos, de mostrarnos otras formas, apreciando cada rato compartido. Su gran sentido del humor estuvo presente hasta el final y, al igual que su uso de la palabra, era elaborado, preciso y nada ordinario. Lograba que todo a su alrededor fueran sonrisas, muchas veces desconcertadas, aunque no inoportunas.

Su recuerdo entristece, a la vez que reconforta, y sus ganas se vuelven contagiosas. Su pérdida nos conmueve, lo que no significa paralizar o cambiar de rumbo. Todo lo contrario.

Palabras dedicadas a la memoria de Mariano Serenelli, miembro activo de la biblioteca Alberto Ghiraldo y todos sus proyectos, fallecido en octubre de 2025.

NUEVA EMISIÓN DE TEMPERAMENTO RADIO

«No es depresión, es capitalismo»

A partir del nro. 96 del boletín continuamos reflexionando en torno a dicha consiga y a la problemática de la salud mental en el capitalismo contemporáneo.

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En la última entrega del año incluimos:

Más allá de Amnistía. Autolesión y revuelta, autora anónima, libro de Lazo Ediciones.

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