Cada asalariado necesita mejorar sus condiciones laborales. La ideología dominante empuja a la salida individual: hacia el «arreglate como puedas» capitalista, que suele significar huir hacia delante pisando las cabezas necesarias. La otra posibilidad es pensar y actuar colectivamente. Rechazada la opción del «sálvese quien pueda» las reivindicaciones salariales son ineludibles y necesarias mientras exista el salario. Pero una cosa es defender la fuerza de trabajo y otra es defender la fuente de trabajo, en este caso, la escuela o, mejor dicho, el Estado.
Es cierto que hoy las escuelas son un lugar de contención, donde miles de trabajadores de la educación dan lo mejor de sí para brindar conocimiento y afecto a millones de chicos. Pero a su vez, y esto no podemos olvidarlo nunca, son también un espacio de disciplinamiento, y no solo por los contenidos que pueden darse. Allí aprendimos durante años a reprimir nuestros cuerpos, encerrados, fichados, quietos, obedientes, cumpliendo horarios, siendo castigados o recompensados, salimos listos para el mercado laboral.
Como en todas las ocasiones que luchamos por nuestra fuerza, por el precio que ponemos a nuestro tiempo, no es necesario defender la institución educativa, como no lo es para un minero defender la minería a cielo abierto. Ya es suficiente con tener que negociar el precio de nuestras vidas como para agregarle el peso de defender a quienes nos compran, ya sea el Ministerio de Educación, una fábrica o una oficina.
El Capital, y no solo en Argentina, solo puede sobrevivir a costa de ajustes de cinturones cada vez más apretados y para ello es necesaria la disciplina, y no solo la que imparten los medios masivos de comunicación, porque estos no son más que un apoyo al gran disciplinamiento de la rutina a la que nos vemos sometidos proletarios grandes y chicos.
El progresismo, que es el progreso del Capital, también tiene su parte en las propuestas pedagógicas ministeriales que han adoptado cada vez más recursos progresistas, cargando a los maestros con una imposibilidad más, debiendo sostener aquel ideal de educación en un contexto completamente desfavorable, que mantiene aún las estructuras modernistas de educación formal. Una bajada de línea, “bonita” en los discursos pero imposible de implementar. He aquí la evidencia de que el actual conflicto gremial, provincial y nacional, no se centra únicamente en el aspecto salarial. Dentro de estas propuestas estatales se pueden oír cosas como: «procesos de subjetivación múltiples» —dado que los sujetos no son universalmente iguales; «ofrecimiento de mayor cantidad de herramientas de comprensión de signos»; desaparición de la idea o imagen de la escuela colonial; «desestructuración de las prácticas»; adopción de los nuevos recursos tecnológicos, entre otras. Propuestas que, para todo docente que desea “transformar” la sociedad haciendo únicamente modificaciones parciales y graduales, creyendo que el cambio se da desde la educación y que jamás se plantea el verdadero rol de la escuela dentro del sistema capitalista, le resulta de lo más estimulante. No nos dejemos engañar: lo insostenible de estas prácticas queda supeditado al contenido, de por sí demagógico, sumando mayores tareas a las docentes a la hora de planificar sus clases que, además de enseñar, deben cuidar, proteger, escuchar, contener, lidiar, reprender, y un largo etcétera.
Tanto pública como privada, la escuela ha sido y sigue siendo una herramienta de adoctrinamiento de los futuros trabajadores. Ese espacio por el que niños y niñas pasan la mayor parte de su crecimiento y juventud, aprendiendo a cumplir con los horarios preestablecidos, a obedecer a sus superiores, a efectuar debidamente las tareas asignadas, a permanecer en una misma aula durante una determinada cantidad de horas, a asimilar la moral de “buenos alumnos” (para convertirse luego en la de “buenos ciudadanos”) y, por sobre todo, a no cuestionar nunca la estructura de dicho sistema. Progresista o colonial, la escuela será siempre igual.
Es importante para el resto de proletarios que trabajadoras y trabajadores de la educación puedan comprenderse como tales, puedan despegarse de su ámbito de trabajo, criticar su labor civilizatoria y renegar del explícito carácter de género establecido específicamente para las mujeres maestras. Que dejen de entenderse dentro del círculo reducido de su especialidad, sino en solidaridad con otras mujeres trabajadoras y con la totalidad de personas explotadas en este mundo dominado por el Capital. Claro que la labor de los docentes es importante, pero no es importante ni para los niños, ni para sus padres, ni para los mismos trabajadores, es importante para la reproducción de este sistema de ganancia y muerte, que requiere que haya un ciclo de nuevos trabajadores libres y educados para explotar.
Los reclamos por mejoras de las condiciones laborales son la resistencia que tenemos más a mano los trabajadores a la hora de enfrentarnos a la explotación. Pero no debemos olvidar que, si bien se ciernen dentro de las reformas y se encuentran comúnmente dentro de los encuadramientos sindicales, son apenas un primer y pequeño paso para la emancipación total de las condiciones materiales de existencia que nos hacen vivir como vivimos.
Luchemos por una sociedad sin clases, de ningún tipo.
Es cierto que hoy las escuelas son un lugar de contención, donde miles de trabajadores de la educación dan lo mejor de sí para brindar conocimiento y afecto a millones de chicos. Pero a su vez, y esto no podemos olvidarlo nunca, son también un espacio de disciplinamiento, y no solo por los contenidos que pueden darse. Allí aprendimos durante años a reprimir nuestros cuerpos, encerrados, fichados, quietos, obedientes, cumpliendo horarios, siendo castigados o recompensados, salimos listos para el mercado laboral.
Como en todas las ocasiones que luchamos por nuestra fuerza, por el precio que ponemos a nuestro tiempo, no es necesario defender la institución educativa, como no lo es para un minero defender la minería a cielo abierto. Ya es suficiente con tener que negociar el precio de nuestras vidas como para agregarle el peso de defender a quienes nos compran, ya sea el Ministerio de Educación, una fábrica o una oficina.
El Capital, y no solo en Argentina, solo puede sobrevivir a costa de ajustes de cinturones cada vez más apretados y para ello es necesaria la disciplina, y no solo la que imparten los medios masivos de comunicación, porque estos no son más que un apoyo al gran disciplinamiento de la rutina a la que nos vemos sometidos proletarios grandes y chicos.
El progresismo, que es el progreso del Capital, también tiene su parte en las propuestas pedagógicas ministeriales que han adoptado cada vez más recursos progresistas, cargando a los maestros con una imposibilidad más, debiendo sostener aquel ideal de educación en un contexto completamente desfavorable, que mantiene aún las estructuras modernistas de educación formal. Una bajada de línea, “bonita” en los discursos pero imposible de implementar. He aquí la evidencia de que el actual conflicto gremial, provincial y nacional, no se centra únicamente en el aspecto salarial. Dentro de estas propuestas estatales se pueden oír cosas como: «procesos de subjetivación múltiples» —dado que los sujetos no son universalmente iguales; «ofrecimiento de mayor cantidad de herramientas de comprensión de signos»; desaparición de la idea o imagen de la escuela colonial; «desestructuración de las prácticas»; adopción de los nuevos recursos tecnológicos, entre otras. Propuestas que, para todo docente que desea “transformar” la sociedad haciendo únicamente modificaciones parciales y graduales, creyendo que el cambio se da desde la educación y que jamás se plantea el verdadero rol de la escuela dentro del sistema capitalista, le resulta de lo más estimulante. No nos dejemos engañar: lo insostenible de estas prácticas queda supeditado al contenido, de por sí demagógico, sumando mayores tareas a las docentes a la hora de planificar sus clases que, además de enseñar, deben cuidar, proteger, escuchar, contener, lidiar, reprender, y un largo etcétera.
Tanto pública como privada, la escuela ha sido y sigue siendo una herramienta de adoctrinamiento de los futuros trabajadores. Ese espacio por el que niños y niñas pasan la mayor parte de su crecimiento y juventud, aprendiendo a cumplir con los horarios preestablecidos, a obedecer a sus superiores, a efectuar debidamente las tareas asignadas, a permanecer en una misma aula durante una determinada cantidad de horas, a asimilar la moral de “buenos alumnos” (para convertirse luego en la de “buenos ciudadanos”) y, por sobre todo, a no cuestionar nunca la estructura de dicho sistema. Progresista o colonial, la escuela será siempre igual.
Es importante para el resto de proletarios que trabajadoras y trabajadores de la educación puedan comprenderse como tales, puedan despegarse de su ámbito de trabajo, criticar su labor civilizatoria y renegar del explícito carácter de género establecido específicamente para las mujeres maestras. Que dejen de entenderse dentro del círculo reducido de su especialidad, sino en solidaridad con otras mujeres trabajadoras y con la totalidad de personas explotadas en este mundo dominado por el Capital. Claro que la labor de los docentes es importante, pero no es importante ni para los niños, ni para sus padres, ni para los mismos trabajadores, es importante para la reproducción de este sistema de ganancia y muerte, que requiere que haya un ciclo de nuevos trabajadores libres y educados para explotar.
Los reclamos por mejoras de las condiciones laborales son la resistencia que tenemos más a mano los trabajadores a la hora de enfrentarnos a la explotación. Pero no debemos olvidar que, si bien se ciernen dentro de las reformas y se encuentran comúnmente dentro de los encuadramientos sindicales, son apenas un primer y pequeño paso para la emancipación total de las condiciones materiales de existencia que nos hacen vivir como vivimos.
Luchemos por una sociedad sin clases, de ningún tipo.
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