domingo, 6 de julio de 2014

A 100 AÑOS DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL: NI GUERRA ENTRE PUEBLOS NI PAZ ENTRE CLASES

Debió ser horrible… Ver a tus hijos partir en un tren al frente, prácticamente esclavizados. Esperar en un acorazado el tacto de las heladas aguas del Báltico. Correr a ciegas tras las trincheras en Ypres, mientras tus pulmones se llenan de una fantasmal agonía. Verte obligado a fusilar a un proletario como vos, sólo por haber nacido en otra región.

Debió ser horrible vivir la Primera Guerra Mundial. Debió ser aún peor ser consciente de las múltiples oscuridades que se cernían una vez más sobre todos los desposeídos de este mundo. La conscripción forzada, las marchas interminables, el hambre generalizado para todos los proletarios, la relocalización, los refugiados.

Es que tras largos años de escaramuzas, tensiones diplomáticas, escaladas armamentísticas, retóricas nacionalistas, conflictos étnicos y un sinfín de otros elementos, parecía que la burguesía mundial y un pequeño remanente de aristócratas iban a determinar la veracidad de sus argumentos de la forma más vieja que conocen las clases dominantes, la guerra total.

El conflicto duraría poco más de cuatro años, y tendría ciertas particularidades que lo harían inédito y relevante para pensarlo desde una perspectiva de clase. Fue batallado en todos los continentes y tuvo un número nunca antes visto de combatientes y de bajas. Fue la primera guerra de la sociedad industrial, del avión, del dirigible y el reconocimiento, del tanque, del submarino, de las armas químicas, de la criptografía. Fue la primera guerra de la mujer trabajadora, del sistema médico tecnificado, de los campos de batalla que se gestionaban como fábricas y de las fábricas que se gestionaban como campos de batalla. Fue la guerra del proletariado derrotista, de los grandes acontecimientos revolucionarios. Fue la guerra batallada no sólo en los frentes sino en cada casa, con la tarea añadida para la burguesía de mantener a raya a las mujeres como productoras, a los niños como futuros soldados, a los hambrientos en las filas del racionamiento para evitar los saqueos.

Las guerras son, ante todo, guerras contra el proletariado


La guerra es la esfera de lo destructivo controlado, del desastre premeditado, de la gestión de la muerte. Es guerra porque el proletariado produjo, esclavizado en fábricas y campos, los medios excedentes para desarrollarla. El mismo proletariado que necesita la burguesía para concretarla en el terreno. En los campos de batalla europeos y asiáticos murieron millones de proletarios, jóvenes principalmente, desempleados en sus lugares de origen, y que organizados discutían propuestas que atentaban contra el dominio de la burguesía.

Por sobre todas las cosas es guerra contra el proletariado. No sólo en el momento en que las armas se disparan, es guerra también en la mina, en la acería y en el taller, destruyendo cuerpos para fabricar armas, latas de alimentos, uniformes y un largo etcétera, redireccionando una producción que excedía notoriamente al mercado y poniéndola al servicio del interés expansionista nacional.

El término «Primera Guerra Mundial» esconde además, bajo la siempre neutra apariencia de la historia en tanto que disciplina de profesionales, que la guerra es, ante todo, un fenómeno permanente. Nunca hay entretiempo cuando se trata de las destructivas pulsiones del imperialismo. Nunca hay descanso ni paz genuina en el reino del Capital. Siempre hay que expandir, competir, conquistar, batallar, controlar, dominar. La historia del Capital es la historia de la guerra, y si hasta el siglo XX a nadie se le había ocurrido denominar a algún conflicto particular como “guerra mundial” es sólo porque ,aunque el Capital ya era evidentemente mundial, iba por su consumación efectiva e internacional. Woodrow Wilson —comandante de los Estados Unidos en su entrada tardía a la guerra— acuñó el término «la guerra que terminaría con todas las guerras». Una gran guerra imperialista que definiría de una vez y para siempre quiénes serían los legítimos líderes del mundo, los que sí podrían garantizar la estabilidad de su imperio colonial para finalmente poder gozar de un capital en permanente e ininterrumpida expansión, que pudiera darle una estabilidad de miseria a los trabajadores y nunca más volver a la precariedad y el horror de la guerra. Para implantar la democracia parlamentaria como forma suprema de hacer fluir al Capital por los más pequeños poros de la sociedad. Ni que hablar de lo erróneo y malintencionado de las palabras de Wilson, quizás el primer emperador de una de las más grandes dinastías guerreras que conocemos los humanos. Lo importante es comprender que los discursos burgueses, sean humanistas, pacifistas o netamente proimperialistas, siempre vislumbran un fin. Sin embargo, el Capital excede aun a la clase a la cual le lega su mandato en la tierra, promoviendo un estado permanente de guerra y conflicto mundial, una gran hoguera en la cual tirar las mercancías superfluas, se trate de seres vivos u objetos.

La guerra a la guerra

Previamente a la guerra, se presumía la entereza del compromiso antimilitarista en las filas anarquistas y socialistas. En cada reunión y en cada congreso se expresaba la fraternidad internacional, la paz mundial, lo absurdo de la guerra.

Pero la realidad de la guerra desnudó la sustancia detrás de muchos discursos. Por un lado, importantes personalidades del movimiento anarquista, como Piotr Kropotkin y Jean Grave, publicaron el Manifiesto de los dieciséis. En éste abogaban por una victoria de la Entente contra “los agresores”, Alemania y el Imperio Austrohúngaro; además estaban influidos por un tacticismo que presuponía que una derrota de estos imperios devendría en revolución. Afortunadamente, Goldman, Berkman, Malatesta y tantos otros compañeros denunciaron la desviación y el manifiesto tuvo una influencia ínfima en el movimiento.

Por otra parte, la II Internacional, principal heredera del marxismo ortodoxo, abandonó, para sorpresa de no tantos, el compromiso antimilitarista que había defendido en proclamas y en actos callejeros. Replegándose en cada una de sus secciones nacionales cada partido socialista se dedicó a parlamentar y gestionar el esfuerzo de guerra, votando presupuestos y denunciando “excesos”. Minorías comunistas derrotistas y revolucionarias florecieron en Alemania e Italia, rompiendo los carnets de sus partidos y afirmando su oposición a la guerra, no sólo discursivamente sino también saboteando la producción y difundiendo las posiciones proletarias entre los soldados.

Como se afirmó en ciertos ámbitos militantes, no es de las ideas de donde parte la contraposición con este sistema de muerte. Cuando las pulsiones humanas más aberrantes salen a la luz, cuando las promesas de progreso se silencian entre balas de cañón y los gritos de muerte ahogan las risas aparecen seres humanos dispuestos a oponerse por la fuerza a la catástrofe. Mujeres viudas en Glasgow rehusándose a pagar alquiler.

Proletarios alemanes y franceses fraternizando en las trincheras, engañando conjuntamente a sus oficiales para disfrutar de la vida unos días más.  Proletarios italianos en los Alpes, hastiados de hambre y sufrimiento disparando a sus comandantes para poder volver a sus casas. Saqueadores en Austria, robando la comida de los burgueses.

La revolución rusa de 1917 se desencadenó en este marco de miseria y muerte, siendo la guerra un claro detonante de las revueltas de febrero que llevaron a la caída del zar.
Las deserciones en el ejército que ya se venían desarrollando previamente se hicieron masivas durante los gobiernos provisionales, que no cumplieron con la promesa de terminar la guerra. El proletariado, tanto en el frente como en la retaguardia, no dudaba en enfrentarse a la guerra y a sus propios explotadores por mejores condiciones de vida, transformando a la guerra imperialista en guerra de clases. Pero este enfrentamiento a la guerra imperialista era en gran parte limitado ya que suponía como solución una paz negociada entre los Estados beligerantes, cuando de lo que se trataba era de extender la revolución hacia el resto del mundo, principalmente a los países en guerra. Claro que esta tarea era enorme y dependía de la iniciativa del resto del proletariado, pero en vez de invitar a luchar juntos contra los oficiales y burgueses del mundo entero, a propagar el derrotismo y la revolución, el proletariado en Rusia apoyó en gran medida las negociaciones de paz llevadas adelante por los bolcheviques, que firmaron en marzo de 1918 el Tratado de Brest–Litovsk. En este tratado, la Rusia soviética renunció a Ucrania, Finlandia, Lituania, Polonia, etc., traicionando el impulso revolucionario en dichas regiones. A la vez, significó un fortalecimiento de las potencias centrales, sobre todo de Alemania, que pudo trasladar a muchos de sus hombres al frente occidental alejándolos de la Rusia revolucionaria. En este tratado, se ponía claramente de manifiesto el carácter burgués que comenzaba a tomar el proceso revolucionario con los bolcheviques a la cabeza, negociando con el resto de nuestros explotadores para comenzar a fortalecerse como Estado. Esta paz, según los bolcheviques, significaba ganar tiempo para la “revolución”. Tiempo para la conformación del “ejército rojo” en contraposición al proletariado en armas, tiempo para la represión interna, tiempo para fortalecer la economía nacional, tiempo para la contrarrevolución.

A pesar de esto, el proletariado en Alemania no tardó en rebelarse contra sus verdugos, constituyendo otra de las expresiones más importantes de derrotismo durante la “Primera” Guerra Mundial. Los marinos alemanes, siendo enviados a una misión suicida hacia fines de octubre de 1918 y luego de años de sufrir la represión de sus referentes comunistas, se negaron a zarpar y en cambio tomaron las ciudades portuarias de Kiel y Wilhelmshaven, formando consejos de obreros y soldados. La revuelta triunfó y pronto esos mismos proletarios tomaron Hamburgo, mientras que en el resto de las ciudades grandes se tomaban lugares de trabajo, se daban escaramuzas contra el ejército y los consejos se multiplicaban. En simultáneo la guerra finalizaba y la Entente afirmaba que sólo negociaría con un gobierno democrático. El Partido Socialista Alemán se apresuró para ponerse a la cabeza de ese gobierno y preparar la represión contra los revolucionarios, que se consumó principalmente en Berlín pero también en otras ciudades en enero de 1919, matando a miles de proletarios armados. La revolución comunista fracasó y en su lugar, como muchas otras veces, se impuso el mito de la revolución democrática.

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