Tal como señala el colectivo Angry Workers en un reciente artículo,(1) el debate oscila entre una desconfianza justificada en la motivación del Estado (“el estado usa la crisis para experimentar con medidas de contrainsurgencia y represivas”) y la crítica de la incapacidad del Estado mismo para hacer lo que debería (“la austeridad ha destruido la infraestructura de salud”):
«Podemos asumir que las medidas represivas y los bloqueos se imponen para cubrir y contrarrestar la falta de soporte y equipamiento médico, por ejemplo para realizar testeos masivos. Asimismo, las medidas estatales no deben dejar de considerarse en el contexto de las recientes “protestas populares”, desde los chalecos amarillos [en Francia] hasta las recientes protestas callejeras en Latinoamérica. Todas las protestas antigubernamentales fueron prohibidas en Argelia; el ejército está en las calles de Francia; antes de que se produjeran muertes y de que se adoptaran otras medidas médicas, en Chile se decretó un estado de emergencia de tres meses. El actual régimen que impone el coronavirus no es una conspiración contra esas protestas, pero el Estado sabe que debe ser visto como “la recuperación del control en interés del público en general”.»
Las medidas de los Estados son contradictorias entre sí. Cada gobierno se ve presionado, por un lado, a controlar a su población (toques de queda, cierre de fronteras) para evitar el colapso del sistema sanitario; y, por otro lado, a la necesidad de mantener la producción en marcha (obligar a la gente a concurrir al trabajo, rescatar empresas). Lo importante es manifestarnos como podamos en estas circunstancias y luchar por nuestras necesidades inmediatas sin fortalecer aún más al Estado y sin permitirle que en su reacción se vuelva aún más reaccionario. Sin duda, las exigencias a endurecer el confinamiento colaboran en ello, por no hablar de la generalizada tendencia a hacer la vista gorda a los atropellos policiales hacia quienes rompen momentáneamente dicho mandato, generalmente por necesidad.
Pero no hace falta ir a los supuestos excesos de las fuerzas del orden defensoras de la propiedad privada, y por tanto de los burgueses. El confinamiento es ya una medida represiva, incluso de reclusión, que consiste en imponerle límites a alguien y no dejarlo salir de ahí. Tiene que ver con lo estático, con el inhibir y con el encierro. Se puede utilizar, por ejemplo, como una medida política de prevención o castigo.(2)
En Argentina, por ejemplo, el gobierno nos ha amenazado con el estado de sitio, y aunque no ha llegado a ello, la situación se asemeja demasiado. La diferencia es la pérdida oficial de las garantías constitucionales. Sin embargo, el aparato policial y militar toma las calles y está envalentonado para hacer de las suyas. Los gobiernos les dicen a sus ciudadanos cómo, dónde y con quién circular. Uno de los atributos del triste ciudadano es la “libre circulación”, bueno, hasta eso se está perdiendo. Si ser ciudadanizado es una condena, quizás pronto seamos menos que eso.
“Circule” dice el policía en la calle generalmente. Ahora en cuarentena lo cambia por un: “métanse en sus casas”. Y si lo considera necesario, pega, obliga a hacer sentadillas y a cantar el himno, como en los barrios de la República Argentina.
Este tipo de medidas desesperadas y agresivas a nivel mundial se asemejan, tal como señala Chuang, a las de los casos de contrainsurgencia, recordando muy claramente a las acciones de la ocupación militar–colonial en lugares como Argelia o, más recientemente, Palestina. Nunca antes se habían llevado a cabo a esta escala, ni en megalópolis que albergan a gran parte de la población mundial. La conducta de la represión ofrece entonces una extraña lección para quienes tienen la mente puesta en la revolución mundial, ya que es, esencialmente, un simulacro de reacción a nivel internacional, coordinada por los Estados.
La contrainsurgencia es, después de todo, una especie de guerra desesperada que se lleva a cabo solo cuando se han hecho imposibles formas más sólidas de conquista, apaciguamiento e incorporación económica. Es una acción costosa, ineficiente y de retaguardia. El resultado de la represión es casi siempre una segunda insurgencia, ensangrentada por el aplastamiento de la primera y aún más desesperada. Pero podemos agregar que esta especie de contrainsurgencia sucede de manera particular, porque no es simplemente contra una población sino con la población, haciendo de cada hogar un cuartel y de cada ciudadano un soldado de sí mismo y del vecino. Sus armas: el whatsapp, la cámara de fotos, las “redes sociales”; y sus trincheras pueden ser sus ventanas o balcones.
Nuestro rechazo al Estado y todas sus medidas no parte de un principismo ideológico, sino de nuestra realidad material de explotación y dominación. Ya hay voces de sobra a las que les encanta decir lo que el Estado debería hacer, a la espera de poder hacerlo ellos mismos. Por el contrario, es preciso criticar el accionar estatal y luchar por su necesaria supresión. Frente a los problemas que no puede resolver, nosotros recordaremos que es parte del problema, y nunca su solución, no importa quién esté al mando.
El coronavirus es ejemplificador en este sentido. No negamos la existencia del problema que representa la propagación de un virus a nivel mundial. Tampoco el hecho de que haya medidas menos destructivas que otras para la clase proletaria. Lo que señalamos es que lo que se pretende como solución está empeorando gravemente la situación.
Desde la política se nos dirá que no hay alternativa, que son medidas criticables pero peor sería que no se haga nada. Los pocos que critican la cuarentena masiva hablan de la necesidad de realizar testeos a gran escala, de aislar únicamente a los enfermos y personas con síntomas, de focalizar los cuidados en la población de riesgo. Quienes van un poco más allá, exigen decisiones fuertes frente al sector privado de la salud, así como medidas económicas que vayan desde subsidios masivos a los trabajadores informales a imposiciones sobre las empresas como freno a los despidos, pago completo de sueldos, incluso reconversiones productivas de algunas fábricas para producir respiradores y demás implementos sanitarios.
Podríamos seguir en ese camino y pensar medidas que tengan el menor impacto posible sobre las condiciones de vida del proletariado, partiendo por esa necesidad esencial de la que dependen todas las demás que es la vinculación entre seres humanos y la lucha colectiva. Esas necesidades que, buscan ser reducidas a derechos por parte del Estado: Derecho a reunirse, a circular, a manifestarse… siempre y cuando el Estado lo considere oportuno. Con nuestras necesidades traficadas en derechos, la lucha se reduce a lo que “el Estado debería hacer”. Esa es la trampa que ha permitido este encierro masivo mientras se realiza la mayor avanzada de las últimas décadas sobre el proletariado a nivel mundial.
«Podemos asumir que las medidas represivas y los bloqueos se imponen para cubrir y contrarrestar la falta de soporte y equipamiento médico, por ejemplo para realizar testeos masivos. Asimismo, las medidas estatales no deben dejar de considerarse en el contexto de las recientes “protestas populares”, desde los chalecos amarillos [en Francia] hasta las recientes protestas callejeras en Latinoamérica. Todas las protestas antigubernamentales fueron prohibidas en Argelia; el ejército está en las calles de Francia; antes de que se produjeran muertes y de que se adoptaran otras medidas médicas, en Chile se decretó un estado de emergencia de tres meses. El actual régimen que impone el coronavirus no es una conspiración contra esas protestas, pero el Estado sabe que debe ser visto como “la recuperación del control en interés del público en general”.»
Las medidas de los Estados son contradictorias entre sí. Cada gobierno se ve presionado, por un lado, a controlar a su población (toques de queda, cierre de fronteras) para evitar el colapso del sistema sanitario; y, por otro lado, a la necesidad de mantener la producción en marcha (obligar a la gente a concurrir al trabajo, rescatar empresas). Lo importante es manifestarnos como podamos en estas circunstancias y luchar por nuestras necesidades inmediatas sin fortalecer aún más al Estado y sin permitirle que en su reacción se vuelva aún más reaccionario. Sin duda, las exigencias a endurecer el confinamiento colaboran en ello, por no hablar de la generalizada tendencia a hacer la vista gorda a los atropellos policiales hacia quienes rompen momentáneamente dicho mandato, generalmente por necesidad.
Pero no hace falta ir a los supuestos excesos de las fuerzas del orden defensoras de la propiedad privada, y por tanto de los burgueses. El confinamiento es ya una medida represiva, incluso de reclusión, que consiste en imponerle límites a alguien y no dejarlo salir de ahí. Tiene que ver con lo estático, con el inhibir y con el encierro. Se puede utilizar, por ejemplo, como una medida política de prevención o castigo.(2)
En Argentina, por ejemplo, el gobierno nos ha amenazado con el estado de sitio, y aunque no ha llegado a ello, la situación se asemeja demasiado. La diferencia es la pérdida oficial de las garantías constitucionales. Sin embargo, el aparato policial y militar toma las calles y está envalentonado para hacer de las suyas. Los gobiernos les dicen a sus ciudadanos cómo, dónde y con quién circular. Uno de los atributos del triste ciudadano es la “libre circulación”, bueno, hasta eso se está perdiendo. Si ser ciudadanizado es una condena, quizás pronto seamos menos que eso.
“Circule” dice el policía en la calle generalmente. Ahora en cuarentena lo cambia por un: “métanse en sus casas”. Y si lo considera necesario, pega, obliga a hacer sentadillas y a cantar el himno, como en los barrios de la República Argentina.
Este tipo de medidas desesperadas y agresivas a nivel mundial se asemejan, tal como señala Chuang, a las de los casos de contrainsurgencia, recordando muy claramente a las acciones de la ocupación militar–colonial en lugares como Argelia o, más recientemente, Palestina. Nunca antes se habían llevado a cabo a esta escala, ni en megalópolis que albergan a gran parte de la población mundial. La conducta de la represión ofrece entonces una extraña lección para quienes tienen la mente puesta en la revolución mundial, ya que es, esencialmente, un simulacro de reacción a nivel internacional, coordinada por los Estados.
La contrainsurgencia es, después de todo, una especie de guerra desesperada que se lleva a cabo solo cuando se han hecho imposibles formas más sólidas de conquista, apaciguamiento e incorporación económica. Es una acción costosa, ineficiente y de retaguardia. El resultado de la represión es casi siempre una segunda insurgencia, ensangrentada por el aplastamiento de la primera y aún más desesperada. Pero podemos agregar que esta especie de contrainsurgencia sucede de manera particular, porque no es simplemente contra una población sino con la población, haciendo de cada hogar un cuartel y de cada ciudadano un soldado de sí mismo y del vecino. Sus armas: el whatsapp, la cámara de fotos, las “redes sociales”; y sus trincheras pueden ser sus ventanas o balcones.
Nuestro rechazo al Estado y todas sus medidas no parte de un principismo ideológico, sino de nuestra realidad material de explotación y dominación. Ya hay voces de sobra a las que les encanta decir lo que el Estado debería hacer, a la espera de poder hacerlo ellos mismos. Por el contrario, es preciso criticar el accionar estatal y luchar por su necesaria supresión. Frente a los problemas que no puede resolver, nosotros recordaremos que es parte del problema, y nunca su solución, no importa quién esté al mando.
El coronavirus es ejemplificador en este sentido. No negamos la existencia del problema que representa la propagación de un virus a nivel mundial. Tampoco el hecho de que haya medidas menos destructivas que otras para la clase proletaria. Lo que señalamos es que lo que se pretende como solución está empeorando gravemente la situación.
Desde la política se nos dirá que no hay alternativa, que son medidas criticables pero peor sería que no se haga nada. Los pocos que critican la cuarentena masiva hablan de la necesidad de realizar testeos a gran escala, de aislar únicamente a los enfermos y personas con síntomas, de focalizar los cuidados en la población de riesgo. Quienes van un poco más allá, exigen decisiones fuertes frente al sector privado de la salud, así como medidas económicas que vayan desde subsidios masivos a los trabajadores informales a imposiciones sobre las empresas como freno a los despidos, pago completo de sueldos, incluso reconversiones productivas de algunas fábricas para producir respiradores y demás implementos sanitarios.
Podríamos seguir en ese camino y pensar medidas que tengan el menor impacto posible sobre las condiciones de vida del proletariado, partiendo por esa necesidad esencial de la que dependen todas las demás que es la vinculación entre seres humanos y la lucha colectiva. Esas necesidades que, buscan ser reducidas a derechos por parte del Estado: Derecho a reunirse, a circular, a manifestarse… siempre y cuando el Estado lo considere oportuno. Con nuestras necesidades traficadas en derechos, la lucha se reduce a lo que “el Estado debería hacer”. Esa es la trampa que ha permitido este encierro masivo mientras se realiza la mayor avanzada de las últimas décadas sobre el proletariado a nivel mundial.
Notas:
(1) Discutir el régimen de Covid-19 desde una perspectiva revolucionaria de la clase trabajadora en siete pasos. Traducido al español por Emancipación Buenos Aires.
(2) El terror a lo invisible, Susanna Minguell
Muy buena la nota,yo reemplazaría la palabra proletario por personas u otra porque en realidad,veo que tiene una fabrica con 20 empleados, está igual ante la situación que describa la nota.
ResponderEliminarGracias che. Por proletarios/as no nos referimos a los obreros industriales sino a todos quienes están privados de los medios de producción de sus vidas, tengan empleo o no, sean hombre o no, y sean adultos o no. Saludos!!
Eliminar