Ante un nuevo acuerdo de Argentina con el
FMI crece la indignación. ¿De quiénes? La interna del peronismo, la
izquierda, nacionalistas de todo color. Este es el resultado del
abandono de la crítica de la explotación por la obsesión con la
opresión, de hablar de saqueo para no enfrentar a la burguesía nacional,
del patriotismo, del antimperialismo, del neo-retro-anticolonialismo,
de la tibieza de criticar al capitalismo solo en su aspecto
extractivista y destructor de paisajes, así como de la creencia en que
la sociedad capitalista podría funcionar mejor sin capital financiero,
sin organismos de crédito internacionales como el FMI.
La cuestión es el antagonismo de clase, no
“patria o buitres”, ni “pueblo o FMI”. La oposición es de clase, entre
explotadores y explotados. No hay salida en la unidad con la burguesía
nacional y su progresismo. Detrás de la patria está la sociedad
capitalista, detrás del pueblo y la nación se esconde la contradicción
de clase.
El ajuste no es simplemente una imposición del FMI ni comenzó en el gobierno anterior. La
burguesía que nos explota en la Argentina sea de origen local o
extranjero, necesita mantener nuestros sueldos por el piso para mantener
la competitividad en el mercado mundial, dada la baja productividad de
gran parte de las empresas radicadas en el país. Se trata de un
problema estructural acerca de qué y cómo se produce, de la división
internacional del trabajo y no simplemente del rol de las finanzas, los
organismos de crédito o ciertas políticas en particular.
La pobreza, el hambre, el desempleo, la
cuestión de la vivienda no pueden solucionarse con la simple medida de
dejar de pagar la deuda como parecen creer los optimistas del
capitalismo, desde trotskistas hasta peronistas. Los hay más optimistas,
algunos afirman que bastaría con no pagar los intereses de la deuda
para arreglar las cosas, al menos las más urgentes.
La nula
perspectiva anticapitalista lleva a pensar que la deuda sería un
mecanismo de dominación neocolonial, y por lo tanto el no pago sería una
medida de soberanía, del tipo “segunda independencia”. Nos hemos
acostumbrado a un consignismo oportunista, a aquello que suena bien, da
votos o suma adherentes, sin poder comprender la dinámica capitalista y
mucho menos enfrentarla. Es ingenuo pensar
que, en caso de conseguir frenar el pago al FMI en las calles, se
podría dar inicio a un proceso de lucha más amplio y profundo del
proletariado. Suponiendo que el Estado se ahorre ese dinero y sin
entrar en los posibles resultados de entrar en default: ¿cómo es que el
no pago de la deuda significaría un aumento de salarios y jubilaciones o
mejoras en los servicios? Si ese es el objetivo, ¿por qué no luchar
directamente por conseguirlo en vez de poner el foco en el FMI?
En el contexto actual, el problema de la
deuda se ha reducido a una disputa política de cara a las elecciones del
2023: al oficialismo y a la oposición poco les importa realmente qué
implicará el acuerdo y su “letra chica”, sino el significado que se le
adjudica en torno a la desastrosa situación actual, su pasado reciente y
su futuro, y a la que ningún sector político quiere quedar pegado a
pesar de ser todos responsables. Por eso, fracciones del kirchnerismo
dicen oponerse al acuerdo, para mantener cierta distancia del gobierno
del que forman parte. El trotskismo fantasea con que el kirchnerismo le
ha dado la razón y supone que con este nuevo acercamiento le podrá
quitar algunos votos.
Al margen de lo coyuntural, el “no al pago
de la deuda externa” y en particular el rechazo al FMI son, desde hace
décadas, consignas que implican al proletariado en la gestión económica
del país, abrazando una perspectiva estatista y nacionalista. Por ello,
la exigencia del no pago suele venir acompañada de propuestas sobre la
nacionalización de la banca o la estatización del comercio exterior, o
bien de propuestas básicamente proteccionistas, que ya han demostrado su
alcance cada vez más limitado en un mercado mundial crecientemente
internacionalizado.
Desde una
perspectiva revolucionaria no nos interesa involucrarnos en la gestión
de la economía, sino en la crítica para su superación. Pero no
podemos dejar de observar cómo quienes se pretenden sus gestores, o en
todo caso reclaman una mejor gestión, no comprenden siquiera su
dinámica.
La izquierda parlamentaria y su programa de Máximo
A comienzos de febrero Manuela
Castañeira, joven promesa del trotskismo argentino, twitteó: «Llamamos a
Máximo Kirchner, a Lozano y a todos los sectores kirchneristas críticos
del acuerdo a que pasen a los hechos: ¡Hay que tomar las calles junto a
la izquierda en repudio a este plan de saqueo brutal para derrotarlo,
romper con el FMI e imponer desde abajo una salida en favor de las y los
trabajadores!» El candidato a presidente Nicolás del Caño no fue menos:
«La renuncia de Máximo Kirchner [como presidente del bloque oficialista
en diputados] confirma lo que venimos denunciando desde el
@Fte_Izquierda: el acuerdo con el FMI es un nuevo pacto de coloniaje y
significará un duro ajuste contra el pueblo trabajador». Por su parte,
la diputada Myriam Bregman respondía al diario La Nación: «Lo que acaba
de hacer Alberto Fernández es legitimar y ponerle firma a la estafa
macrista, algo que nunca puso en duda.» Luego, durante la discusión del
acuerdo en el Congreso llegó a hablar de la creación del «virreinato del
FMI».
No esperábamos menos. Hasta hace poco, el
Frente de Izquierda de los Trabajadores no se distinguía en sus análisis
y propuestas del entonces Frente para la Victoria. En la campaña
electoral, los trotskistas aseguraban como argumento a su favor que el
kirchnerismo no podía realizar tales propuestas y ellos sí. El ahora
FIT-Unidad ya no se distingue de los sectores “disidentes” del Frente de
Todos. Su programa de máxima es un programa de Máximo.
Es por eso que el
socialismo nacional le reclama al presidente que cumpla, que no
decepcione a su pueblo. Porque según estos aspirantes a gobierno o ya
apoltronados en él, la deuda externa argentina conformaría un mecanismo
de dominación “semicolonial”, y por eso llaman a no pagar la deuda,
para marcarle el camino a la burguesía nacional. Esta, en cambio, no
pareciera hacerse eco del rechazo al FMI, ya que ningún sector del
empresariado local se ha pronunciado en contra del acuerdo. Todos,
incluso con sus diferencias, aceptan su necesidad. Ocurre que Argentina
es un país soberano, con capacidad de autodeterminación. La burguesía
argentina no sufre de ninguna prohibición por parte de un país externo
sobre qué producir o comerciar, o una apropiación directa del excedente
producido. La fuga de capitales que tanto se denuncia en torno a la
deuda externa, que ha sido llevada a cabo tanto por burgueses argentinos
como extranjeros durante décadas, es el resultado de la dificultad para
la reinversión productiva de plusvalía en el país. El problema es
estructural, por eso se fuga el dinero, porque rinde más afuera. El
capital en su forma dineraria se mueve por la rentabilidad y seguridad
de sus inversiones, no por la simple voluntad o maldad de sus
poseedores. Evidentemente siempre hay estafadores, pero esa no es la
esencia del problema. Suponer que todo se
trata de una gran estafa implica un enfoque moralista, subjetivista y
hasta conspirativo sobre la dinámica social capitalista, que fomenta la
idea de que mejores personas al mando del gobierno y las empresas pueden
torcer nuestro destino.
Por eso resulta mejor no hablar de
plusvalor y explotación: eso no trae votos ni adhesiones militantes.
Mejor hablar de saqueo, de colonia, de estafas y buitres, mover
banderitas argentinas, hermanarse con los gobernantes y explotadores.
Mejor exigir al Estado que aplique supuestas medidas de transición al
socialismo. Se trata de un socialismo que se parece cada vez más a la
misma sociedad actual, solo que sin extractivismo y con más paridad de
género.
¿Un problema de fondo?
Una crítica usual apunta a que las
cláusulas del FMI consisten en la reducción del gasto público y
consecuentemente de servicios públicos y beneficios sociales, las cuales
deben llevarse a cabo como condiciones de los préstamos realizados. En
este nuevo acuerdo, la exigencia que más directamente afectaría al
proletariado pareciera ser la reducción del déficit fiscal que buscará
obtenerse con el aumento de varios servicios, eliminando o reduciendo,
por ejemplo, subsidios a la energía. Por un lado, cabe señalar que estos
aumentos ya se veían venir al margen del acuerdo y, de hecho, ya se
están implementando. Por otro, el gobierno asegura que los aumentos
serán “segmentados” de acuerdo con el nivel de ingresos, pero ya
conocemos de sobra los maquillajes redistributivos. Para el grueso de la
población se afirma que los aumentos no superarán porcentualmente a los
aumentos de salario, pero parecieran olvidar que gran parte de la misma
no cuenta con un salario formal. Frente a esta cuestión, una vez más:
¿no sería más sencillo que enfrentemos directamente el aumento de los
servicios?
Los
argumentos contra el FMI por sus injerencias tienen asidero, pero
aislados de una comprensión de conjunto no hacen más que desviar la raíz
del problema. Las movilizaciones anti-FMI en Argentina y otros
países del mundo fueron muy propias del auge antiglobalización de
principios de este siglo, que se caracterizó por limitarse a la crítica
de los excesos del capitalismo contemporáneo. Estas protestas solo han
logrado avances en la visibilización de la problemática. Sin embargo,
más allá de poder situar la cuestión de la deuda en la agenda pública,
nunca en la historia reciente se ha conseguido en las calles algo más
que resultados simbólicos. Al igual que ocurre con el discurso
antineoliberal, se acaba idealizando un capitalismo supuestamente más
bondadoso en el pasado en torno al cual se busca articular propuestas,
sin comprender que el presente es producto de ese pasado y no su
contrario. Más allá de la izquierda parlamentaria y el progresismo, el
problema de la deuda es asumido por muchos proletarios en lucha como una
cuestión central, lo que constituye otro motivo importante por el cual
reflexionar al respecto.
Mientras escribíamos este artículo, la
Cámara de Diputados votó a favor del acuerdo en una nueva sesión
maratónica entre el jueves 10 de marzo y la madrugada siguiente, siendo
rechazado por la izquierda, un sector del kirchnerismo y otros. Ahora
queda a la espera de la votación del Senado para hacerse efectivo.
Durante la tarde del jueves se produjeron movilizaciones en diferentes
partes del país, con su epicentro a las afueras del Congreso, convocadas
por numerosas organizaciones de izquierda, gremiales y sectores del
kirchnerismo. En general la movilización se desarrolló de manera
pacífica, tal como se encargaron de remarcar algunos de los dirigentes
que buscaron despegarse de algunas acciones aisladas de violencia como
pedradas y quema de contenedores y cubiertas, que fueron reprimidas
dejando un saldo de varios detenidos. Ya se han hecho costumbre este
tipo de movilizaciones a las afueras del Congreso que, lejos de expresar
un rechazo de las instituciones y sus representantes, buscan ser
partícipes de lo que ocurre en su interior.
Hace algunos años atrás, en un 1° de mayo decíamos: «Hoy
algunos celebran que se discute más política, y eso… ¿qué significa?
Significa, sobre todo, que pensemos nuestras necesidades en los términos
de la gestión capitalista. Que si perdemos el trabajo sea por la
falta de “industrialización” del país, o la apertura y cierre de
importaciones, que las subas de impuestos sean por la falta de soberanía
energética, que la inflación sea por las políticas monetarias o la
especulación comercial. Se nos invita a discutir y preocuparnos sobre la
estatización de alguna industria o sobre la deuda externa. La raíz de los problemas no es cuestionada y nuestra imaginación es destruida. Nos
llaman a opinar sobre cada detalle, para que así no tengamos una noción
de la totalidad. Nuestros enemigos más evidentes y nuestras acciones
más directas se diluyen en problemas de expertos».