domingo, 13 de marzo de 2022

SOBRE EL NUEVO ACUERDO CON EL FMI

Ante un nuevo acuerdo de Argentina con el FMI crece la indignación. ¿De quiénes? La interna del peronismo, la izquierda, nacionalistas de todo color. Este es el resultado del abandono de la crítica de la explotación por la obsesión con la opresión, de hablar de saqueo para no enfrentar a la burguesía nacional, del patriotismo, del antimperialismo, del neo-retro-anticolonialismo, de la tibieza de criticar al capitalismo solo en su aspecto extractivista y destructor de paisajes, así como de la creencia en que la sociedad capitalista podría funcionar mejor sin capital financiero, sin organismos de crédito internacionales como el FMI.

La cuestión es el antagonismo de clase, no “patria o buitres”, ni “pueblo o FMI”. La oposición es de clase, entre explotadores y explotados. No hay salida en la unidad con la burguesía nacional y su progresismo. Detrás de la patria está la sociedad capitalista, detrás del pueblo y la nación se esconde la contradicción de clase.

El ajuste no es simplemente una imposición del FMI ni comenzó en el gobierno anterior. La burguesía que nos explota en la Argentina sea de origen local o extranjero, necesita mantener nuestros sueldos por el piso para mantener la competitividad en el mercado mundial, dada la baja productividad de gran parte de las empresas radicadas en el país. Se trata de un problema estructural acerca de qué y cómo se produce, de la división internacional del trabajo y no simplemente del rol de las finanzas, los organismos de crédito o ciertas políticas en particular.

La pobreza, el hambre, el desempleo, la cuestión de la vivienda no pueden solucionarse con la simple medida de dejar de pagar la deuda como parecen creer los optimistas del capitalismo, desde trotskistas hasta peronistas. Los hay más optimistas, algunos afirman que bastaría con no pagar los intereses de la deuda para arreglar las cosas, al menos las más urgentes.

La nula perspectiva anticapitalista lleva a pensar que la deuda sería un mecanismo de dominación neocolonial, y por lo tanto el no pago sería una medida de soberanía, del tipo “segunda independencia”. Nos hemos acostumbrado a un consignismo oportunista, a aquello que suena bien, da votos o suma adherentes, sin poder comprender la dinámica capitalista y mucho menos enfrentarla. Es ingenuo pensar que, en caso de conseguir frenar el pago al FMI en las calles, se podría dar inicio a un proceso de lucha más amplio y profundo del proletariado. Suponiendo que el Estado se ahorre ese dinero y sin entrar en los posibles resultados de entrar en default: ¿cómo es que el no pago de la deuda significaría un aumento de salarios y jubilaciones o mejoras en los servicios? Si ese es el objetivo, ¿por qué no luchar directamente por conseguirlo en vez de poner el foco en el FMI?

En el contexto actual, el problema de la deuda se ha reducido a una disputa política de cara a las elecciones del 2023: al oficialismo y a la oposición poco les importa realmente qué implicará el acuerdo y su “letra chica”, sino el significado que se le adjudica en torno a la desastrosa situación actual, su pasado reciente y su futuro, y a la que ningún sector político quiere quedar pegado a pesar de ser todos responsables. Por eso, fracciones del kirchnerismo dicen oponerse al acuerdo, para mantener cierta distancia del gobierno del que forman parte. El trotskismo fantasea con que el kirchnerismo le ha dado la razón y supone que con este nuevo acercamiento le podrá quitar algunos votos.

Al margen de lo coyuntural, el “no al pago de la deuda externa” y en particular el rechazo al FMI son, desde hace décadas, consignas que implican al proletariado en la gestión económica del país, abrazando una perspectiva estatista y nacionalista. Por ello, la exigencia del no pago suele venir acompañada de propuestas sobre la nacionalización de la banca o la estatización del comercio exterior, o bien de propuestas básicamente proteccionistas, que ya han demostrado su alcance cada vez más limitado en un mercado mundial crecientemente internacionalizado.

Desde una perspectiva revolucionaria no nos interesa involucrarnos en la gestión de la economía, sino en la crítica para su superación. Pero no podemos dejar de observar cómo quienes se pretenden sus gestores, o en todo caso reclaman una mejor gestión, no comprenden siquiera su dinámica.

La izquierda parlamentaria y su programa de Máximo

A comienzos de febrero Manuela Castañeira, joven promesa del trotskismo argentino, twitteó: «Llamamos a Máximo Kirchner, a Lozano y a todos los sectores kirchneristas críticos del acuerdo a que pasen a los hechos: ¡Hay que tomar las calles junto a la izquierda en repudio a este plan de saqueo brutal para derrotarlo, romper con el FMI e imponer desde abajo una salida en favor de las y los trabajadores!» El candidato a presidente Nicolás del Caño no fue menos: «La renuncia de Máximo Kirchner [como presidente del bloque oficialista en diputados] confirma lo que venimos denunciando desde el @Fte_Izquierda: el acuerdo con el FMI es un nuevo pacto de coloniaje y significará un duro ajuste contra el pueblo trabajador». Por su parte, la diputada Myriam Bregman respondía al diario La Nación: «Lo que acaba de hacer Alberto Fernández es legitimar y ponerle firma a la estafa macrista, algo que nunca puso en duda.» Luego, durante la discusión del acuerdo en el Congreso llegó a hablar de la creación del «virreinato del FMI».

No esperábamos menos. Hasta hace poco, el Frente de Izquierda de los Trabajadores no se distinguía en sus análisis y propuestas del entonces Frente para la Victoria. En la campaña electoral, los trotskistas aseguraban como argumento a su favor que el kirchnerismo no podía realizar tales propuestas y ellos sí. El ahora FIT-Unidad ya no se distingue de los sectores “disidentes” del Frente de Todos. Su programa de máxima es un programa de Máximo.

Es por eso que el socialismo nacional le reclama al presidente que cumpla, que no decepcione a su pueblo. Porque según estos aspirantes a gobierno o ya apoltronados en él, la deuda externa argentina conformaría un mecanismo de dominación “semicolonial”, y por eso llaman a no pagar la deuda, para marcarle el camino a la burguesía nacional. Esta, en cambio, no pareciera hacerse eco del rechazo al FMI, ya que ningún sector del empresariado local se ha pronunciado en contra del acuerdo. Todos, incluso con sus diferencias, aceptan su necesidad. Ocurre que Argentina es un país soberano, con capacidad de autodeterminación. La burguesía argentina no sufre de ninguna prohibición por parte de un país externo sobre qué producir o comerciar, o una apropiación directa del excedente producido. La fuga de capitales que tanto se denuncia en torno a la deuda externa, que ha sido llevada a cabo tanto por burgueses argentinos como extranjeros durante décadas, es el resultado de la dificultad para la reinversión productiva de plusvalía en el país. El problema es estructural, por eso se fuga el dinero, porque rinde más afuera. El capital en su forma dineraria se mueve por la rentabilidad y seguridad de sus inversiones, no por la simple voluntad o maldad de sus poseedores. Evidentemente siempre hay estafadores, pero esa no es la esencia del problema. Suponer que todo se trata de una gran estafa implica un enfoque moralista, subjetivista y hasta conspirativo sobre la dinámica social capitalista, que fomenta la idea de que mejores personas al mando del gobierno y las empresas pueden torcer nuestro destino.

Por eso resulta mejor no hablar de plusvalor y explotación: eso no trae votos ni adhesiones militantes. Mejor hablar de saqueo, de colonia, de estafas y buitres, mover banderitas argentinas, hermanarse con los gobernantes y explotadores. Mejor exigir al Estado que aplique supuestas medidas de transición al socialismo. Se trata de un socialismo que se parece cada vez más a la misma sociedad actual, solo que sin extractivismo y con más paridad de género.

¿Un problema de fondo?

Una crítica usual apunta a que las cláusulas del FMI consisten en la reducción del gasto público y consecuentemente de servicios públicos y beneficios sociales, las cuales deben llevarse a cabo como condiciones de los préstamos realizados. En este nuevo acuerdo, la exigencia que más directamente afectaría al proletariado pareciera ser la reducción del déficit fiscal que buscará obtenerse con el aumento de varios servicios, eliminando o reduciendo, por ejemplo, subsidios a la energía. Por un lado, cabe señalar que estos aumentos ya se veían venir al margen del acuerdo y, de hecho, ya se están implementando. Por otro, el gobierno asegura que los aumentos serán “segmentados” de acuerdo con el nivel de ingresos, pero ya conocemos de sobra los maquillajes redistributivos. Para el grueso de la población se afirma que los aumentos no superarán porcentualmente a los aumentos de salario, pero parecieran olvidar que gran parte de la misma no cuenta con un salario formal. Frente a esta cuestión, una vez más: ¿no sería más sencillo que enfrentemos directamente el aumento de los servicios?

Los argumentos contra el FMI por sus injerencias tienen asidero, pero aislados de una comprensión de conjunto no hacen más que desviar la raíz del problema. Las movilizaciones anti-FMI en Argentina y otros países del mundo fueron muy propias del auge antiglobalización de principios de este siglo, que se caracterizó por limitarse a la crítica de los excesos del capitalismo contemporáneo. Estas protestas solo han logrado avances en la visibilización de la problemática. Sin embargo, más allá de poder situar la cuestión de la deuda en la agenda pública, nunca en la historia reciente se ha conseguido en las calles algo más que resultados simbólicos. Al igual que ocurre con el discurso antineoliberal, se acaba idealizando un capitalismo supuestamente más bondadoso en el pasado en torno al cual se busca articular propuestas, sin comprender que el presente es producto de ese pasado y no su contrario. Más allá de la izquierda parlamentaria y el progresismo, el problema de la deuda es asumido por muchos proletarios en lucha como una cuestión central, lo que constituye otro motivo importante por el cual reflexionar al respecto.

Mientras escribíamos este artículo, la Cámara de Diputados votó a favor del acuerdo en una nueva sesión maratónica entre el jueves 10 de marzo y la madrugada siguiente, siendo rechazado por la izquierda, un sector del kirchnerismo y otros. Ahora queda a la espera de la votación del Senado para hacerse efectivo. Durante la tarde del jueves se produjeron movilizaciones en diferentes partes del país, con su epicentro a las afueras del Congreso, convocadas por numerosas organizaciones de izquierda, gremiales y sectores del kirchnerismo. En general la movilización se desarrolló de manera pacífica, tal como se encargaron de remarcar algunos de los dirigentes que buscaron despegarse de algunas acciones aisladas de violencia como pedradas y quema de contenedores y cubiertas, que fueron reprimidas dejando un saldo de varios detenidos. Ya se han hecho costumbre este tipo de movilizaciones a las afueras del Congreso que, lejos de expresar un rechazo de las instituciones y sus representantes, buscan ser partícipes de lo que ocurre en su interior.

Hace algunos años atrás, en un 1° de mayo decíamos: «Hoy algunos celebran que se discute más política, y eso… ¿qué significa? Significa, sobre todo, que pensemos nuestras necesidades en los términos de la gestión capitalista. Que si perdemos el trabajo sea por la falta de “industrialización” del país, o la apertura y cierre de importaciones, que las subas de impuestos sean por la falta de soberanía energética, que la inflación sea por las políticas monetarias o la especulación comercial. Se nos invita a discutir y preocuparnos sobre la estatización de alguna industria o sobre la deuda externa. La raíz de los problemas no es cuestionada y nuestra imaginación es destruida. Nos llaman a opinar sobre cada detalle, para que así no tengamos una noción de la totalidad. Nuestros enemigos más evidentes y nuestras acciones más directas se diluyen en problemas de expertos».

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