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La atmósfera social en Argentina es estimulada permanentemente por la posibilidad de un colapso financiero. La militarización y el monitoreo vigilante avanzan en campos y ciudades.
Deber, sacrificio, explotación. El gobierno de turno y los partidos provinciales plantean un escenario de austeridad para salir adelante. La oposición propone lo mismo para no volver al pasado.
Prevalecen los intereses particulares y corporativos. Es la voz de los empresarios argentinos la que se alza, tratando de optimizar sus ganancias, usándonos de carne de cañón, para presionar al Estado o a otros capitalistas en la obtención de privilegios y ayuda para sus negocios. Nos impulsan a que luchemos… ¡por sus intereses!
Cantos de sirena y lágrimas de cocodrilo nos quieren empujar a salvar la empresa o el país.
Son propuestas pragmáticas y reformistas que suelen estar en la vanguardia de la acumulación, y cuya función social, más allá de las intenciones, es empantanar el combate en el terreno enemigo.
La izquierda progre ya está dispuesta a ayudar a la burguesía nacionalista si esta decide no pagar la deuda al FMI. En su preocupación por salvar los intereses burgueses insiste en romper con el Fondo o con los arreglos hechos con él. ¡Ayudar a los explotadores solo es ayudar a que nos exploten mejor! Con ellos, y en su terreno, no hay solución posible.
No descubrimos nada cuando decimos que el problema de la deuda externa es un problema interno al Capital, y posicionarse por lo que tiene que hacer o no la burguesía es tomar partido por sus intereses en vez de luchar contra todos ellos y contra su sistema económico.
El Capital no tiene patria para sus ganancias, ni fronteras para los negocios. Los ricos no van a pagar la crisis. Y la causa de la crisis no es la deuda, sino la propia economía capitalista. El enemigo es el Capital, nacional, extranjero, privado, estatal. Esta crisis no tiene nada de argentina.
Para quienes sufrimos todas las privaciones y frustraciones posibles, sin ser responsables ni beneficiados bajo ningún aspecto por el capitalismo, las victorias o derrotas de ayer y de hoy son inseparables.
Si en el número anterior de nuestro boletín resaltamos lo peligroso de confundir la realidad con la Edad Media, tras la votación en el Congreso a favor del aborto clandestino, vale decir que tampoco son los 90 o el 2001. Hay un terreno social distinto para la revuelta, para la protesta masiva, la desobediencia colectiva, la autoorganización, los ataques al Estado y su policía, a la propiedad privada.
La protesta y la subversión no siempre caminan juntas, aunque se complementen, incluso las expresiones de violencia o acciones directas pueden carecer de radicalidad cuando su única afirmación positiva termina siendo las promesas de los poderosos y algunas migajas. La burguesía es la que se quedó con el producto del conflicto social, recuperando las revueltas en su provecho. Luego de estas grandes derrotas vino una domesticación social pestilente.
Hay una confianza plena en las instituciones burguesas y un freno de la acción colectiva por fuera de los márgenes impuestos por el partido del orden. La pérdida de memoria colectiva y la incomunicación son cada vez más problemáticas, las grandes conurbaciones son focos de miseria levantados sobre un espacio vacío de sentido, rellenado con mensajes obsoletos, pero sobre todo espacios policiales. Los movimientos que surgen muchas veces no afrontan las contradicciones del sistema capitalista, sino que las disimulan, afirmando la neutralidad del Estado y la posibilidad de otro capitalismo, de otro desarrollo, de otra globalización, de otra política, otro sindicalismo.
Decir todo esto puede no caer simpático, incluso puede parecer pesimista. Pero pesimista es quedarse en el terreno que proponen los explotadores y opresores y no confiar en las capacidades de nuestra clase, la de las personas explotadas y oprimidas del planeta.
Es oportunista y perverso querer convencer “a la gente” de que es posible parar el aumento de precios y de la desocupación presionando para que los funcionarios voten una ley en su contra. En el capitalismo las crisis son inevitables y en estas se profundiza la violencia del Capital. La salida suena maximalista, sin medias tintas, pero no se trata de que esto termine de hoy para mañana. Debemos asumir la lucha revolucionaria y comprenderla como parte de un largo proceso de los explotados y oprimidos. La revolución social no es una doctrina que nace de principios dogmáticos, nace de los hechos. La clase explotada del mundo constituye y es a la vez constituida por hechos. No somos espectadores de los sucesos, somos sus protagonistas.
Lanzar consignas al aire que quedan bonitas en un cartel o gozan de popularidad en las “redes sociales”, no implica que esté fermentando un movimiento social y masivo que pueda poner freno a los embates sufridos.
Impartir consignas y promesas como anuncios publicitarios no solo es un gran engaño, atenta además contra nuestra capacidad de reflexión y acción colectivas. Si candidatos de uno y otro partido hacen esto cada vez que pueden es para perpetuar el orden de cosas existente.
Y no se trata solamente de una lucha en el terreno teórico, o de tener “todo claro” para salir a luchar. Se trata de extraer lecciones del antagonismo social. Evidentemente exigir la renuncia de un presidente o un ministro, reclamar por vivienda o por el cese de los aumentos son reivindicaciones que expresan necesidades concretas, pero no por ello son revolucionarias.
La trampa reformista está en presentar la revolución como algo diferente a la generalización de muchas de las reivindicaciones. En presentar la reforma como la posibilidad de solución a los problemas sociales que jamás ha solucionado y que jamás solucionará.
Es preciso comprender que la crisis no van a pagarla los ricos, que tras un representante de la burguesía vendrá otro a relevar su cargo en este orden de muerte reinante, que los patrones son representantes del Capital pero que no basta con echarlos de una patada en el culo, que las leyes están hechas para quienes las crearon y que la conciencia nacional no es lo mismo que la conciencia de clase.
Es necesario asumir, en el enfrentamiento con los guardianes del orden y la represión, que ellos no son el capricho de un verdugo, sino parte del plan histórico de los gobiernos para someter a los rebeldes y proteger la propiedad privada. Y al desafiar una propiedad privada particular debemos asumir que nuestra lucha será contra la propiedad privada en general. Así como grabar a fuego una realidad innegable: nuestra existencia se opone al Capital, a mayor ganancia del capitalista mayor es nuestro sufrimiento. Solo «somos todos argentinos» cuando quieren esconder el antagonismo de clase, parar las reivindicaciones imparables y canalizarlas en el chaleco de fuerza de la reforma.
Si abandonamos la dimensión emancipatoria y transformadora de la lucha, su proyectualidad, los explotados vamos a seguir protestando contra lo que nos daña y nos mata, una y otra vez. Como el destino de Sísifo en la mitología griega, condenado por los dioses a empujar una piedra gigante montaña arriba, solo para que vuelva a caer y tener que llevarla nuevamente hasta la cumbre de manera indefinida.
Deber, sacrificio, explotación. El gobierno de turno y los partidos provinciales plantean un escenario de austeridad para salir adelante. La oposición propone lo mismo para no volver al pasado.
Prevalecen los intereses particulares y corporativos. Es la voz de los empresarios argentinos la que se alza, tratando de optimizar sus ganancias, usándonos de carne de cañón, para presionar al Estado o a otros capitalistas en la obtención de privilegios y ayuda para sus negocios. Nos impulsan a que luchemos… ¡por sus intereses!
Cantos de sirena y lágrimas de cocodrilo nos quieren empujar a salvar la empresa o el país.
Son propuestas pragmáticas y reformistas que suelen estar en la vanguardia de la acumulación, y cuya función social, más allá de las intenciones, es empantanar el combate en el terreno enemigo.
La izquierda progre ya está dispuesta a ayudar a la burguesía nacionalista si esta decide no pagar la deuda al FMI. En su preocupación por salvar los intereses burgueses insiste en romper con el Fondo o con los arreglos hechos con él. ¡Ayudar a los explotadores solo es ayudar a que nos exploten mejor! Con ellos, y en su terreno, no hay solución posible.
No descubrimos nada cuando decimos que el problema de la deuda externa es un problema interno al Capital, y posicionarse por lo que tiene que hacer o no la burguesía es tomar partido por sus intereses en vez de luchar contra todos ellos y contra su sistema económico.
El Capital no tiene patria para sus ganancias, ni fronteras para los negocios. Los ricos no van a pagar la crisis. Y la causa de la crisis no es la deuda, sino la propia economía capitalista. El enemigo es el Capital, nacional, extranjero, privado, estatal. Esta crisis no tiene nada de argentina.
Para quienes sufrimos todas las privaciones y frustraciones posibles, sin ser responsables ni beneficiados bajo ningún aspecto por el capitalismo, las victorias o derrotas de ayer y de hoy son inseparables.
Si en el número anterior de nuestro boletín resaltamos lo peligroso de confundir la realidad con la Edad Media, tras la votación en el Congreso a favor del aborto clandestino, vale decir que tampoco son los 90 o el 2001. Hay un terreno social distinto para la revuelta, para la protesta masiva, la desobediencia colectiva, la autoorganización, los ataques al Estado y su policía, a la propiedad privada.
La protesta y la subversión no siempre caminan juntas, aunque se complementen, incluso las expresiones de violencia o acciones directas pueden carecer de radicalidad cuando su única afirmación positiva termina siendo las promesas de los poderosos y algunas migajas. La burguesía es la que se quedó con el producto del conflicto social, recuperando las revueltas en su provecho. Luego de estas grandes derrotas vino una domesticación social pestilente.
Hay una confianza plena en las instituciones burguesas y un freno de la acción colectiva por fuera de los márgenes impuestos por el partido del orden. La pérdida de memoria colectiva y la incomunicación son cada vez más problemáticas, las grandes conurbaciones son focos de miseria levantados sobre un espacio vacío de sentido, rellenado con mensajes obsoletos, pero sobre todo espacios policiales. Los movimientos que surgen muchas veces no afrontan las contradicciones del sistema capitalista, sino que las disimulan, afirmando la neutralidad del Estado y la posibilidad de otro capitalismo, de otro desarrollo, de otra globalización, de otra política, otro sindicalismo.
Decir todo esto puede no caer simpático, incluso puede parecer pesimista. Pero pesimista es quedarse en el terreno que proponen los explotadores y opresores y no confiar en las capacidades de nuestra clase, la de las personas explotadas y oprimidas del planeta.
Es oportunista y perverso querer convencer “a la gente” de que es posible parar el aumento de precios y de la desocupación presionando para que los funcionarios voten una ley en su contra. En el capitalismo las crisis son inevitables y en estas se profundiza la violencia del Capital. La salida suena maximalista, sin medias tintas, pero no se trata de que esto termine de hoy para mañana. Debemos asumir la lucha revolucionaria y comprenderla como parte de un largo proceso de los explotados y oprimidos. La revolución social no es una doctrina que nace de principios dogmáticos, nace de los hechos. La clase explotada del mundo constituye y es a la vez constituida por hechos. No somos espectadores de los sucesos, somos sus protagonistas.
Lanzar consignas al aire que quedan bonitas en un cartel o gozan de popularidad en las “redes sociales”, no implica que esté fermentando un movimiento social y masivo que pueda poner freno a los embates sufridos.
Impartir consignas y promesas como anuncios publicitarios no solo es un gran engaño, atenta además contra nuestra capacidad de reflexión y acción colectivas. Si candidatos de uno y otro partido hacen esto cada vez que pueden es para perpetuar el orden de cosas existente.
Y no se trata solamente de una lucha en el terreno teórico, o de tener “todo claro” para salir a luchar. Se trata de extraer lecciones del antagonismo social. Evidentemente exigir la renuncia de un presidente o un ministro, reclamar por vivienda o por el cese de los aumentos son reivindicaciones que expresan necesidades concretas, pero no por ello son revolucionarias.
La trampa reformista está en presentar la revolución como algo diferente a la generalización de muchas de las reivindicaciones. En presentar la reforma como la posibilidad de solución a los problemas sociales que jamás ha solucionado y que jamás solucionará.
Es preciso comprender que la crisis no van a pagarla los ricos, que tras un representante de la burguesía vendrá otro a relevar su cargo en este orden de muerte reinante, que los patrones son representantes del Capital pero que no basta con echarlos de una patada en el culo, que las leyes están hechas para quienes las crearon y que la conciencia nacional no es lo mismo que la conciencia de clase.
Es necesario asumir, en el enfrentamiento con los guardianes del orden y la represión, que ellos no son el capricho de un verdugo, sino parte del plan histórico de los gobiernos para someter a los rebeldes y proteger la propiedad privada. Y al desafiar una propiedad privada particular debemos asumir que nuestra lucha será contra la propiedad privada en general. Así como grabar a fuego una realidad innegable: nuestra existencia se opone al Capital, a mayor ganancia del capitalista mayor es nuestro sufrimiento. Solo «somos todos argentinos» cuando quieren esconder el antagonismo de clase, parar las reivindicaciones imparables y canalizarlas en el chaleco de fuerza de la reforma.
Si abandonamos la dimensión emancipatoria y transformadora de la lucha, su proyectualidad, los explotados vamos a seguir protestando contra lo que nos daña y nos mata, una y otra vez. Como el destino de Sísifo en la mitología griega, condenado por los dioses a empujar una piedra gigante montaña arriba, solo para que vuelva a caer y tener que llevarla nuevamente hasta la cumbre de manera indefinida.