Desde
hace décadas el ecologismo oficial nos culpa del desastre ecológico.
Como si nuestra supervivencia diaria fuese responsable del calentamiento
global o la extinción de otra especie animal. Los ecologistas perciben
el planeta Tierra como «una fuente de recursos naturales», nos reducen a
ciudadanos, a consumidores, y así quieren que nos percibamos a nosotros
mismos. Los ciudadanos para comportarse como tales deben esperar a
votar, o quejarse por las vías institucionales. Los consumidores deben
reducir sus posibilidades humanas de protesta colectiva y lucha social a
una actitud individual: consumir o no consumir, consumir más o menos.
En ambos casos el problema que se desprende es uno y el mismo: cuando se
habla con el lenguaje del amo necesariamente se defienden sus reglas.
En un artículo titulado Olvidémonos de las duchas cortas, o por qué el cambio personal no implica un cambio político Derrick Jensen aborda el tema:
«Hablemos
del agua. Hoy en día oímos con mucha frecuencia que el agua empieza a
escasear en el mundo. Está muriendo gente por falta de agua. Los ríos se
van secando. Por eso tenemos que darnos duchas más cortas. ¿Ven la
desconexión? ¿Acaso
el ducharme me hace responsable del agotamiento de las reservas
acuíferas? Pues no, porque más del 90% del agua que utilizan los seres
humanos la consume la agricultura y la industria.
Y el 10% restante se divide entre los usos municipales y el consumo de
seres humanos de carne y hueso. En conjunto, los campos de golf
municipales consumen tanta agua como las personas que habitan el
municipio. Los seres vivos (humanos y peces) no se están muriendo porque
el mundo se esté quedando sin agua, sino porque el agua se está
robando.
Hablemos
de energía. Kirkpatrick Sale lo sintetizó: es una historia que se ha
venido repitiendo en los últimos 15 años: el consumo individual
(residencial, automovilístico, y así sucesivamente) representa apenas
una cuarta parte del consumo total; la gran mayoría del consumo
(energético) se debe a usos comerciales, industriales, corporativos,
gubernamentales y agropecuarios (sin mencionar los usos militares). Por
lo tanto, incluso si todos nos trasladásemos en bicicleta y nos
calentásemos con estufas a leña, ello tendría un impacto insignificante
en el uso de energía, en el calentamiento global y en la contaminación
atmosférica.»
Los
ecologistas, como los sindicalistas, se especializan en tanto que
negociadores de la vida abocados al regateo. Interesados en no abolir
las causas de los problemas sino en conservarlos, haciendo lo posible
para que sea tolerable para los más desfavorecidos del reparto, para
garantizar la paz social y evitar sobresaltos en el mantenimiento de la
maquinaria capitalista.
Sin
embargo, dirigentes de varios países, entre ellos los de Argentina, que
saben de sobra estos datos, insisten con la austeridad, con el ahorro
energético, con el cuidado del agua. Se trata de una sofisticada manera
de disciplinamiento de la clase explotada.
Este invierno Macri insistió con que la Argentina debe bajar los niveles de consumo de energía. «Voy
a hablar de esto obsesivamente, en cada circunstancia», señaló. «Esa
misma obsesión que tiene todo el mundo, es la obsesión que tenemos que
tener cada uno de nosotros, en el país, por ver cómo son nuestros
comportamientos diarios, ver en qué cosas podemos ahorrar energía».
En perfecta igualdad democrática un
proletario cualquiera y un burgués de la industria química tienen la
misma responsabilidad según la visión de quienes destruyen el planeta y de los ecologistas que administran la catástrofe.
Una
forma sencilla y austera de vivir se nos impone mediante mezquindad y
tarifazos. Queramos o no, debemos abrigarnos dentro de casa por la
escasa calefacción o para poder pagar la próxima boleta del gas.
Queremos cambiar la vida, transformar el mundo, y esto no significa
despilfarro y desprecio por el planeta. Al contrario, significa destruir
la relación separada, mercantil y utilitarista con aquello que, nos
dicen, es distinto de nosotros: la naturaleza. Por esto nos negamos a
sentir que «todos los argentinos» tenemos los mismos problemas. No nos
tragamos el cuento de una crisis energética general, que en realidad
afecta principalmente a la industria o, mejor dicho, a los empresarios
de tales industrias. El problema no es que nos duchemos cinco minutos
más, el problema es que la cuenca del Paraná está envenenada con
glisfosato porque la ganancia importa más que la vida, importa a costa
de la vida.
Amarga
victoria del ecologismo, los gobiernos del mundo se vuelven cada vez
más ecologistas por necesidad ¡por la necesidad del dinero! Es
la misma burguesía quien debe denunciar los efectos secundarios de su
atropello sobre la vida. Y mientras nos arrojan la cuenta de los platos
rotos nos hablan sobre la urgencia por solucionar este problema que «nos
atañe a todos», se presentan como los únicos posibles salvadores del
planeta, los mismos que lo han arruinado.
En
las condiciones actuales, el “desarrollo sostenible” no es una opción
para la toma de conciencia, se ha vuelto un requisito forzoso para la
supervivencia del capitalismo.