La “cultura rosarina” está basada en miles de trabajadores precarizados, tanto en el ámbito privado como estatal. Lo sabemos porque vivimos aquí y además algunos participamos del amplio y difuso ámbito cultural local desde hace años o décadas. Lo sabemos porque muchos trabajamos precarizados en el sector privado y en el estatal, ya sea en bares, instituciones o autogestionando nuestra miseria, “aportando a la cultura”, así como también en actividades culturales sin fines de lucro o como consumidores… Padecemos ser “trabajadores de la cultura” como cualquier otro trabajo: por migajas, sin aportes ni vacaciones, y luchando colectivamente cuando es posible.
Vamos a hablar de cultura en un sentido restringido y errado: vamos a referimos a ocio, entretenimiento, manifestaciones artísticas y un poco de erudición. De momento no vamos a referimos a los procesos que “producen significado”, ni al “conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico” (RAE), ni a lo que implica comer con cuchillo y tenedor, usar determinada vestimenta o no casarse entre hermanos.
En el ambiente cultural, a diferencia de otros ámbitos, hay una característica común: en el grupo de explotadores de trabajo ajeno abundan los progres. Están profundamente culturizados e ideologizados. Suelen ser profesionales o “agentes culturales”.
Uno de esos patrones, meses atrás hacía reuniones en el lugar de trabajo para que sus empleados no votasen a Milei. Otros adornan sus lugares con consignas de otra época, contestataria, vintage, inclusiva… adornos y figuritas para caer bien pero, principalmente, para apuntar a un segmento de mercado particular. Una ex ministra de Cultura se acercaba a las asambleas de precarizados y les decía que le alegraba mucho que luchasen. En 2024 tienen miedo de que el gobierno de turno haga con toda la población lo que ellos hacen a sus pocos empleados: pagar poco, confundir trabajo con ocio, hacer pasar trabajo por tiempo libre, precarizar, privar de jubilación, vacaciones y de cobertura médica, asustar y abusar de su autoridad. Tienen miedo de que la derecha quite “los derechos conquistados”… derechos que ellos no otorgaron ni otorgan. Estos fanáticos del mal menor no pueden entender que gran parte de la población vote al mal mayor o que ni siquiera le importe quién gobierne. Ellos están acostumbrados a las migajas… a repartirlas. Son esos que quieren que un político gane lo mismo que un docente y no al revés. Hasta para desear son mezquinos.
Por lo general, los artistas y agentes culturales pretenden tener un aura especial, se suponen fuera de la ruindad y barbarie capitalistas. Muchos explotadores del trabajo ajeno de este sector no se consideran como tales. Por su parte, los trabajadores de la cultura han asumido de manera creciente esta identidad, lo que consideramos se halla vinculado a la expansión del sector, a la mayor dedicación en este tipo de tareas de manera exclusiva, y a una transformación más general de la reproducción de la fuerza de trabajo. Nos referimos a la identificación de ciertas tareas como trabajo al momento de depender cada vez más de un ingreso a cambio de las mismas.
Lo que definimos amplia y vagamente como cultura es un aspecto de nuestra reproducción, que se puede convertir más o menos en un negocio, pero nunca lo es completamente. Las políticas públicas llevadas a cabo por el Estado en materia cultural, al igual que en salud y educación, dejan claro que no está completamente mercantilizada, y en todo contexto de ajuste sufre mayores recortes que otras áreas más imprescindibles.
Por otro lado, está la cuestión de los artistas independientes o autogestivos, a quienes se les dificulta la subsistencia y suelen depender de las contrataciones o programas estatales. Existen unos pocos que aún consideran que la “contracultura” debe ser autosustentable, incluso buscando compartir en la gratuidad o repartiendo meramente los “costos técnicos” de las producciones y actividades (sonido, luces, alquiler, imprenta, difusión, etc.).
Problematizando, la identidad de “trabajadores de la cultura” está más extendida que antes, posiblemente porque cada vez más personas lo asumen como un medio para su supervivencia además de una actividad recreativa, y quieren o necesitan cobrar por hacerlo. También por políticas públicas orientadas al sector cultural, con más presupuesto, personal, instituciones, programas y estructuras administrativas como por ejemplo ministerios provinciales o nacional.
Muchos experimentan disgusto frente a la “mercantilización” o la “degradación” de la cultura. Ni el funcionario ni el dueño de un bar quieren tu diversión sino mantener el status quo y/o tu dinero, del mismo modo que el kiosquero al momento de vender cualquier mercancía le interesa tu dinero, así como a vos el producto que te ofrece. Así de simple funciona el intercambio en el capitalismo.
En ocasiones, la despiadada lógica capitalista se acepta en todos los ámbitos pero se supone debería dejar gentilmente a la cultura fuera del alcance de sus garras. Una esperanza ingenua. Aceptar la lógica de la competencia capitalista debería significar aceptar todas sus consecuencias. Si es justo que una cerveza o un pantalón se valoren exclusivamente en base a la cantidad de trabajo que representan, es un tanto ilógico esperar que esta misma lógica no rija para los productos de la industria cultural. Hay un mismo principio, si nos oponemos a los “excesos” liberales de la mercantilización sería bueno pensar en los fundamentos más generales.
La lógica capitalista no renuncia ni al narcotráfico, ni al trabajo formal ni a la precarización si puede obtener una ganancia. La “mercantilización” de la cultura frente a las exigencias económicas forma sólo una parte de la mercantilización tendencialmente total de todos los aspectos de la vida, y es en vano poner en discusión sólo la cultura sin atentar contra la totalidad de la economía en todos los niveles. No existe ningún motivo por el cual la cultura pudiese lograr mantener su autonomía respecto a la lógica de la ganancia, si ninguna otra esfera logra hacerlo.
En estas épocas de recorte y despidos nos solidarizamos con todos los trabajadores que defienden su supervivencia. Y somos conscientes de que, como señaló Theodor Adorno, «la abolición del arte en una sociedad semi-bárbara y que avanza para la completa barbarie se convierte en su colaboradora». Pero eso no obtura pensar y pensarnos, cuestionar que la cultura, el arte o lo que sea se presenta cómodamente separado del resto de las actividades humanas. Queremos quitarle el velo sagrado que intenta mantenerlo al margen de la dinámica capitalista.
Tampoco es un llamado a dejar de consumir en tal o cual bar, tal o cual producto, dejar de concurrir a determinado teatro o museo. Es un humilde llamado a comprender cómo en la cultura hay consumo pero también producción. Como en el resto de los ámbitos de esta sociedad, no nos involucramos solo como consumidores, sino también como productores.
«Pero si pongo en blanco a todos los empleados tengo que cerrar». «Todos los lugares son capitalistas de una u otra manera.» Hello! Así funciona.
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