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«Inflación: el poder de compra del salario cayó 20% en solo dos meses por la aceleración de los precios» señala Infobae a comienzos de marzo. Agrega Ámbito Financiero: «Se trata de la caída más grande de los haberes, 14 puntos, la más grande desde la crisis de la convertibilidad, en abril de 2002, cuando los haberes se desplomaron 9,6%.»
En la inauguración del período de sesiones de la Asamblea Legislativa, Milei señaló que hoy un sueldo es de 300 dólares «cuando en la década de los ‘90 había llegado a los 1800, que pensado en moneda de hoy sería de 3.000 dólares.» Culpó al populismo que «nos quitó el 90% de nuestros ingresos llegando a un nivel de locura tal, donde un tercio de los trabajadores formales son pobres.» Eso significó un elogio a Menem y tuvimos que presenciar a la descendencia del expresidente aún enquistada en el gobierno cantando “la casta tiene miedo”.
Más allá de los discursos, Milei es un eslabón más de la historia del empeoramiento de nuestras condiciones de vida. Décadas antes de los ‘90, con un salario generalmente vivía una familia compuesta de dos adultos y dos niños, no era extraño que trabajadores compraran sus casas, fueran de vacaciones, tuvieran un auto. Hoy a lo máximo que se puede aspirar es a comprar un teléfono en cuotas y pagar internet. Claro que los modos de consumo han cambiado, pero suponer que ahorrando en las novedades una familia puede abandonar un trabajo y comprar una casa es irrisorio.
Desde su pico máximo en el ‘74 hasta el momento, el salario real en Argentina ha caído por encima del 50%. Esta caída estuvo compuesta por brutales ajustes mediante bruscas devaluaciones con altos niveles inflacionarios e hiperinflaciones, comenzando por el Rodrigazo en 1975, las hiperinflaciones de 1989 y 1990, y la salida de la convertibilidad en 2002. Solo a partir de estos duros ajustes se produjeron fases expansivas de la economía con una recuperación relativa de los salarios, siempre por debajo del nivel del ciclo alcista anterior.
La última fase expansiva se inició hacia 2003 y duró hasta 2012, cuando comenzó nuevamente a ralentizarse y los salarios comenzaron a caer. Pero en lugar de advertir dicha caída como parte de una tendencia general de carácter cíclica, gran parte de la clase explotada idealizó a la política y la “década ganada”, posibilitando un avance del ajuste signado por la alternancia democrática (Fernández de Kirchner-Macri-Fernández) y la total institucionalización de los movimientos sociales. Esto conllevó a su vez, a que resurja un liberalismo aggiornado con cierto rechazo a la política del 2001 y con el antiprogresismo de las derechas alternativas internacionales. Este nuevo gobierno, por lo pronto, parece haber legitimado en una parte importante de la sociedad el ajuste como única alternativa.
Cuando los reaccionarios que defienden a Milei dicen que hay gente que comenzó a quejarse recién ahora luego de años de silencio cómplice no están faltando a la verdad, la cuestión es quién lo señala. No nos podemos olvidar nunca de los “compañero, no es momento de quejarse, es hacerle el juego a la derecha”.
En este mismo boletín hace diez años decíamos: «Al evidente problema que representa la inflación para llegar a fin de mes se le suma el tener que escuchar tanta boludez al respecto. Las discusiones en torno a la inflación, las echadas de culpa entre un sector y otro de la burguesía, no son más que la coartada de su verdadera disputa de fondo: cómo se reparten el fruto de la explotación que sufrimos a diario, quiénes se ven más beneficiados de esta constante intensificación de la explotación. No es novedad para nadie que desde hace años los precios vienen aumentando a una velocidad mucho mayor que la de los salarios, disminuyendo por lo tanto el poder de compra, el salario real.» (nro. 13, Ganancia, ganancia, ganancia).
Una década después parece que estamos en el mismo lugar pero no, estamos un escalón más abajo, nuestro salario o ayuda social compra menos que en 2014. Y hay aún más personas sin empleo y otras tantas viviendo en peores condiciones, y no hablamos de unos pocos, sino de millones de seres humanos.
Por otra parte, tal como subrayábamos en aquel artículo: «No podemos ignorar la disminución de la calidad de los alimentos, la obsolescencia programada de los artefactos electrónicos y todas las implicaciones destructivas para la salud y el medio ambiente que esta situación conlleva. Nuestros salarios, entonces, no solo disminuyen en relación al aumento de precios (disminución del salario real), sino que además y de forma socialmente encubierta, disminuyen permanentemente en la calidad de lo que pueden comprar. Cada vez trabajamos en peores condiciones, alquilamos casas más pequeñas y destruidas, consumimos peores alimentos, nos trasladamos peor, etc., etc…»
Sumamos además que los gastos en salud, educación y seguridad han aumentado para la población asalariada, ya que el gasto público dedicado a atender estas cuestiones ha disminuido. Mientras se ajusta el gasto público en dichas áreas, ha aumentado en ayudas sociales y subsidios para garantizar la subsistencia de los desempleados o asalariados pobres, un fenómeno cada vez más creciente en Argentina.
Pero, ¿a qué apuntamos con todo esto? ¿A exigir entonces una disminución de los precios, un aumento de la calidad de los productos con precios estables? ¿A un aumento del salario real? ¿A un cambio generalizado de los hábitos de consumo? Estas propuestas, si bien al menos captan mejor el problema, no son más que parches en este mundo de la mercancía y el trabajo asalariado. Podemos poner límites, luchar más allá de quien gobierne pero... ¿hasta cuándo vamos a seguir haciendo listados de injusticias y desigualdades sin apuntar directamente a las causas estructurales?
Y con “causas estructurales“ no nos referimos a la dinámica económica de este país y su lugar específico en la división internacional del trabajo. No ponemos nuestro anhelo en un capitalismo más estable, más serio y productivo, que nos explote mejor, más eficazmente a cambio de mejores salarios. Buscamos comprender el porqué de esta situación, luchamos inevitablemente por la defensa de nuestra fuerza de trabajo, mientras apuntamos a la destrucción de la sociedad que nos obliga a vendernos con ella.
«[la clase obrera] no debe, por tanto, entregarse por entero a esta inevitable guerra de guerrillas, continuamente provocada por los abusos incesantes del capital o por las fluctuaciones del mercado. Debe comprender que el sistema actual, aun con todas las miserias que vuelca sobre ella, engendra simultáneamente las condiciones materiales y las formas sociales necesarias para la reconstrucción económica de la sociedad. En vez del lema conservador de: “¡Un salario justo por una jornada de trabajo justa!“, deberá inscribir en su bandera esta consigna revolucionaria: “¡Abolición del sistema de trabajo asalariado!“» (Karl Marx, Salario, precio y ganancia)
En la inauguración del período de sesiones de la Asamblea Legislativa, Milei señaló que hoy un sueldo es de 300 dólares «cuando en la década de los ‘90 había llegado a los 1800, que pensado en moneda de hoy sería de 3.000 dólares.» Culpó al populismo que «nos quitó el 90% de nuestros ingresos llegando a un nivel de locura tal, donde un tercio de los trabajadores formales son pobres.» Eso significó un elogio a Menem y tuvimos que presenciar a la descendencia del expresidente aún enquistada en el gobierno cantando “la casta tiene miedo”.
Más allá de los discursos, Milei es un eslabón más de la historia del empeoramiento de nuestras condiciones de vida. Décadas antes de los ‘90, con un salario generalmente vivía una familia compuesta de dos adultos y dos niños, no era extraño que trabajadores compraran sus casas, fueran de vacaciones, tuvieran un auto. Hoy a lo máximo que se puede aspirar es a comprar un teléfono en cuotas y pagar internet. Claro que los modos de consumo han cambiado, pero suponer que ahorrando en las novedades una familia puede abandonar un trabajo y comprar una casa es irrisorio.
Desde su pico máximo en el ‘74 hasta el momento, el salario real en Argentina ha caído por encima del 50%. Esta caída estuvo compuesta por brutales ajustes mediante bruscas devaluaciones con altos niveles inflacionarios e hiperinflaciones, comenzando por el Rodrigazo en 1975, las hiperinflaciones de 1989 y 1990, y la salida de la convertibilidad en 2002. Solo a partir de estos duros ajustes se produjeron fases expansivas de la economía con una recuperación relativa de los salarios, siempre por debajo del nivel del ciclo alcista anterior.
La última fase expansiva se inició hacia 2003 y duró hasta 2012, cuando comenzó nuevamente a ralentizarse y los salarios comenzaron a caer. Pero en lugar de advertir dicha caída como parte de una tendencia general de carácter cíclica, gran parte de la clase explotada idealizó a la política y la “década ganada”, posibilitando un avance del ajuste signado por la alternancia democrática (Fernández de Kirchner-Macri-Fernández) y la total institucionalización de los movimientos sociales. Esto conllevó a su vez, a que resurja un liberalismo aggiornado con cierto rechazo a la política del 2001 y con el antiprogresismo de las derechas alternativas internacionales. Este nuevo gobierno, por lo pronto, parece haber legitimado en una parte importante de la sociedad el ajuste como única alternativa.
Cuando los reaccionarios que defienden a Milei dicen que hay gente que comenzó a quejarse recién ahora luego de años de silencio cómplice no están faltando a la verdad, la cuestión es quién lo señala. No nos podemos olvidar nunca de los “compañero, no es momento de quejarse, es hacerle el juego a la derecha”.
En este mismo boletín hace diez años decíamos: «Al evidente problema que representa la inflación para llegar a fin de mes se le suma el tener que escuchar tanta boludez al respecto. Las discusiones en torno a la inflación, las echadas de culpa entre un sector y otro de la burguesía, no son más que la coartada de su verdadera disputa de fondo: cómo se reparten el fruto de la explotación que sufrimos a diario, quiénes se ven más beneficiados de esta constante intensificación de la explotación. No es novedad para nadie que desde hace años los precios vienen aumentando a una velocidad mucho mayor que la de los salarios, disminuyendo por lo tanto el poder de compra, el salario real.» (nro. 13, Ganancia, ganancia, ganancia).
Una década después parece que estamos en el mismo lugar pero no, estamos un escalón más abajo, nuestro salario o ayuda social compra menos que en 2014. Y hay aún más personas sin empleo y otras tantas viviendo en peores condiciones, y no hablamos de unos pocos, sino de millones de seres humanos.
Por otra parte, tal como subrayábamos en aquel artículo: «No podemos ignorar la disminución de la calidad de los alimentos, la obsolescencia programada de los artefactos electrónicos y todas las implicaciones destructivas para la salud y el medio ambiente que esta situación conlleva. Nuestros salarios, entonces, no solo disminuyen en relación al aumento de precios (disminución del salario real), sino que además y de forma socialmente encubierta, disminuyen permanentemente en la calidad de lo que pueden comprar. Cada vez trabajamos en peores condiciones, alquilamos casas más pequeñas y destruidas, consumimos peores alimentos, nos trasladamos peor, etc., etc…»
Sumamos además que los gastos en salud, educación y seguridad han aumentado para la población asalariada, ya que el gasto público dedicado a atender estas cuestiones ha disminuido. Mientras se ajusta el gasto público en dichas áreas, ha aumentado en ayudas sociales y subsidios para garantizar la subsistencia de los desempleados o asalariados pobres, un fenómeno cada vez más creciente en Argentina.
Pero, ¿a qué apuntamos con todo esto? ¿A exigir entonces una disminución de los precios, un aumento de la calidad de los productos con precios estables? ¿A un aumento del salario real? ¿A un cambio generalizado de los hábitos de consumo? Estas propuestas, si bien al menos captan mejor el problema, no son más que parches en este mundo de la mercancía y el trabajo asalariado. Podemos poner límites, luchar más allá de quien gobierne pero... ¿hasta cuándo vamos a seguir haciendo listados de injusticias y desigualdades sin apuntar directamente a las causas estructurales?
Y con “causas estructurales“ no nos referimos a la dinámica económica de este país y su lugar específico en la división internacional del trabajo. No ponemos nuestro anhelo en un capitalismo más estable, más serio y productivo, que nos explote mejor, más eficazmente a cambio de mejores salarios. Buscamos comprender el porqué de esta situación, luchamos inevitablemente por la defensa de nuestra fuerza de trabajo, mientras apuntamos a la destrucción de la sociedad que nos obliga a vendernos con ella.
«[la clase obrera] no debe, por tanto, entregarse por entero a esta inevitable guerra de guerrillas, continuamente provocada por los abusos incesantes del capital o por las fluctuaciones del mercado. Debe comprender que el sistema actual, aun con todas las miserias que vuelca sobre ella, engendra simultáneamente las condiciones materiales y las formas sociales necesarias para la reconstrucción económica de la sociedad. En vez del lema conservador de: “¡Un salario justo por una jornada de trabajo justa!“, deberá inscribir en su bandera esta consigna revolucionaria: “¡Abolición del sistema de trabajo asalariado!“» (Karl Marx, Salario, precio y ganancia)
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