El 4 de septiembre se llevó adelante en Chile un referéndum con la propuesta de reformar la Constitución Política de la República redactada por una Convención Constitucional. Para poner fin al “legado de Pinochet” según decían. Con más de 13 millones de votantes, marcó el hito de ser el proceso electoral con mayor participación en la historia de Chile. La propuesta fue finalmente rechazada por más del 60% de los votos válidamente emitidos.
Queremos compartir algunas reflexiones realizadas a un lado y al otro de la Cordillera.
El nuevo gobierno, por más progresista que sea, no puede dar respuesta a los reclamos de la revuelta de hace tres años. No puede porque es la administración del Capital.
Existen muchas maneras de reprimir una revuelta. La burguesía no recurre a la represión física por el gusto de la sangre sino porque se ve acorralada. Existe otra represión que es la institucional, la integración democrática. La finalidad es mantener la normalidad, al costo que sea.
Tanto el nuevo gobierno de Boric y compañía, así como este intento constituyente, son la consumación de la derrota, al menos temporal, de la revuelta iniciada en octubre de 2019. Allí se tenía como objetivo inmediato la destitución del gobierno de Piñera, lo que devino en el “Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución” y procesos electorales de largo plazo: plebiscito, elección de constituyentes, elecciones presidenciales, “plebiscito de salida”. Al calor de la revuelta se pusieron sobre la mesa una serie de problemáticas sociales en torno a la salud, educación, pensiones, algunas de las cuales se expresaban muy concretamente, como el fin de los créditos universitarios y la condonación de las deudas existentes, o la eliminación de las administradoras de fondos de pensiones. Las cuestiones represivas también tomaron importancia, dada la brutal actuación de las fuerzas chilenas y los miles de presos de la revuelta.
Nada de esto fue abordado realmente por el gobierno, sumado al ajuste económico, la inflación y al deterioro general de las condiciones de vida producto de la recesión de los últimos años.
Asistimos en Chile a una particular reproducción en tiempo récord de los procesos de institucionalización de la lucha a los que hemos asistido en diferentes países de Latinoamérica tras los estallidos de revuelta de las últimas décadas. Los administradores del Capital en Chile parecían haber aprendido de sus vecinos al proponer rápidamente salidas electorales y un plan de reformas. Pero parecen no haber tomado nota de los principales problemas del progresismo que, tras agotar sus tímidas políticas distributivas basadas en la previa destrucción del salario y un contexto favorable para recaudar a partir de la continuidad y profundización del esquema productivo anterior, buscó sostenerse en las políticas de “ampliación de derechos” orientadas en gran medida al reconocimiento identitario (de sectores minoritarios en muchos casos), dejando de lado los problemas sociales mayoritarios. Esto ha tenido como resultado derrotas electorales, la alternancia en el gobierno con sectores de oposición con una mayor impronta de ajuste, posibilitando a fin de cuentas el ajuste por parte de ambos gobiernos y de la burguesía en su conjunto, manteniendo por el momento la paz social y la institucionalidad. De este modo, el progresismo posmoderno va perdiendo fuerza en la agenda política, al menos en Argentina. Venimos insistiendo hace rato con que parece que ya no hay mucho por repartir más que discursos e ideología, lo cual va encontrando sus límites.
En Chile, al menos por ahora, el nuevo gobierno progresista no ha tomado medidas concretas para mejorar la situación social y económica del proletariado, y el proceso constituyente se caracterizó por una fuerte impronta discursiva, que se plasmó en el texto del proyecto constitucional, la cual resultó ajena para gran parte de la población. Ciertos debates que se ocupan en las universidades llegan a los parlamentos y se intenta bajarlos al resto de la población: los derechos de la naturaleza en vez de el acceso al agua, las identidades en vez de la posibilidad de trabajo o subsistencia. Se difundió ampliamente que se trataba de una constitución ecologista, plurinacional y feminista, un “modelo” para muchos analistas internacionales, pero no gustó a los votantes. A su vez, el rechazo significa también un rechazo a la breve gestión del gobierno y al proceso constituyente iniciado tras el acuerdo de paz.
Este escenario puede propiciar lo que ya hemos visto localmente: un reforzamiento de los sectores opositores y un corrimiento en bloque de todo el arco político hacia las políticas de ajuste y control social. En este álgido devenir, quizás la institucionalización de la lucha no haya echado las raíces suficientes para sostener el desborde social. Algo de ello pareció observarse al día siguiente del plebiscito, con nuevas protestas de estudiantes.
Un modo de producción no puede ser abolido por decreto ni a fuerza de leyes. La carta magna que sea no va a exceptuar a nadie de la ardua tarea de abolir el capitalismo. Ni a corto, mediano o largo plazo, ni en sentido táctico o estratégico, ni material ni simbólicamente, representa ninguna mejoría o ventaja, ni siquiera en lo tocante a las condiciones de vida inmediatas o a las capacidades de lucha elementales del proletariado.
Aunque en su raíz latina el vocablo plebiscito designa la decisión soberana de la plebe, su uso moderno se refiere a algo muy distinto. En nuestros días un plebiscito, al igual que todos los actos eleccionarios de las democracias modernas, no pasa de ser un simple interrogatorio: un acto unilateral en que los gobernantes le exigen a la masa gobernada que se pronuncie sobre un tema planteado por ellos.
En algunos casos, la resistencia de los gobernados a responder interrogatorios (Chile alcanzó hace algunos años el 58% de abstención electoral, la más alta del mundo) es síntoma de una indisciplina más profunda, que puede llegar a convertirse en rebelión abierta como ocurrió en 2019. Eso y no otra cosa es un plebiscito: un acto que representa ficcionalmente la soberanía de la plebe, pero que en realidad exhibe ante la vista de todos la soberanía sin rival de los gobernantes, capaces de reducir la cuestión social a un “sí” o un “no” inofensivo frente a la dominación, mientras restringen casi por completo la libertad de decir “no” al propio plebiscito.
El plebiscito, dado que es un interrogatorio, no tiene otra función que reafirmar la superioridad de quienes hacen las preguntas. Y quienes hacen las preguntas no son ni más ni menos que quienes mantienen encerrados a los presos de la revuelta, los que condenan a los mapuche en lucha por el robo de madera luego de despojarlos de territorio. Son el Estado, quienes arrancaron ojos y manos en las protestas, quienes matan y sostienen la ordenada cotidianidad de la explotación.
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