Un nuevo aniversario de la declaración de la independencia argentina nos trae la posibilidad de reflexionar sobre la construcción del Estado y la prédica nacionalista en las llamadas fechas patrias.
Que asociemos esta fecha principalmente a la escuela no es casual y es parte de la estrategia de la reproducción simbólica del Estado. Su efectividad precisa de una simplificación que aplaste la complejidad histórica hasta reducirla a una oración que se aprende de memoria: “El 9 de julio de 1816, en Tucumán, se declaró la independencia argentina”.
En los últimos años el progresismo incorporó algunos nuevos personajes marginados en el panteón nacional: Juana Azurduy, Remedios del Valle, el gaucho Rivero, etc. A su vez, el Estado adoptó nuevos formatos de adoctrinamiento vía televisión e internet como Pakapaka, Encuentro y otras plataformas educativas. Pero, a fin de cuentas, el objetivo sigue siendo el mismo.
En 1816 la República Argentina, tal como la conocemos hoy, no existía. No era un Estado unificado. Los ex dominios del Virreinato del Río de la Plata eran llamados Provincias Unidas en Sud América desde 1810. A partir de los sucesos de mayo, y aún en guerra contra los realistas, había comenzado una nueva disputa por la organización del territorio.
En la Asamblea de 1813 en Buenos Aires, son rechazadas las «Instrucciones» de José Artigas que recomendaban declarar urgentemente la independencia. Por esto, la Banda Oriental y las provincias del Litoral van formando la Liga de Los Pueblos Libres, bajo el mando del caudillo federal. El 29 de junio de 1815, realizan el Congreso de Oriente, en la actual Concepción del Uruguay. Allí, entre otras cosas, deliberan sobre la política agraria a seguir, que verá la luz en septiembre de ese año en Paysandú con el «Reglamento de Tierras». De acuerdo a ciertas fuentes, en este congreso, además, la Liga de los Pueblos Libres habría declarado su independencia del Imperio Español.
Los representantes de las provincias del noroeste y el Alto Perú, con Buenos Aires a la cabeza, reunidos en el Congreso de Tucumán, hicieron lo propio el 9 de julio de 1816.
Una compleja y no menos sangrienta guerra civil entre los llamados Federales y Unitarios se estaba cocinando; una guerra que se extendería hasta la batalla de Pavón en 1861 con la victoria del unitarismo. En estas cuatro décadas, donde ambos bandos demostraron una crueldad inaudita, fueron los pobres del campo y la ciudad los que vertieron su sangre por divisas que no los incluían más que para hacerse matar.
Si bien más afín al artiguismo, la lente progresista destaca que la declaración de 1816 fue impresa en aymara y en quechua. Este es otro punto interesante sobre el cual reflexionar. Las poblaciones originarias andinas habían sido rápidamente incorporadas al sistema colonial, y por ende formaban parte de los nuevos territorios independizados. Era necesario sumarlas a la causa contra los realistas a fin de utilizarlas como carne de cañón. Correspondía a los intereses del independentismo en esa zona y por eso se descartó traducirla al guaraní, idioma hablado en territorio federal.
La declaración tampoco se tradujo a los idiomas qom, mapuche, tehuelche, o selk´nam. ¿La razón? Los territorios del Chaco, la Pampa y la Patagonia no habían caído bajo el yugo colonial, por ende, no necesitaban ninguna independencia. El 9 de julio de 1816 no significó nada en los montes de quebracho ni en los inmensos pastizales del sur, aunque tendría un significado trágico décadas después. Será el Estado Argentino, independiente del rey Fernando VII y sus sucesores, así como de toda dominación extranjera, quien conquistará esas tierras en sucesivas campañas para imponer allí la libertad, la igualdad y la fraternidad del Capital.
Los primeros festejos del 9 de julio se decretaron bajo la presidencia de Bernardino Rivadavia en 1826, en el contexto de un primer intento de unificación del país. Pero recién la Generación del ‘80, heredera directa del proyecto unitario, será la que finalmente imponga las bases para el país y la nacionalidad argentina como hoy la conocemos. En este sentido, la fecha del 9 de julio, aunque decretada como festejo en 1826, solo puede ser comprendida cabalmente desde esta década y los gobiernos sucesivos. Es a partir de este momento que se consolida un territorio unificado políticamente, un método de enseñanza obligatorio y masivo, así como fuerzas armadas profesionales y modernizadas que se yerguen como depositarias de los valores nacionales.
La afirmación de que “esa gente hizo el país” es cierta. Lograron, con el tiempo, crear un Estado moderno. Disciplinar y homogeneizar una población. Definir límites artificiales en un papel. Imponer la política como forma enajenada de organización humana. El garrote y la escuela, el desfile militar y las urnas, y de la casa al trabajo. Ese es su mérito.
Hacia 1820 se cantaba un cielito popular en la campaña rioplatense. Hay más verdad en esas coplas anónimas que en todos los decretos ministeriales juntos:
No me vengan con embrollos
de patrias y montoneras
que para matarse al ñudo
le sobra tiempo a cualquiera
Cielito, cielo que sí
Cielito de Canelones
Qué Patria ni qué caracho
han de querer los ladrones
Sarratea me hizo cabo
Con Artigas jui sargento
El uno me dio cien palos
y el otro me aplicó ciento
Cielito, cielo que sí
Cielito del corazón
Para no pagarme el sueldo
era güena la ración
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