Este 8 de marzo parece ser distinto a los de algunos años atrás: se reivindican algunas recientes conquistas consideradas fundamentales y se prometen otras tantas, nuevas y briosas. Es cierto que hace menos de una década la sociedad se hallaba rememorando esta efeméride como una celebración de la femineidad tradicional, alentando al consumo y a la reafirmación del estereotipo de la mujer cosificada y sumisa mediante regalos frívolos y demás artilugios mercantilistas. En aquel entonces nos hallábamos muy lejos de un llamado al cese de actividades productivas, como impulsa la consigna de este año, pero ¿realmente queremos que este sistema siga, ya sea con o sin nosotras? Nos parece muy necesario, dada la importancia del movimiento social que se generó para cambiar las condiciones de vida de las mujeres, repensar y criticar el contenido de estas luchas. No por el gusto de la crítica en sí, sino para que el movimiento tome fuerza y se profundice, para no caer en las viejas canalizaciones de la ideología dominante, en las reformas que cambian algo para que todo siga igual. Nos queremos enfocar entonces en el contenido que está en el fondo de la movilización y el paro internacional de mujeres.
Cuando se llama a producir sin nosotras para visibilizar nuestro “valor”, se pasa por alto la obscena facticidad de las cosas: que se nos considera valiosas, básicamente, en términos productivos y reproductivos de este sistema de muerte. Esta consigna no solo deja de lado un cuestionamiento fundamental –¿por qué debiéramos siquiera tener asignado un valor? –, sino que alienta a la perpetuación de las actuales relaciones económicas y productivas de modo irreflexivo y conformista. La ausencia de una crítica al sistema que somete a la totalidad de la humanidad a sus perversas instituciones (en este caso, el trabajo asalariado) es alarmante, y debiera advertirnos sobre la peligrosa tibieza del contenido de consignas similares, tan fervorosamente enarboladas para esta fecha.
Era de esperar… “el feminismo” ha llegado a los medios: los programas con el más alto rating (y la mayor tradición misógina) invitan a sus paneles a las representantes del movimiento a debatir (y sobre todo a banalizar) la despenalización del aborto y otros temas que verdaderamente nos preocupan e importan. La democracia funciona. El enemigo quiere hacer las paces y, en señal condescendiente, nos abre la puerta al mundo del espectáculo.
Ante los continuos y crecientes daños a todos aquellos que se reconocen por fuera del género masculino heterosexual, se pide mayor intervención estatal: más legislaciones, más programas gubernamentales de contención, más seguridad, más trabajo, más punición, más control. Lo que no se ve es que donde «el Estado está ausente» es donde más está el Estado. ¿No es ya lo suficientemente clara la vinculación entre la violencia de género y el monstruoso aparato ideológico que la produce y reproduce cada día, bajo las más variadas formas? ¿Qué es lo que hace falta para hacer estallar finalmente estas insoportables tensiones que nos atraviesan?
Sabemos que las condiciones a las que nos enfrentamos no son nada sencillas y nos movilizan a preguntarnos muchas cosas. Que quede claro: queremos mejorar nuestras condiciones en lo inmediato. No queremos ser encarceladas por abortar, tratadas como cuerpos–objetos a los que violar y traficar, usadas para publicitar mercancías y otras tantas aberraciones. Pero, ¿para qué nos sirve pedirle al sistema que nos reduce a estos roles, nos encarcela y subyuga que cambie esta situación? ¿Por qué no pensar en la posibilidad de superar de raíz este estado de cosas? Esto también lo tenemos que pensar mientras nos encontramos en la calle, a esto nos referimos cuando proponemos profundizar la lucha. Fundamentalmente, para no desperdiciar tantos esfuerzos de compañeras del pasado que, como nosotras hoy, pararon y salieron a la calle masivamente, logrando parciales avances que por sus límites no cambiaron la situación de la mujer, porque es imposible que se transforme sin transformar todo, porque nuestra lucha se opone prácticamente a este sistema cosificador y valorizador de nuestras vidas.
Las diversas expresiones de bronca, el aliento a la venganza o al escrache público, en respuesta a hechos de violencia de género son necesarias, pero devienen en medidas ineficientes por ser aisladas. Debemos atacar las relaciones sociales de las que nace la violencia de género en primer lugar. Cuando una gran cantidad de energía se ve dedicada a resolver problemas de tipo legal o procedimental (qué hacer con el abusador, cómo castigar al violador, cómo deben redactarse protocolos institucionales contra la violencia machista) se está perdiendo de vista la causa fundamental de la problemática: la violencia general y sistemática en nuestra sociedad, por qué se genera y cómo destruirla. Identificarla es necesario para terminar de una vez por todas con las condiciones materiales que la posibilitan y que reducen nuestra vida a un producto aprovechable o prescindible según las circunstancias, que instrumentalizan nuestros cuerpos y los someten a las necesidades de este sistema que nos deshumaniza y atomiza hasta la muerte.
La lucha que ahonde en la raíz del problema no bregará por la igualdad de derechos en un sistema que nos oprime y aliena a todos los desposeídos por igual, sino por la verdadera emancipación de la mujer, entendida como parte fundamental de la lucha por la emancipación total de la especie humana. Para ello es necesario salir a la calle y formar lazos por fuera del Estado y la política, no permitiendo que estos intervengan y transformen el contenido de la lucha para su conveniencia y para la continuación de nuestra explotación. Pero también, dejando de externalizar los problemas, haciéndonos cargo de lo que nos toca: como parte de esta sociedad capitalista la reproducimos, aun sin querer. Hablando en los propios términos que el enemigo (los de la reforma), reduciendo nuestras perspectivas revolucionarias a una lucha por una ley o por un salario más justo, aferrándonos a lo inmediato y dejando para nunca lo que es urgente desde hace tanto tiempo: la destrucción de lo que nos destruye y la creación de un mundo nuevo.
Cuando se llama a producir sin nosotras para visibilizar nuestro “valor”, se pasa por alto la obscena facticidad de las cosas: que se nos considera valiosas, básicamente, en términos productivos y reproductivos de este sistema de muerte. Esta consigna no solo deja de lado un cuestionamiento fundamental –¿por qué debiéramos siquiera tener asignado un valor? –, sino que alienta a la perpetuación de las actuales relaciones económicas y productivas de modo irreflexivo y conformista. La ausencia de una crítica al sistema que somete a la totalidad de la humanidad a sus perversas instituciones (en este caso, el trabajo asalariado) es alarmante, y debiera advertirnos sobre la peligrosa tibieza del contenido de consignas similares, tan fervorosamente enarboladas para esta fecha.
Era de esperar… “el feminismo” ha llegado a los medios: los programas con el más alto rating (y la mayor tradición misógina) invitan a sus paneles a las representantes del movimiento a debatir (y sobre todo a banalizar) la despenalización del aborto y otros temas que verdaderamente nos preocupan e importan. La democracia funciona. El enemigo quiere hacer las paces y, en señal condescendiente, nos abre la puerta al mundo del espectáculo.
Ante los continuos y crecientes daños a todos aquellos que se reconocen por fuera del género masculino heterosexual, se pide mayor intervención estatal: más legislaciones, más programas gubernamentales de contención, más seguridad, más trabajo, más punición, más control. Lo que no se ve es que donde «el Estado está ausente» es donde más está el Estado. ¿No es ya lo suficientemente clara la vinculación entre la violencia de género y el monstruoso aparato ideológico que la produce y reproduce cada día, bajo las más variadas formas? ¿Qué es lo que hace falta para hacer estallar finalmente estas insoportables tensiones que nos atraviesan?
Sabemos que las condiciones a las que nos enfrentamos no son nada sencillas y nos movilizan a preguntarnos muchas cosas. Que quede claro: queremos mejorar nuestras condiciones en lo inmediato. No queremos ser encarceladas por abortar, tratadas como cuerpos–objetos a los que violar y traficar, usadas para publicitar mercancías y otras tantas aberraciones. Pero, ¿para qué nos sirve pedirle al sistema que nos reduce a estos roles, nos encarcela y subyuga que cambie esta situación? ¿Por qué no pensar en la posibilidad de superar de raíz este estado de cosas? Esto también lo tenemos que pensar mientras nos encontramos en la calle, a esto nos referimos cuando proponemos profundizar la lucha. Fundamentalmente, para no desperdiciar tantos esfuerzos de compañeras del pasado que, como nosotras hoy, pararon y salieron a la calle masivamente, logrando parciales avances que por sus límites no cambiaron la situación de la mujer, porque es imposible que se transforme sin transformar todo, porque nuestra lucha se opone prácticamente a este sistema cosificador y valorizador de nuestras vidas.
Las diversas expresiones de bronca, el aliento a la venganza o al escrache público, en respuesta a hechos de violencia de género son necesarias, pero devienen en medidas ineficientes por ser aisladas. Debemos atacar las relaciones sociales de las que nace la violencia de género en primer lugar. Cuando una gran cantidad de energía se ve dedicada a resolver problemas de tipo legal o procedimental (qué hacer con el abusador, cómo castigar al violador, cómo deben redactarse protocolos institucionales contra la violencia machista) se está perdiendo de vista la causa fundamental de la problemática: la violencia general y sistemática en nuestra sociedad, por qué se genera y cómo destruirla. Identificarla es necesario para terminar de una vez por todas con las condiciones materiales que la posibilitan y que reducen nuestra vida a un producto aprovechable o prescindible según las circunstancias, que instrumentalizan nuestros cuerpos y los someten a las necesidades de este sistema que nos deshumaniza y atomiza hasta la muerte.
La lucha que ahonde en la raíz del problema no bregará por la igualdad de derechos en un sistema que nos oprime y aliena a todos los desposeídos por igual, sino por la verdadera emancipación de la mujer, entendida como parte fundamental de la lucha por la emancipación total de la especie humana. Para ello es necesario salir a la calle y formar lazos por fuera del Estado y la política, no permitiendo que estos intervengan y transformen el contenido de la lucha para su conveniencia y para la continuación de nuestra explotación. Pero también, dejando de externalizar los problemas, haciéndonos cargo de lo que nos toca: como parte de esta sociedad capitalista la reproducimos, aun sin querer. Hablando en los propios términos que el enemigo (los de la reforma), reduciendo nuestras perspectivas revolucionarias a una lucha por una ley o por un salario más justo, aferrándonos a lo inmediato y dejando para nunca lo que es urgente desde hace tanto tiempo: la destrucción de lo que nos destruye y la creación de un mundo nuevo.
Son estas condiciones de existencia siempre contradictorias las que nos impulsan a luchar y es en la lucha donde vamos encontrándonos e inventando algunas respuestas. Hoy nos movilizamos, no para exigir que se nos considere y se nos visibilice en tanto que víctimas, ciudadanas y productoras y reproductoras serviles de esta sociedad. Estamos en la calle porque creemos y luchamos por un cambio sin vuelta atrás.
Boletín La Oveja Negra - 8 de Marzo de 2018
www.boletinlaovejanegra.blogspot.com
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