Más de un centenar de países participarán el 23 de abril de las celebraciones del Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor,
proclamado por la UNESCO en 1996. Editoriales, librerías, bibliotecas,
escuelas, centros culturales y sociedades de autores del mundo entero
conmemorarán la fecha, evidenciando una vez más que bajo el yugo
capitalista las expresiones y reflexiones de la humanidad, por
significativas o secundarias que sean, son inseparables de la propiedad
privada. El libro es expuesto como mercancía, sus párrafos permanecen cautivos de la propiedad intelectual.
Mientras tanto, para que consumamos
cultura en forma de libros, discos o películas nos dicen que «saber es
poder», que el conocimiento nos enaltece como seres humanos, que nos
distinguiría del vulgo popular. Estamos de acuerdo con David Graeber
cuando escribe que «a los académicos les encanta la teoría de Foucault
que identifica conocimiento y poder y que insiste en que la fuerza bruta
ya no es un factor primordial en el control social. Les gusta porque
les favorece: es la fórmula perfecta para aquellos que quieren verse a
sí mismos como políticos radicales aunque se limitan a escribir ensayos
que apenas leerán una docena de personas en un ámbito institucional. Por
supuesto, si cualquiera de estos académicos entrara en una biblioteca
universitaria para consultar un volumen de Foucault sin acordarse de
llevar una identificación válida, decidido a hacerlo contra viento y
marea, descubriría rápidamente que la fuerza bruta no está tan lejos
como desearía creer: un hombre con una gran porra, y entrenado en su uso
contra la gente, entraría pronto en escena para echarlo.»
Cuando criticamos la propiedad intelectual
e intentamos sortearla no nos referimos a apropiarnos de un libro para
su uso comercial, sino de tomarlo para fomentar su uso social,
colectivo. Ahora bien, si cualquier proletario para sobrevivir decide
copiar y vender las mercancías de Universal o Warner Bros, de editorial
Planeta o Anagrama, está claro que no vamos a oponernos a ello.
Hoy “derechos de autor” equivale a
“copyright”, aunque hace tres siglos, cuando este último se inventó, no
existía ninguna posibilidad de “copia privada” o de “reproducción sin
ánimo de lucro”, ya que sólo un editor tenía acceso a la maquinaria
tipográfica mientras el resto de la sociedad estaba obligada a renunciar
al libro si no podía comprarlo. Entonces, el copyright no era percibido
como antisocial, era el arma legal de un empresario contra otro. Hoy es
el arma de los empresarios contra el resto de la sociedad. Cuando en
verdad nadie tiene ideas que no hayan sido directa o indirectamente
influenciadas por las relaciones sociales que mantiene en las
comunidades de las que forma parte: por ende, si la génesis del conocimiento es social, su uso también debe ser social.
Ya no estamos obligados a comprar un libro
para leerlo, alguien puede prestárnoslo, podemos robarlo, fotocopiarlo,
bajarlo de internet o acudir a las bibliotecas populares o
independientes del Estado para leerlo, compartirlo y conversarlo con
otras personas.
No suponemos que todo libro sea importante
por el hecho de ser un libro, el libro es tan solo otra forma que
encontramos los seres humanos para comunicarnos, para compartir
conocimientos y experiencias, así como también puede ser una simple
mercancía para generar ganancias donde ya no importa su contenido. Hay
libros de compañeros o afines que son imprescindibles, libros del
enemigo que es necesario leer, libros intrascendentes y libros dañinos,
que quizás leídos de una forma crítica pueden leerse contra sus autores.
Por esto seguimos llevando adelante y
alentando las iniciativas que tiendan a compartir la información y las
reflexiones necesarias para cambiar esta realidad impuesta, con libros o
sin ellos, para terminar de una vez y para siempre con la propiedad
intelectual y toda forma de privación.
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