jueves, 10 de enero de 2013

MEMORIA: RECUERDOS DEL PRESENTE

La monótona, gris y culturosa ciudad en la que vivimos se vuelve aún más insoportable en verano: humedad, cemento que funciona como horno, cortes de luz, en definitiva nada nuevo... Pero, si además se está atravesando por otra profunda crisis de la historia de este país, puede pasar a ser un infierno. Así fue en el 2001. De la alienante y rutinaria vida industrial (que genera una extraña nostalgia en algunos progres), menemismo mediante, se pasó a la aletargada, angustiante y no menos alienante desocupación, al hambre, a vivir a gatas de la limosna estatal.

En Rosario se registraba un 22% de desocupación y alrededor del 40% de la población tenía problemas con el empleo, entre subocupados y precarizados.

El día 14 empezaron los saqueos, evocando al fantasma del ‘89. En zona sur fue asaltado un camión de MicroPack, mientras que en Empalme Graneros se registraban disturbios entre quienes intentaban saquear el supermercado Azul y la policía. Por otra parte se saqueó exitosamente La Gallega de Derqui y Donado (aquella firma que “con todo aprecio” compró balas para la represión policial).

El 17, otra vez en Empalme Graneros, en la zona de Travesía y Córdoba, cerca de las 16 hs, se registraron violentos incidentes ante una promesa de bolsones que terminó en represión policial con balas de goma y plomo y persecución sobre unas 100 personas. Las piedras rebeldes hirieron a 3 policías, uno de los cuales se llevó la peor parte al ser mordido de manera ejemplar por un perro proletario.

Ante este panorama extendido a Santa Fe capital, a las provincias de Mendoza y Entre Ríos y ya con saqueos y disturbios en el conurbano bonaerense, en las puertas de la capital, De La Rúa declara el estado de sitio. Fue el fin. En un gesto extraño en este territorio de conformismo y obsecuencia, la medida fue desafiada masivamente por primera vez en la historia. En Capital Federal, la Plaza de Mayo y alrededores fue literalmente un campo de batalla.

Aquí unas mil personas se concentraron en el Monumento a la Bandera el 19 a la madrugada para pedir la renuncia del presidente mientras que en los barrios se reprimía brutalmente. En algunas zonas se armaron grupos espontáneos para sabotear los medidores de la EPE.

El saldo fue de 7 asesinados por las balas del Estado.

En las principales ciudades del país piedras, palos y algunas molotov surcaron la noche, doliendo los ojos por el gas lacrimógeno pero con los pulmones respirando el mejor aire de libertad. Asambleas y barricadas como territorios nuestros, expropiados al gris cemento burgués. Esas semanas de diciembre, especialmente esos dos días, marcaron una crítica práctica al despreciable entorno mercantil en que vivimos: ¿Necesitábamos comida? La saqueamos y la compartimos, ¿Nos reprimieron? Les respondimos y los hicimos retroceder, ¿Es el Estado todopoderoso? Demostramos que no. Nos dimos cuenta de nuestra alienación en tanto la destruímos como el frágil cristal de una vidriera.

Sabemos que la revuelta tuvo sus limitaciones, que no fue la panacea y que también sirvió para el teje de las politiquerías de siempre, especialmente al peronismo en su histórico rol destituyente cuando es oposición. Pero también queda claro que el estallido dejo bien atrás todo eso y que por algo hoy desde la buchonería televisada nos bombardean para hacernos creer que fue un error que no hay que volver a cometer, como un hecho trágico más que como un hecho de dignidad colectiva.

Esos días el calor sofocante fue remplazado por otro calor, el calor que sana, el calor de la rebeldía, el compañerismo y la solidaridad.

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