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«El trabajo no dignifica, mortifica. Gastar sueldo dignifica, competir dignifica, sobre esforzar el cuerpo dignifica, sobre esforzar la mente dignifica, no estar con los seres queridos dignifica, no tener vidas fuera del trabajo dignifica, madrugar para trabajar dignifica, dormir para volver a trabajar dignifica, arriesgar la vida en el trabajo dignifica, ver como se nos fue la vida dignifica, renunciar a los sueños dignifica. ¡¿Estamos dispuestxs a seguir siendo dignxs de esa manera?! No celebremos el trabajo. El trabajo nos somete y nos mata. El trabajo no dignifica.»
Pensamos que podría causar rechazo, pero sucedió todo lo contrario. Es que cualquier persona que trabaja y quiere cambiar el mundo puede sentir suyas estas palabras.
Con los años la crítica del trabajo de la cual nos hacíamos eco, que ya venía de larga data y desde diferentes puntos del globo, fue gozando de cierta popularidad, o al menos fue creciendo. Esa popularidad en no pocas ocasiones la desligó de su aspecto revolucionario, transformador. Así, comprensiblemente, se critica al trabajo desde los pesares personales, muchas veces para enaltecer el ocio o para suponer que esta crítica significaría abandonar el trabajo ahora, individual o grupalmente. Una propuesta inobjetable, pero buscamos ir más allá. Por nuestra parte, insistimos en la crítica del trabajo como parte del nuevo mundo que queremos:
«Mientras las mayorías festejan el “día del trabajador” o peor aún el “día del trabajo”, algunos seguimos convencidos de la necesidad de librarnos de este. Es decir, de liberarnos de la forma que ha adquirido la actividad humana bajo el capitalismo. (…)
Miseria material, pero también afectiva, social. La realidad son las terribles condiciones de trabajo, las tareas sumamente alienantes, asquerosas y repetitivas que nos vemos obligados a realizar. La realidad es que no decidimos qué producir, ni disponemos de lo que producimos. Sean gigantescas empresas públicas o privadas, o pequeños productores, siempre se trata de unidades de producción aisladas, unidas únicamente por el intercambio mercantil, basándose en la obtención de la mayor ganancia posible. (…)
Mientras quieren convencernos de las virtudes del trabajo asalariado y que si trabajamos duro podremos disfrutarlas, parecieran olvidar las incesantes guerras, la contaminación, los accidentes laborales, los suicidios, los problemas psíquicos y físicos, la explotación infantil y un largo etcétera. Se dirá que todos estos son “detalles” a eliminar, sin embargo son parte constitutiva del mundo del trabajo asalariado, de su normalidad, y sin estos elementos no sería lo que es.» (La Oveja Negra nro. 8, El trabajo no dignifica, 2013)
Ser trabajador no es una identidad escogida, es una imposición de este modo de producción. Por eso comprendemos la crítica al trabajo como una cuestión social y no meramente como un padecimiento individual:
«El ciudadano, en su frenesí de consumo, consume ideología, consume identidad y tarda en comprender que hay realidades impuestas que no ha adquirido en el mercado. Ser proletario no es una identidad elegida, es una realidad social. Y sentir orgullo por esta condición es como enorgullecerse por ser esclavo. No amamos ser proletarios. Y revolución no significa, de ninguna manera, expandir la condición de los trabajadores a toda la humanidad.» (Cuadernos de Negación nro. 4, 2010)
Criticamos el trabajo y aún hablamos de proletariado, porque justamente criticamos lo que nos condena a ser parte de esta clase social. Por proletariado, una vez más, no se trata del trabajador hombre, fabril, sindicalizado y padre de familia:
«Teniendo en cuenta la importancia que tenía el obrero en los comienzos de las grandes luchas proletarias, es comprensible que muchos hayan buscado el “sujeto revolucionario” en los obreros y que “proletariado” haya sido, en muchos casos, interpretado como un sinónimo. (…) se veía al proletario en tanto trabajador y reproductor del Capital, y no como su enterrador, a la vez que se desestimaba, en muchos casos, la importancia de los campesinos y se fortalecía la ideología del progreso capitalista con sus monstruosas ciudades y fábricas, en oposición al “atraso” del campo. Muchos obreros se sentían parte de ese desarrollo y a lo sumo querían quitar a los burgueses del medio para gestionar y “disfrutar” ellos mismos del progreso capitalista. (…)
El obrerismo venera el trabajo manual, el “trabajo con martillos”. Su visión del proletariado es el “hombre musculoso”. Mediante el rechazo del trabajo comercial y de oficinas, rechaza a una gran parte de trabajadoras asalariadas, revelándose a sí mismo también como sexista.» (Cuadernos de Negación nro. 3, 2010)
¡Abajo el trabajo!
Sin duda, no todo lo que hacemos es trabajo. Hacer no es sinónimo de trabajar. El trabajo es una forma de actividad específica en una sociedad específica. Nuestros órganos no hacen su trabajo, ni trabajan un motor u otras máquinas:
«“Trabajo” suena hoy a los oídos de todo el mundo como el perfecto sinónimo de “actividad”, puesto que para la mayoría de los seres humanos el trabajo ha llegado a ser, lamentablemente, la totalidad de su vida. Y no hablamos solo de la forma de conseguir dinero para subsistir, todo es vivido como trabajo: los quehaceres domésticos, la creatividad artística, tener relaciones sexuales, la militancia política, criar un hijo o salir con amigas.» (Cuadernos de Negación nro. 3)
La crítica del trabajo va dirigida principalmente a la crítica de la explotación. En cuanto a la noción de explotación no vamos a emprender una discusión de orden moral. La reproducción de la sociedad capitalista está orientada hacia la máxima obtención de ganancia posible. Y la principal fuente de ganancia es el plusvalor, que se produce a través de la explotación del trabajo asalariado:
«Por “explotación”, se entiende casi siempre un trabajo precario y mal pagado, lo que efectivamente es el caso de la inmensa mayoría de los asalariados del planeta. Pero esta definición restrictiva implica que crear durante seis horas diarias software educativo a cambio de un buen salario y en un ambiente que respete el entorno, sin ninguna discriminación étnica, sexual o de género, en conexión con los habitantes del barrio y las asociaciones de consumidores, ya no sería explotación. En una palabra, una sociedad en la que cada uno se lo pasa bien yendo al mercado el domingo por la mañana, pero sin que nadie sufra la ley de los mercados financieros. En suma, el sueño de las clases medias asalariadas occidentales extendido a seis mil millones de seres humanos…» (Gilles Dauvé, Declive y resurgimiento de la perspectiva comunista)
¡Abajo el ocio!
Trabajo y ocio son las dos caras de la misma moneda. El salario no paga por el trabajo hecho sino por la reproducción de la fuerza de trabajo, la cual precisa algo de esparcimiento: fútbol, netflix, música. Si el “tiempo de ocio” existe es porque existe un “tiempo de trabajo” que lo define.
«Destinamos cierta cantidad de horas a lo que definimos como esparcimiento, para recuperarnos del estrés generalizado en que vivimos diariamente. Pausamos nuestro rol de productores de objetos y servicios, para darle paso a nuestro rol de consumidores de productos y servicios.
Realizar nuestros momentos de ocio y diversión en la sociedad mercantil generalizada tiene similitudes con el trabajo asalariado: hay que hacerlo rápido y bien, se vuelve repetitivo y obligatorio, no hay tiempo para descansar, se rechazan las pasiones, se cumple con la norma de la ideología dominante.
Divertirse parece ser directamente proporcional al dinero gastado, por eso se pasea por shoppings y centros comerciales, por eso se paga para hacer deportes, música o tener sexo, o se paga para ver a otros hacer deportes, música o tener sexo.» (Cuadernos de Negación nro. 3)
¡Abajo el desempleo!
Mientras existan el dinero y la propiedad privada nunca alcanzarán para todos. Bien, lo mismo podemos decir del trabajo:
«En un mundo con trabajo jamás habrá suficiente para todos. El desempleo es una condición del mundo del trabajo. El desempleo es un rasgo permanente y estructural de la sociedad capitalista, que precisa de una masa de desocupados para garantizar bajos salarios y condiciones laborales siempre deficientes. En otras palabras, si todos estuviésemos empleados o tuviésemos la posibilidad de cambiar de un empleo a otro podríamos exigir siempre mejores sueldos o mejores condiciones laborales sin el fantasma del desempleo pisándonos los talones. (…)
Es a partir de nuestras condiciones de existencia que sacamos las lecciones para “hacer teoría” y no tenemos “principios” previos a los hechos. El malestar y la necesidad que padecemos quienes trabajamos, las situaciones de precariedad y peligro a las que nos vemos sometidos, nos fuerzan a tomar conciencia de la sociedad en la que estamos y a la cual contribuimos día a día a mantener. De nosotros depende ampararnos en personajes que nos quieren dirigir y nos llevan a diversos callejones sin salida o comenzar a pensar y explorar otras posibilidades. Para esto es importante que no confundamos la defensa de la fuerza de trabajo con la defensa de la fuente de trabajo. Ni defendamos la ganancia de los explotadores. Ni confiemos en quienes viven de nuestro esfuerzo.» (La Oveja Negra nro. 70, El trabajo es la peste, 2020)
¡Abajo el trabajo doméstico!
Las sociedades de clase, a lo largo de su historia y en pos de su reproducción, debieron controlar cuatro elementos fundamentales e inseparables de la vida de la especie: el cuerpo, la sexualidad, la reproducción y la crianza de los hijos. En este punto, la división sexual y la dominación específica sobre quienes tienen la capacidad de gestar hijos se vuelve esencial. Lo que conocemos como mujer y hombre se basa en esa característica anatómica (la capacidad de gestar hijos) y la división social creada a partir de la misma en las sociedades de clase por la necesidad de crecimiento poblacional.
El control de las mujeres (su cuerpo, su sexualidad, su capacidad reproductiva) permite controlar al mismo tiempo al resto de la población. A su vez, es determinante en la crianza de niñas y niños, así como en el sostenimiento de la familia o al menos de la reproducción de la fuerza de trabajo en la sociedad actual.
El trabajo asalariado requiere de una esfera específica dedicada a ciertas tareas necesarias para la reproducción de la fuerza de trabajo: el trabajo doméstico, cuya asignación reproduce la división sexual construida a través de las diferentes sociedades de clase.
La asignación de ciertas labores a un determinado grupo de personas definido según su capacidad reproductiva es lo que ha constituido históricamente a las mujeres, y a quienes no la tienen como hombres. Es esta división social en dos sexos la que ha creado lo que conocemos como sexo biológico que naturaliza lo que se ha construido socialmente.
Se supone, además, que las mujeres están naturalmente inclinadas hacia el cuidado y a las labores domésticas. Así como se supone que los hombres están naturalmente inclinados a los trabajos rudos y peligrosos, por los cuales mueren a montones todos los años en los mal llamados “accidentes laborales”.
«El modo de producción capitalista, pese a su imagen racionalista y científica también produce mitos. Uno de ellos es que el trabajo es ajeno a la historia, que existe desde siempre y que, por tanto, no podría dejar de existir. (...) cuando miles de proletarios en el mundo insistimos con la consigna “¡Abajo el trabajo!” no estamos proponiendo que haya que dejarse morir de frío e inanición, sino que debemos luchar para constituir una comunidad donde nuestras necesidades de alimento y techo, así como de goce y creatividad sean puestas en común sin ser una coartada para cuantificarlas y generar ganancias. (…)
Otro mito necesario para apuntalar la normalidad capitalista es exponer el trabajo doméstico como un atributo natural de las mujeres, quienes se supone que, por naturaleza, serían buenas cocineras, lavanderas, amantes, sensibles, débiles y, por sobre todo, dependientes. No es ninguna casualidad, el primer paso para la domesticación es la creación de dependencia.
Una dependencia que es tanto económica como ideológica, basada en el mito de que siempre fue el trabajador asalariado hombre el que llevó el pan a la mesa. Y en el pobre imaginario social –¡y aunque estaba a simple vista!– este trabajador habría carecido de la necesidad de cuidados, porque se trataba de un adulto sano que se valía por sí mismo. Esta falacia no sólo invisibilizó –e invisibiliza– esos cuidados, sino que además produce un modelo, especialmente masculino o masculinizante, que se caracteriza por su pretensión de no necesitar de nadie. Un individuo que rechaza la interdependencia humana en nombre de la fuerte y prominente independencia típica del capitalismo.
Tal como sucede con cualquier trabajo, la función de la ideología dominante es que el trabajo doméstico sea naturalizado, amalgamado a cualquier actividad humana, cuando en verdad se trata de un fenómeno social determinado e histórico. El trabajo doméstico de las mujeres se encuentra bajo mayores sombras aún que el trabajo asalariado, por ser considerado, erróneamente, un atributo natural de la personalidad femenina, una aspiración del “ser mujer”. Pero lo que se olvida es que para crear la imagen de ese supuesto atributo natural fueron necesarios siglos enteros de desposesión y de persecución misógina.» (La Oveja Negra nro. 46, ¡Abajo el trabajo doméstico!, 2017)
Lo que proponemos es indagar y asumir la implicancia entre clase y género desde una perspectiva de abolición del trabajo. No se trata de sumar la “cuestión” de la mujer a la “causa de la clase obrera” en tanto luchas paralelas, tal como suele comprender el reformismo.
¡Abajo el proletariado!
La crítica y el rechazo del trabajo expresados en luchas, reflexiones teóricas y en la vida cotidiana están estrechamente vinculados al declive del obrerismo, del orgullo y la identidad obrera. Evidentemente, algo cambió en la sociedad capitalista: precarización y flexibilización del trabajo, globalización y deslocalización de los centros productivos, financiarización creciente de la economía en general y un destacado papel del Estado en la reproducción de la fuerza de trabajo (subsidios, ayudas sociales).
Producto de estas transformaciones, el proletariado no ha desaparecido ni mucho menos, pero las posibilidades de su lucha han cambiado drásticamente. Ya no hay una preocupación predominante en las luchas proletarias acerca de la gestión del mundo del trabajo. Aquello estaba necesariamente ligado a un imaginario de la revolución donde se mantenían muchos de los rasgos fundamentales del modo de producción capitalista y su sociabilidad: gestión de los medios de producción sin cuestionarlos, desarrollo de la industria, crecimiento poblacional, familia y, en los sectores más reformistas, incluso el nacionalismo y el Estado.
Analizamos las luchas recientes y en curso advirtiendo sus límites, pero no en relación a un pasado idealizado que no fue, sino en función de las posibilidades actuales:
«Las revueltas desatadas en diferentes partes del mundo en las últimas décadas, así como los “nuevos movimientos sociales”, a pesar del carácter interclasista y ciudadanista que observamos en muchas ocasiones, dejan en claro la persistencia de la lucha de clases. Al mismo tiempo nos advierten del carácter diverso que el proletariado tiene y ha tenido. La centralidad de la reproducción social en las luchas nos recuerda que la revolución debe implicar bastante más que la certeza de tener techo y comida. Debe atender, no solo como punto de llegada sino de partida, la denominada cuestión de género, lo racial, la sexualidad, la familia, la naturaleza de la cual formamos parte.» (La Oveja Negra nro. 76, 1° de mayo: Memoria y perspectivas, 2021)
La lucha de clases de las últimas décadas no se ha centrado en luchas obreras ni en los lugares de trabajo. Se manifiestan nuevos protagonistas. Nos referimos a las luchas y protestas de proletarios desempleados, al movimiento de mujeres y disidencias sexuales, a las denominadas luchas medioambientales, a las antirrepresivas, o contra el narcotráfico y otras mafias. Que se manifiestan en las calles, las rutas, fuera de las ciudades y hasta en los hogares. Que necesariamente deben frenar la circulación más que la producción y que suelen enfrentarse o dirigirse al Estado más que a una empresa o un patrón (y de ahí la posibilidad de su carácter interclasista y ciudadanista que mencionábamos anteriormente). Esto no significa que la explotación y el trabajo hayan perdido centralidad en la sociedad capitalista, justamente sus transformaciones han modificado y puesto de relieve diferentes aspectos de la reproducción de la fuerza de trabajo.
Esto no sólo ha permitido criticar el obrerismo, sino el cuestionamiento de nuestra existencia como clase:
«Quienes no buscan convertirse en una potencia más entre todas las potencias de este mundo, quienes aspiran a destruir todas esas potencias, podrían resumir su programa así: “Abajo el proletariado”. Evidentemente, no en el sentido de una oposición a los proletarios en cuanto seres humanos. (…) Los revolucionarios no proponen la mejora de la condición proletaria. Proponen su supresión. La revolución será proletaria por quienes la realicen y antiproletaria por su contenido.
Proletarios, un esfuerzo más para dejar de serlo…» (Abajo el proletariado. Viva el comunismo, Les amis du potlatch, 1979)
¡Viva la revolución social!
La historia no es solamente el pasado, y mucho menos un pasado mitificado. Podemos hacer historia, no sólo estudiarla:
«Si damos un vistazo a la sociedad moderna, es evidente que para vivir, la gran mayoría de las personas están obligadas a trabajar, a vender su fuerza de trabajo. El conjunto de las facultades físicas e intelectuales que poseen los seres humanos, sus personalidades, que deben ser puestas en movimiento para producir cosas útiles, no pueden emplearse más que a condición de venderse a cambio de un salario. La fuerza de trabajo generalmente es percibida como una mercancía que se compra y se vende, al igual que las demás. La existencia del intercambio y del trabajo asalariado nos parece algo normal, inevitable. Sin embargo, la introducción del trabajo asalariado implicó conflictos, resistencias y masacres. La separación del trabajador de los medios de producción, lo que hoy ha llegado a ser una cruda realidad aceptada como tal, tomó un largo tiempo y no pudo llevarse a cabo más que por la fuerza. (…)
A través de su sistema educacional como por su vida política e ideológica, la sociedad contemporánea oculta la violencia pasada y presente sobre la que descansa la situación actual. Oculta tanto su origen como la mecánica de su funcionamiento. Pareciera que todo es resultado de un contrato libre en que el individuo, como vendedor de su fuerza de trabajo, se encuentra con la fábrica, la oficina o la tienda. La existencia de la mercancía parecería ser lo más obvio y natural del mundo, y los desastres que causa periódicamente a diferentes escalas, a menudo son vistos como catástrofes cuasi naturales. (…) Lo que en esencia mantiene oculto es que la insubordinación y la revuelta podrían ser lo suficientemente grandes y profundas como para acabar con esta relación y hacer realidad otro mundo.
Las relaciones de producción en las que participan las personas son independientes de su voluntad: cada generación se ve confrontada a las condiciones técnicas y sociales legadas por las generaciones precedentes. Pero puede alterarlas. Aquello que llamamos “historia” está hecho por personas.» (Gilles Dauvé, Capitalismo y Comunismo, Lazo Ediciones, 2020)
En cada época, la lucha del proletariado expresa y enfrenta nuevas preguntas:
«Estas pueden hacernos importantes señalamientos acerca de la sociedad capitalista y su superación, pero la revolución finalmente dependerá de lo que podamos hacer en tanto clase. La lucha es inevitable y necesaria, nos transforma y buscamos transformarla en una definitiva. Nuestra preocupación es que la lucha de clases sea capaz de producir algo más que su propia continuación.
Por esto confiamos en que es tan importante no solo participar sino también comprender, estudiar y debatir el desarrollo de las luchas del presente. Porque en las posibilidades y condiciones de estas luchas, en sus críticas y rupturas, se delinea el horizonte revolucionario.» (La Oveja Negra nro. 76, 1° de mayo: Memoria y perspectivas)